Martes, 31 de mayo de 2011 | Hoy
LITERATURA › DOMINIQUE FABRE ESCRIBE HISTORIAS QUE TRANSCURREN EN LOS SUBURBIOS DE PARíS
La mesera era nueva y Los tipos como yo son las novelas del escritor francés que acaba de publicar Beatriz Viterbo, en las que toma como capital narrativo las rutinas de seres que están en el umbral de la periferia, con un pie en el margen social.
Por Silvina Friera
La vida siempre queda del otro lado. Esta epifanía fulgurante brota del torrente de lo cotidiano. La frase, inmensa como un océano, sencilla y a la vez enigmática, podría ser anónima, pero la dice un personaje de ficción, un mozo cincuentón, supersticioso y solitario, de los suburbios de París, en La mesera era nueva, primera novela de Dominique Fabre publicada por Beatriz Viterbo, que también editó Los tipos como yo, en una notable traducción de Adriana Astutti. El escritor francés no huye de los lugares comunes. Lejos de proponerse desconcertar al lector, interpela ese núcleo espeso de sentidos, tantas veces despreciado. Sabe que corre el riesgo de escarbar en lo “cursi”, pero no le importa. Lo que no se puede o quiere escuchar –ni mirar–, las rutinas de seres que están en el umbral de la periferia, con un pie en el margen social, son el capital narrativo de uno de los autores franceses más interesantes de las últimas décadas. “Los tipos como yo –plantea el narrador de la novela homónima– suelen llenarse de melancolía cuando miran a los otros. Después de mi separación, no volví a vivir una verdadera historia de amor.” Cada vez que Fabre empieza a escribir, murmura una consigna: “Esta vez voy a hacer un personaje más enérgico”. El escritor golpea suavemente su pecho con la mano derecha, a la altura del corazón; gesto que repetirá cuando quiera subrayar algo muy importante. “Al final, cuando estoy terminando, me doy cuenta de que mis personajes siempre son melancólicos.”
El hombre de los suburbios, que nació en 1960, esboza una sonrisa ante Página/12. “Yo soy melancólico –admite–. Nuestras vidas se desarrollan en torno a preguntas de las cuales no sabemos las respuestas. Todas las historias consisten en lo mismo: un lugar, una persona y el tiempo que pasa. Esto puede parecer gracioso en un momento, pero al final de cuentas no es nada cómico.” Casi susurra Fabre; es la voz de un tímido que habla (y escribe) como si temiera elevar el tono. En sus dos novelas conocidas hasta ahora por estos pagos de la lengua, la constante es cierta inclinación por criaturas que están en las afueras del tejido social urbano. No son “típicamente” parisinas. “Provengo de los suburbios de París; lo que cuento en mis novelas no tiene nada que ver con Saint Germain-des-Pres. Mis personajes tienen vidas sombrías, silenciosas. Nadie los espera en ningún lado. A mí, la periferia me interesa más que el centro. La vida del centro de París la conoce casi todo el mundo; hay películas, revistas, muchos libros; pero de la periferia nadie habla. Muchos no miran al mozo del bar: le piden un café, una cerveza, y no se interesan por la vida de esa persona; por eso le puse La mesera era nueva a la novela. Si la hubiese titulado El mozo era viejo, nadie la iba a leer.” Ahora sí, el cerco de la timidez se desmorona. Hasta la pelada del escritor se agita con sus carcajadas.
En Los tipos como yo, un oficinista del montón pasó gran parte de su vida sin ver a su hijo y no quiere saber nada con las mujeres. A los 50 años, después de chatear por algunas páginas de encuentros, conoce a una mujer, Marie, una enfermera enferma de cáncer. Y se enamora. “La felicidad no tiene que durar mucho, sobre todo en los libros. Me gusta la idea de Hegel: la gente feliz no tiene historia. La gente triste inventa historias, escribe novelas –compara–. Los países europeos se están deshilachando y los escritores estamos reflejando desde la ficción esa descomposición. A pesar de todo, soy optimista. Los libros no son reemplazables por ninguna otra cosa. Si somos muchos los que leemos, los escritores tendremos larga vida. Aunque creo que no habrá lugar para todos en el zoológico.”
Las escenas de lectura que aparecen en sus ficciones distan de ser tranquilizadoras. La lectura emerge como una dificultad, un escollo que no es fácil sortear. El mozo de La mesera era nueva, que siente que forma parte de los muebles del bar, intenta leer a Primo Levi. “Llegar a leer unas diez páginas no deja de ser una hazaña para un pobre tipo como yo”, dice en uno de esos momentos en que lo asalta el escepticismo. “El mozo se pregunta cómo un escritor que pasó por el infierno de un campo de concentración pudo salir y escribir un libro, y él no puede con su pequeña vida –reflexiona Fabre–. El único lugar donde se siente competente es detrás de la barra del bar. Cuando no tiene más la barra y se pone a leer –que no es fácil, es cierto–, entonces entiende su vida. Tenemos cada vez menos tiempo para la lectura; hay muchas distracciones como Internet, la televisión o el teléfono. Pronto los escritores vamos a estar en los museos, junto a los dinosaurios. Igual no me hago problema porque me fascinan los dinosaurios.”
En la familia de Fabre, el arte de la conversación era un bien que escaseaba. “Mi abuela nos invitaba a comer y creo que apenas recuerdo unas quince frases que dijo. A mí me dan ganas de poner palabras en boca de gente que no habla”, confiesa el escritor, que enseña literatura norteamericana en París. La evocación de esas visitas a la casa de su abuela hilvana la sintaxis de una infancia zarandeada por las adversidades. Sus padres se divorciaron antes de que Fabre naciera. Su padre –a quien recién conoció a los 17 años– estuvo preso por estafa. Hasta los 12 años vivió con una “familia de acogida”. Atravesó la escuela secundaria en un internado. “Cuando llegaba el sábado, me iba a la biblioteca. Como las chicas no me prestaban mucha atención y yo era muy tímido, prefería leer en vez de salir. Era muy malo en el fútbol, tampoco me peleaba ni me destacaba en ningún deporte; así que me incliné por la lectura.” Un viejo dolor estampado en las pupilas impone una breve pausa. En esos segundos en que lo no dicho se subordina a la película insondable de una vida, se podría conjeturar que la estirpe literaria de Fabre está en la línea de combate con la de aquellos autores que terminan aferrados al silencio. “Mi idea es dar la palabra a gente que no la tiene –insiste, para desmentir la precaria intuición de su interlocutora–; tratar de deslizarme en ellos para hablar de ellos y contar sus historias. Después sé que eso no sucede al pie de la letra, pero me gusta pensar así.”
Cuando publicó La mesera era nueva, cada lector sustentaba una hipótesis sobre quién era en realidad ese mozo cincuentón con “pensamientos de viejo” de los suburbios parisinos. “Yo sé de quién estás hablando; es el mozo del bar equis”, le dijo uno, sin chances de apelar. “Es el mozo del bar zeta”, afirmaba otro, tan convencido que quizá daba pena desmantelar esa certeza. Fabre, sorprendido por la cantidad de mozos que proliferaban, optó por no gastar saliva en comentarios sofisticados. Cada loco con su mozo, y todos contentos. “Seis meses después de publicada la novela, entré a un bar y yo mismo me dije: ‘Ese es el mozo –recapitula la instancia en que se produjo la revelación–. La ficción creó a la persona y no a la inversa. Como soy perezoso, es más práctico que sea así; uno crea un personaje de ficción y luego no puede impedir identificarlo con personas reales. Pero la ficción viene antes que los personajes ‘de carne y hueso’.”
¿Será Fabre el “más norteamericano” de los escritores franceses contemporáneos? El no lo confirma ni lo niega; lo deja librado al criterio de cada lector. Sabe que puede controlar lo que escribe, nunca el cómo se lo leerá ni las genealogías que se construirán. A los 20 años, se instaló en la casa de su hermana mayor, que vive en los Estados Unidos. En la Biblioteca de Santa Mónica se devoró a John Fante y a Charles Bukowski, dos “tíos cercanos” cuyas lecturas fueron capitales. “Sabía dónde vivía Bukowski y un día me propuse ir hasta su casa. Pero me tomé el colectivo en sentido opuesto, hacía mucho calor, me insolé y al final desistí”, recuerda. Sus fetiches franceses son Guy de Maupassant y Louis-Ferdinand Céline. “Durante mucho tiempo Céline fue como un Dios para mí –reconoce–. Ya no lo leo más porque tengo todas sus frases en mi memoria.” Hace poco más de 15 años que encontró su lugar en el mundo editorial. Antes de que lo descubrieran, aguantó con estoicismo cada uno de los rechazos que le propinaron. “Cuando me avisaron que publicarían mi primer libro, estaba haciendo compras. Mi esposa corrió hasta el supermercado y me dijo que tenía que llamar enseguida. Entonces salí con las bolsas y me olvidé de pagar. Es verdad –aclara ante lo inverosímil de la anécdota–; estaba muy contento.”
En el encuentro con su primer editor, a mediados de los años ’90, Fabre vio una pila de manuscritos a punto de derrumbarse. “Si hubiera agarrado éste –le dijo mientras escogía al azar uno de los textos–, no te publicaba a vos.” ¿Por qué se escribe tanto? “La gente quiere dejar una huella y me da la impresión también de que escribiendo cree que se va a curar de un ‘mal’ –explica–. Cada cual quiere existir como persona; para muchos, cada vez más, la escritura forma parte del desarrollo personal. Pero el mundo según el psicoanálisis es aburrido: ‘mi padre era malo’, ‘mi mamá estaba un poco loca’, ‘mi marido era un idiota’... Son esas historias, siempre las mismas historias.”
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