Lunes, 28 de febrero de 2011 | Hoy
LITERATURA › ALICE MUNRO Y SU LIBRO DE CUENTOS DEMASIADA FELICIDAD
En su última obra, la llamada “Chéjov canadiense” ratifica por qué se la considera una de las mejores escritoras de la actualidad. Los personajes de los diez relatos, especialmente las mujeres, son criaturas que sufren, pero jamás incurren en golpes bajos.
Por Silvina Friera
La “Chéjov canadiense”, eterna candidata al Premio Nobel de Literatura, afirmó en cierta ocasión que no necesitaba embellecer a sus personajes. “La vida de la gente es suficientemente interesante si conseguís captarla tal cual es, monótona, sencilla, increíble, insondable.” En Demasiada felicidad (Lumen), su último libro de cuentos, Alice Munro cumple al pie de la letra este destino manifiesto de su literatura. Los personajes de los diez relatos, especialmente las mujeres, son criaturas que sufren. Aunque en algunas casos ese sufrimiento alcanza la cima de lo atroz –como la joven madre que intenta sobrevivir al asesinato de sus tres hijos, o una viejita con cáncer que acaba de enviudar–, la perspicacia de la escritora reside en explorar esos calvarios íntimos –lo que golpea y daña de un modo “terminal”– desde la “baja intensidad” de las emociones, como si persiguiera obsesivamente una ética que descarta la grasa dramática, las calorías del golpe bajo que desplazarían las tramas al umbral del culebrón insoportable. Munro explora la “vida real” como una cocinera humilde que hace de la escasez su principal virtud. El molde para sus historias es sencillo y araña la perfección; la escritura, en cambio, es deliberadamente engañosa en su pretendida austeridad. Tanta belleza demanda deglutir despacio cada línea para no perder los detalles que despliega esta narradora.
“Dimensiones”, el primer cuento, es de una factura impecable. Quizá sea el mejor por la manera en que semblantea una atmósfera minúscula que hiela la sangre del lector. Sin duda es el más munroniano de esta serie; a pesar de una herida que no cicatriza –que nunca cicatrizará–, no hay excesos melodramáticos. Ni rencor. El dolor nunca se desbarranca por la pendiente de la emoción. Y sin embargo, leer a Munro emociona. Su antropología de los sentimientos nunca se empaña por la complacencia ni por el sentimentalismo. Doree trabaja en un hotel, limpiando habitaciones. Visita a su marido, Lloyd, un “delincuente psicótico” que mató a sus tres hijos: Sasha, Barbar Ann y Dimitri. Doree comienza a recibir cartas de Lloyd. “Lo que conozco de Mí Mismo es mi propia Maldad. Ese es el secreto de mi consuelo –se lee en una de esas cartas–. Quiero decir que conozco lo Peor de mí. Puede que sea peor que lo peor de otras personas, pero la verdad es que no tengo que pensar ni preocuparme por eso. No hay excusas. Estoy en paz. ¿Soy un Monstruo? El Mundo dice que sí y si lo dice yo estoy de acuerdo. No obstante, también el Mundo no tiene ningún significado real para mí. Yo soy Yo y no tengo posibilidades de ser otro Yo. Podría decir que entonces estaba loco, pero, ¿qué significa eso? Loco. Cuerdo. Yo soy Yo. No podía cambiar mi yo entonces y no puedo cambiarlo ahora.” Lloyd admite que hay algo que no puede poner por escrito. Ha visto a los niños –en otra Dimensión– y ha hablado con ellos. “Están bien. Son muy felices y muy listos. No parecen tener ningún recuerdo de nada malo.”
Los “gilipollas” de la traducción de Flora Casas no son muchos. Pero suenan como una patada al oído y establecen una tensión de corta duración; es una palabra imposible de encastrar en esos mundos modestos, sin estridencias. Las criaturas de Munro caminan por el barro de sus existencias como pueden. No son heroicas con mayúsculas. No obstante, algo sucede, casi imperceptible, que les permite sobreponerse a los cachetazos que han recibido. Nita, la antiheroína de “Radicales libres”, es una viejita adorable que enfrenta con paciencia y una sabiduría a flor de piel los obstáculos. Recién viuda y enferma de cáncer, lee novelas clásicas y modernas. “Detestaba la palabra ‘evasión’ aplicada a la ficción. Podría haber argumentado, y no sólo por llevar la contraria, que la evasión era la vida real”, cuenta la narradora. El relato que da título al volumen es el “más extraño” y ajeno a la galaxia Munro. En “Demasiada felicidad”, el último cuento, la escritora canadiense compone una especie de nouvelle rusa inspirada en la vida de la matemática y novelista rusa del siglo XIX, Sofia Kovalevski. “Cuando un hombre sale de una habitación, deja todo detrás; cuando una mujer lo hace, lleva todo lo ocurrido en esa habitación con ella”, plantea Sofia. Y eso hace la escritora: en el cuarto de cada historia encaja “casi” todo lo que sus personajes han vivido; aunque la escritora haya señalado, en una entrevista, exactamente lo contrario. “Veo la vida como piezas separadas que no acaban de encajar entre sí.” Munro confesó que pensó en el autor de La dama y el perrito cuando ponía en marcha las coordenadas del último cuento del libro. “Mientras lo escribía, pensaba si Chéjov se habría enamorado de mí de haberme conocido. Creo que no, a los hombres no les gustan las mujeres como yo. Pero quién sabe, él finalmente se casó con la actriz Olga Knipper, que arrastraba su propia fama, así que... Sí, es posible que yo le hubiera gustado.”
Munro –nacida en 1931 en la zona rural de Wingham, Ontario– fue criada en el seno de una familia presbiteriana de una ética muy estricta; eran lectores persistentes de la Biblia, pero jamás cultivaron el fanatismo religioso. En el humus de esa escuela, indisolublemente forjada por la moral presbiteriana, está la raíz de su credo literario: trabajar sin jactarse de los logros y domesticar la vanidad, como si fuera una escritora secreta que se niega a cambiar de “estado civil”. Autora de once colecciones de cuentos y dos novelas, ganó el premio Man Booker International 2009 por “su escritura prácticamente perfecta, y la profundidad, sabiduría y precisión que aporta a cada una de sus historias”. Es cierto lo que proclamó un crítico canadiense: Munro “inventa la realidad”. El espejo de esa invención, la aparente inmovilidad de muchas de sus mejores páginas que se podría formular en la frase “aquí no pasa nada”, es el señuelo que la “Chejov canadiense” lanza para desplegar una textura que pronto se transformará en un hueso duro de roer. Como la vida misma.
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