Lun 30.05.2011
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LITERATURA › ENTREVISTA A LA ESCRITORA CLAUDIA PIñEIRO

“La ficción permite meterse donde el periodismo no puede”

La autora de Las viudas de los jueves vuelve al country con Betibú, un policial en el que resulta clave el rol de los medios de comunicación. “Me quería reír de un montón de cosas que me pasaron en este tiempo. Y una de esas cosas fue quedar pegada a una novela ‘de country’.”

› Por Silvina Friera

A la dama negra de la literatura argentina, mucho antes de que en su horizonte vital apareciera la escritura, durante su primera juventud en los pagos de Burzaco, sus amigos la bautizaron como Betty Boop. Dicen que se parecía al personaje del dibujo animado. Claudia Piñeiro se burla de ese mote que otras alimentarían hasta elevar sus egos y sensualidades respectivos cerca de las nubes. “Tenía el pelo negro muy ondeado; creo que era por eso más que por otras cosas”, ironiza la escritora con una sonrisa tan contagiosa como enigmática, que deja en suspenso esas cosas no dichas –quizá los vestidos cortos y ajustados o los escotes que caracterizan al icono– en el campo fértil del mito juvenil. Un trío de palabras con resonancias amplificadoras, inventar, imaginar y ficcionalizar, se enlaza en Betibú (Alfaguara), su última novela. El director de uno de los diarios más importantes del país le propone a Nurit Iscar –alias “Betibú”–, una autora de policiales, una best seller vilipendiada por la crítica porque “intenta ser literaria y es lo que peor le sale”, escribir unas crónicas sobre el caso del momento: la muerte del viudo Pedro Chazarreta. Los primeros cabos sueltos de la información apuntalan la hipótesis del suicidio del empresario. Apareció degollado, sentado en uno de los sillones del living de su casa del country La Maravillosa, con una botella de whisky vacía a un costado y un cuchillo ensangrentado en la mano.

El viudo en cuestión, Chazarreta, era uno de los principales sospechosos del crimen de su mujer, Gloria Echagüe, quien apareció muerta, tres años atrás, en 2007. Con la velocidad de un rayo, un familiar consiguió un certificado de defunción falso, donde se afirmaba que había muerto de muerte natural. Y se la enterró en menos de 48 horas. Pero la madre de la víctima sospechó, pidió la exhumación del cadáver y una parte de la verdad salió a la luz: Echagüe había sido degollada y tenía un tajo en el cuello, igual que su marido. Dos muertes simétricas lubricarán las páginas de policiales de los diarios en un país en el que uno de los principales medios de la prensa gráfica, El Tribuno, está enfrentado con el gobierno. Piñeiro regresa al country con Betibú, un policial que experimenta, en términos de Ricardo Piglia, con la “ficción paranoica”. El caso Chazarreta avanza en dos planos simultáneos que se cruzan y retroalimentan: la resolución de un asesinato con múltiples aristas –habrá más muertes barnizadas como “naturales”, que se remontarán a una violación del pasado, a un episodio espeluznante del grupo “la Chacrita”–, en el marco de una investigación que pone la lupa sobre el periodismo. Los medios de comunicación y el rol de los periodistas están, también, en el ojo de la tormenta.

Si Nurit resulta un personaje inolvidable, pronto la novela tendrá a un “gran tapado” que crece hasta empatar el protagonismo. Jaime Brena, periodista de policiales de El Tribuno, de la escuela de Enrique Sdrech y admirador de Rodolfo Walsh, fue desplazado a la sección Sociedad, donde escribe notas del tipo “el 65 por ciento de las mujeres de raza blanca duerme boca arriba y el 60 por ciento de los hombres boca abajo”. El modelo de Brena, dirá en un momento de la novela, es el autor de Operación Masacre. “Walsh, antes que periodista, antes que escritor, antes que ninguna otra cosa, era un revolucionario, y el periodismo ya nada tiene que ver con la revolución –le dice al Pibe de policiales, otro de los personajes con “mucho Internet y poca calle”, que se formará a su lado, durante la investigación–. Mierda, nada comparable con escribirle una carta a la Junta Militar y saber que al día siguiente van a venir por vos. Eso era Rodolfo Walsh. ¿Quién sería la Junta, hoy? ¿El Presidente o los grupos de poder que te pagan el sueldo? Ninguno de los dos. Si no estás de acuerdo con la línea editorial del diario para el que trabajás, ¿qué tenés que hacer?, ¿escribir en su misma línea o renunciar?, ¿hay margen para una tercera opción? No sé. El que responde con convicción a estas preguntas, miente.”

Nurit es como un exorcismo para Piñeiro. “Me quería reír de un montón de cosas que me pasaron en este tiempo. Y una de esas cosas fue quedar pegada a una novela ‘de country’”, dice la escritora en la entrevista con Página/12. “Para mí es una jugada fuerte volver al country porque alguien puede decir: ‘¡Otra novela de country!’. Mi sensación es que querían que escribiera del country y del caso García Belsunce, porque todos creían que Las viudas de los jueves tenía que ver con eso; y querían que hubiera muertos. Entonces me dije: ‘En esta novela habrá más muertos’”, agrega, retrucando el desafío.

–¿Betibú sería un intento de experimentar con la “ficción paranoica”, citando a Piglia, donde los personajes están perseguidos todo el tiempo y son sospechosos?

–Mientras escribía la novela pensaba cómo se puede escribir un policial que no termine de la manera cantada, esa cosa de “el asesino es...”. La novela de Piglia, Blanco Nocturno, me llevó a otros textos sobre la “ficción paranoica” que me parecieron sumamente interesantes. En el medio de la escritura se metió esta cuestión, que me confirmaba que se podía ir para otro lado, que no era necesario que la resolución fuera tan clara. Me gustó esa concepción de que necesitamos encontrar un culpable, no importa que nos equivoquemos.

–Esta idea de la ficción paranoica también se podría aplicar a la escenografía del country, que en la novela se presenta como un ámbito mucho más paranoico respecto de las medidas de seguridad, ¿no?

–Sí, la sociedad es en general paranoica con el tema de la seguridad; por supuesto que un country es paradigmático en este sentido. Inseguridad hay, como en muchísimas ciudades de todo el mundo. Buenos Aires no es la peor ni tampoco la mejor, pero hay un exceso de paranoia que sobredimensiona la situación. Cuando alguien te dice muy preocupado que mataron a fulanito, es un caso en Buenos Aires que, comparada con otras ciudades latinoamericanas, no es violenta. México es una ciudad con una violencia terrible; pero nosotros tenemos la sensación, alimentada por los medios de comunicación, de que estamos peor que nadie. Y eso tiene que ver con la paranoia.

En Betibú, a diferencia de Las viudas..., los que cuentan el country son los que entran desde afuera. Nurit, que se instala por unos días en La Maravillosa para escribir sus crónicas para El Tribuno, padece las estrambóticas medidas de seguridad. “Cada vez que hay un hecho delictivo, se agregan medidas de seguridad que nadie sabe muy bien si van a ser efectivas o no. Y siempre sin medir el costo de oportunidad, porque cuando a una persona le pedís tantos requisitos para poder ingresar se ignora el costo de oportunidad. Pedir algo que no sirve para nada molesta al otro y lo hace sentirse humillado, sospechado; algo que ese costo de oportunidad no contempla porque el bien mayor es la seguridad”, cuestiona Piñeiro.

–En un momento de la novela, Brena recuerda quién fue José de Zer y lo que hacía con las linternas en el cerro Uritorco. Lo define como un precursor y dice que hoy muchos periodistas con menos gracia y más impunidad se ofenderían si alguien osara compararlos con De Zer...

–Eso es lo más llamativo, ¿no? Quizá también encienden linternas para hacer creer que en la realidad hay muchos platos voladores en otros aspectos, en la política o en la economía, pero desde una pátina de periodistas o intelectuales “consagrados”. Jamás se rebajarían con José de Zer, que en definitiva hacía lo mismo. Pero todos sabíamos, nos divertíamos con él. No es que nos mentía, creo que inconscientemente pedíamos: “Mentime, mentime, que me gusta” (risas). Hay una cuestión de honestidad planteada en el argumento de Brena: sabés que De Zer mentía, mientras que otros periodistas supuestamente te están hablando de una verdad indiscutible. Pero también te están mintiendo.

–¿Y quiénes serían hoy los José de Zer del periodismo?

–No sé... no me gusta dar nombres, pero creo que hay unos cuantos en el periodismo televisivo o gráfico que se presentan como “grandes periodistas”, pero esconden los intereses que representan. A mí me extraña que alguien pueda seguir leyendo las columnas de Mariano Grondona. Por supuesto: hay gente que piensa como él, pero yo leo la cabeza de sus notas y me irrita por los evidentes prejuicios que explicita. Es ese tipo de periodismo que quiere demostrar una tesis: el kirchnerismo es tal cosa “negativa” y entonces escribe desde ese prejuicio.

–¿Comparte lo que plantea Brena cuando dice que en este país hoy no hay un Rodolfo Walsh?

–No... a veces el personaje es un poco escéptico. Me parece que se pasa de rosca, ¿no? Pero quizá sea difícil encontrar un Walsh porque no hay una dictadura y la situación de la Argentina es diferente. A mí me interesa mucho una frase de Walsh: “Si no hay justicia, por lo menos que se sepa la verdad”. Pero eso tampoco es posible hoy. A veces no se puede saber la verdad; el periodista, trabaje para el medio que trabaje, no puede escribir sobre ciertos temas. Hay líneas editoriales que lo impiden. Walsh decía en 1968 que había dejado la ficción porque en ese momento no la consideraba el arma adecuada. Pero ahora me parece que la ficción permite meterse en lugares donde el periodismo no puede, porque la ficción es un poco más “independiente”, en el sentido de que no tiene que suscribir una verdad.

–Nurit se burla mucho de las apreciaciones del director de El Tribuno, que se queja de que en el país está todo mal y que él es un perseguido político. ¿Qué opina usted sobre este tema?

–Yo leo todos los diarios, veo 6,7,8 y los programas de TN. Me parece que hoy está planteada la necesidad de tener un sentido crítico. Cuando era chica, se compraba un diario en mi casa, lo leía y la cosa se terminaba ahí. Ahora no alcanza con leer un solo diario; uno tiene que leer todos los diarios, editarlos y quedarse con su versión de lo que sería la tapa del día. Hay algunos periodistas que se martirizan más de lo que corresponde y sacan provecho de esa situación de ponerse en el lugar del perseguido.

Sin entrar en detalles que revelen el final de Betibú, la novela instaura el concepto de “sastre de la muerte”, alguien que paga para que asesinen gente a medida. Nada más se dirá. No se puede ni debe obturar el efecto que generará en los lectores esa instancia decisiva. Sólo está permitido precisar que el supuesto autor intelectual de la idea, en la ficción, es un poderosísimo empresario, Roberto Gandolfini.

–¿Cómo se le ocurrió la cuestión de cómo deben morir las personas, ese sentido de la muerte que le corresponde a cada uno?

–No sé... yo también me quedé pensando, mientras escribía ese capítulo, en cómo sería mi propia muerte, esa idea de que alguien muera de la manera que todos esperaban. Cuando te hacen preguntas como ésta, empezás a elaborar una teoría y en el próximo reportaje lo daré como un hecho cerrado (risas). Creo que tiene que ver con ese saber popular, ese lugar común que dice: “Se la veía venir que éste iba a morir así”. Si fumás, te vas a morir de cáncer; si andás rápido con el auto, te vas a estrolar, y si tenés muchas mujeres, en algún hotel alojamiento te va a dar un infarto y te vas a morir. Este tipo de relato tranquiliza: se murió como se tenía que morir. Pero además me interesaba pensar la pirámide del poder para ver quién es el verdadero asesino. En determinados asesinatos reales una tiene la sensación de que hay alguien que cometió el crimen. Pero ¿esa es la cabeza o hay alguien más arriba?; es la cuestión de hasta dónde llegamos con la red de culpabilidades.

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