LITERATURA › INéS ESTéVEZ ACABA DE PUBLICAR SU PRIMERA NOVELA
La ahora ex actriz dice que con la escritura se siente más “protegida” y menos expuesta que con la actuación. “Con la literatura recuperé algo más identitario”, agrega. Su novela La gracia, ambientada en un pueblo, tiene un fuerte componente autorreferencial.
› Por Emanuel Respighi
“Es difícil enterarse por
las noticias de la poesía;
sin embargo los hombres mueren desdichadamente todos los días,
por falta de lo que allí
se encuentra.”
William C. Williams
Cuando, en 2006, Inés Estévez tomó la decisión de abandonar su reconocida trayectoria como actriz, donde dejó su huella en series de TV como Vulnerables o en obras de teatro como Loca, casi nadie –a excepción de su círculo íntimo– pudo comprender los motivos de aquel anuncio. ¿Se puede abandonar para siempre y de un día para otro la actuación? En ese momento, la por entonces actriz había señalado entre sus fundamentos que tenía ganas de darles rienda suelta a otras maneras de expresar artísticamente su intenso mundo interior. Dirigió la puesta teatral de Grabado, su primera obra, que protagonizaron Fabián Vena y Guillermo Pfening en el Konex. Dos años después, Estévez cierra el círculo que había abierto cuando le dijo adiós a las tablas: acaba de publicar La gracia (Ed. Sudamericana), su primera novela, inaugurando una incipiente etapa como escritora.
Estévez cuenta que escribir no es un pasatiempo relativamente nuevo, sino más bien una necesidad que desarrolla constantemente desde su más temprana infancia, en su Dolores natal, cuando se perdía tardes enteras en la biblioteca de su casa. “Era una suerte de Babel con libros sin lógica que eran de abuelos, tíos y papás. El ocio en esa casa y en ese pueblo estaba relacionado con lo creativo, como dibujar, inventar juegos o leer. Leer era algo natural, sin orientación alguna, había de todo. Nunca hubo intenciones de armar una biblioteca. ¡Había que poner los libros en algún lado!”, recuerda de aquellos años en los que actuar ni siquiera estaba en sus planes. “Escribir –sigue rememorando– es uno de los refugios que tuve desde chica. Mis primeras vocaciones tienen que ver con la escritura y con la danza clásica, que desarrollé hasta los 13 años, pero que no continué porque no había posibilidad de una instrucción académica. En cambio, desarrollé la escritura intuitivamente, habiendo respirado literatura desde chica. A esa edad no importa cómo esté encaminado, lo importante es expresarse creativamente. El arte fue un estímulo muy natural, muy lúdico e intrínseco, sin intencionalidad alguna.”
–Desde aquella infancia hasta su llegada a Buenos Aires y su posterior consagración como actriz, ¿qué lugar ocupó la escritura?
–Escribí toda la vida, como una pulsión creativa, como una necesidad casi violenta de expresarme a través de las letras. De una manera muy anárquica. Calculo que después de la próxima novela, publicaré una selección de poesías, que si bien es la hija abandonada de la literatura, es mi forma de expresión más genuina, más pura, más libre.
–¿Y por eso es la poesía lo que más temor le daría publicar?
–No. Pero si hubiera arrancado publicando poesía le hubiese tenido más temor al prejuicio. Ahora que ya me atreví a publicar esta novela, me reservo las poesías para un tiempo futuro, pero considero una pena que no salgan a la luz. Obviamente es una selección muy exhaustiva, porque hay muchas cosas olvidables. Pero hay algunas que siento que logran transmitir un estado. Otras son exudaciones puras.
–¿Esos papeles no publicados hasta ahora fueron leídos por su círculo íntimo? ¿O es muy celosa de sus escritos?
–Muy poquita gente tomó contacto con esos escritos. No soy de mostrar nada. No soy de enorgullecerme de lo que hago. Mi gran necesidad es expresarlo, y luego mejorarlo, pulirlo, evolucionar. Por mí. Después, exponerlo es casi un paso natural del proceso. Si pudiera evitarlo, lo haría encantada. No necesito que lean lo que escribo. Con la actuación me pasaba algo similar: el proceso de estar transitándola era lo bello, lo verdadero. Todo lo demás era un mal necesario. Con la literatura me pasa lo mismo. En algún punto parecería que no existe si no se la lee, pero lo que disfruto es el proceso de sentirlo, de transitarlo y de plasmarlo. Tiene que ver con una necesidad expresiva-artística vital, natural, innata. Sin expresar lo que siento a través del arte no puedo vivir. Es como respirar.
–¿Abandonar la actuación era una necesidad para liberarse como escritora?
–Una cosa no quitó la otra. Yo liberaba ese mundo interior creativo a través de la interpretación. Tenía ganas de poder transitar mis primeras vocaciones. Para la danza ya es tarde, y la literatura nunca fue algo que hubiera quedado en el olvido: era algo que yo amasaba en mi cabeza permanentemente. Sabía que en algún momento iba a dedicarme a escribir. Cuando era chica no soñaba con ser actriz, y sí con escribir literatura o música, o ser bailarina. Por algo nunca tomé clases de teatro.
–¿Esa búsqueda de volver a sus primeras vocaciones fue un reencuentro con usted misma, con su faceta más pura y lúdica?
–Fue un reencuentro con una forma más genuina, más exacta y de mayor identificación para expresarme creativamente. Me siento más protegida: la escritura es una tarea que uno desarrolla en soledad. Y la soledad es algo que siempre me nutrió: confío en el espacio de la soledad para desarrollar la creatividad. En el proceso no tengo que lidiar con otros seres humanos, salvo con los de la ficción, que hacen lo que quieren... Pero en todo caso son más inofensivos que los de carne y hueso. Con la literatura recuperé algo más identitario.
–Usted celebra que el proceso literario sea en soledad. ¿Cree que su expresividad está relacionada con un reencuentro consigo misma, más que con la comunión con otros, como sucede en el teatro o la TV?
–Me lo he preguntado varias veces. Me interesa la comunicación. No desde un lugar intelectual, sino que me interesa la comunicación genuinamente, pero porque me interesa la comunión. Lo que no me interesa demasiado es el autobombo, la autoexposición, porque no me siento cómoda. Si pudiera evitarlo, lo haría. No disfruto la autoexposición. Y no creo que sea un rasgo de humildad: tiene mucho de cobardía. Prefiero no ser individualizada, no ser señalada, ni para bien ni para mal. Mi vida ideal sería siendo ermitaña en el campo. Pero me interesa la comunión en el sentido más puro: el acuerdo armónico, no imponer mis ideas. Y el acuerdo armónico suele producirse en el arte, incluso en la interpretación. Uno puede no coincidir ideológicamente con un compañero de trabajo, pero en el momento de la creatividad en conjunto surgen cosas maravillosas. Es lo que puede llegar a pasar entre autor y lector, si uno logra identificación, si logra transmitir climas, estados, situaciones. La escritura es un espacio protegido que me permite esa comunicación sin el riesgo de la exposición.
Probablemente haya sido esa infancia en la que leía “sin filtro ni guía”, en medio de una ciudad pequeña, la que la llevó a centrar su primera novela en un remoto pueblo del interior. Estévez cuenta una historia en la que se respiran los climas y las sensaciones propios de aquellas pequeñas y cerradas comunidades que se diseminan en la Argentina profunda. “Desde hacía muchísimos años –cuenta– me interesaba transmitir la singularidad de los personajes característicos de los pequeños pueblos del interior. En toda pequeña comunidad hay personajes muy distintivos que, tal vez por lo cerrado del círculo comunitario, se vuelven muy delirantes. Son personajes que ascienden a niveles entre fellinescos y lisérgicos. Y en mi pueblo había muchos de esos personajes, sólo que obviamente no podía desnudar ningún tipo de realidad, por lo que se me ocurrió escribir cuentos acerca de los personajes de mi pueblo.”
–La gracia está pensada como una suerte de novela apócrifa: parece escrita por uno de los personajes, que tiene que regresar al pueblo a rendir cuentas por haber publicado un libro en el que revela personajes y situaciones que ocurrieron en aquel lugar. ¿Cómo surgió esa idea?
–Hace unos cuantos años había cometido el error de publicar un cuento en el libro a beneficio Grandes chicos, acerca de un personaje entrañable de mi pueblo, pero que por mi inexperiencia revelé su verdadera identidad. Y a pesar de que yo quería elevarlo a la categoría de ángel, y de que estaba en contra del mote del pueblo que le adjudicaban, lo utilicé para ilustrar lo que la gente de mi ciudad decía de él. Y un familiar de esta persona, con razón, se sintió ofendido, generándose una disputa en la ciudad entre quienes comprendieron mis buenas intenciones y los que las malinterpretaron. Este familiar me quería hacer un juicio, pero por suerte entendió que mis intenciones eran buenas. Ese fue el puntapié inicial para imaginarme la posibilidad de un personaje muy diferente a mí, muy neurótico, muy urbano, muy medicado y totalmente enemistado con su origen, que tiene que volver a su pueblo natal para enfrentar un juicio por una cantidad de cuentos que publicó revelando ciertas verdades de algunos de los habitantes del remoto lugar.
–La gracia tiene una estructura muy particular, ya que cada capítulo se puede leer como un cuento, o como parte de un todo que forma la novela. ¿Por qué decidió estructurar el relato de esa manera?
–Lo que me interesaba era descomponer la novela. Los cuentos pueden leerse en orden, o se pueden leer en desorden. Obviamente, si se los lee en orden uno se va a topar con una progresión novelística más fluida. Eso me interesa como lectora, porque busco la variedad. Por eso, una vez que terminás el libro y vas al comienzo hay una leyenda legal que explica que es una segunda edición, porque la primera tuvo que ser retirada de las librerías. Es un libro dentro de un libro. Explicado así, teóricamente, parece muy raro y complejo, pero resulta muy sencillo cuando uno lo lee. Me gustaba jugar con la idea de lo apócrifo, por eso incluí supuestas fotos de los personajes. Cada cuento habla de un personaje diferente, pero luego los personajes se empiezan a entrecruzar en los cuentos vecinos hasta tomar una unidad de novela. Aparece una familia protagónica y, dentro de esa familia, el personaje que en definitiva es el autor, y que define mucho el desenlace del último cuento y el final de la novela.
–Dado el entrelazamiento de personajes, épocas y familias de los cuentos, La gracia requiere de un lector activo. ¿Era una búsqueda o no pensaba en un lector en particular?
–No pensaba en un lector en particular, sino en lo que a mí me interesaba como lectora. Quería desestructurar la novela para lograr un formato novedoso y ágil. Pensaba en la posibilidad de elegir. Cuando uno estructura piensa en escribir una historia que sea comprensible, y me esmeré mucho en pulirla. Construí una tabla de fechas, edades y acontecimientos para no caer en contradicciones. Hay cuentos que transcurren en el ’45 y otros en los ’70 y los ’80. No cito la época puntual para no condicionar. Adhiero al criterio de que en un pueblo en el medio de la nada el tiempo no pasa como en el resto del mundo. Lo que sucede en el resto del mundo no afecta directamente la vida de un pueblo. Es increíble, pero hay pueblos que están como encapsulados en una época.
–Son comunidades tan crípticas que las situaciones no tienen fecha de vencimiento y condicionan a generaciones ulteriores.
–No sólo eso, sino que además con el tiempo adquieren categorías de mitos y se van adornando. Por eso en cada pueblo perdido hay una serie de historias fantásticas, fabuladas por el paso del tiempo y la transmisión oral. De hecho, el punto de partida de algunas historias que cuento en el libro son cosas que me han contado cuando era chica. Por ejemplo, el mito de “la llorona” existe en muchos lugares del interior.
–Si bien no es autobiográfica, ¿La gracia tiene una profunda inspiración en su infancia y adolescencia en Dolores?
–En Dolores viví hasta los 17. Como la mayoría de las primeras obras, La gracia es autorreferencial. Si bien no es, en absoluto, real. Pero está inspirada en los climas, en la atmósfera que yo percibía, en la traducción que mi mente infantil hacía de mi vida en Dolores. De hecho, Dolores es una ciudad más grande que el pueblo de La gracia en la que transcurre el libro. Está apoyada en las atmósferas y climas que respiré durante toda mi infancia y adolescencia.
–¿Hasta qué punto cree usted que la hipocresía, el deber ser, la solidaridad, entre otros sentimientos que se entrecruzan en los personajes de La gracia, se repiten en la vida pueblerina?
–De la mejor manera que lo puedo explicar es haciendo una metáfora de una familia numerosa y extendida, en la que tíos, abuelos, primos e hijos viven en un espacio geográfico de diez cuadras por diez cuadras, con una característica muy endogámica. Esa es la mejor manera de entender lo que se produce en los pueblos: hay una asistencia conmovedora frente a cualquier tipo de problema, y una vigilancia aterradora frente a cualquier tipo de falta. Todo se intensifica: las pasiones, los sentimientos, las traiciones, los gestos solidarios, las amistades, las bromas... Y cuando la escribía el año pasado me daba cuenta de la vigencia de la temática porque hubo varios hechos extremos en pueblos de la provincia. En los pueblos se vive de una manera muy intensa por esa endogamia, por esa absoluta ausencia de anonimato y porque no hay mucho para hacer. La vida es más tranquila: la gente trabaja y vuelve a su casa, por lo que tiene tiempo de mirar, conversar, husmear, hacer deducciones desacertadas e intervenir. Es muy natural. Cosa que en la vida urbana se disipa, porque todo se vuelve más anónimo, menos identificable. Burlar la vigilancia en un lugar más chico es imposible, entonces los riesgos son más grandes cuando uno comete una falta. El hecho de que sean sociedades cerradas y de espaldas al resto del mundo genera vidas y relaciones intensas.
–Es una paradoja, porque se considera habitualmente que la vida en el interior es más apacible.
–Es una paradoja porque esa intensidad en las relaciones pueblerinas tiende a unos extremos inimaginables.
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