Martes, 2 de agosto de 2011 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR ASTURIANO RICARDO MENéNDEZ SALMóN
En La luz es más antigua que el amor el autor expresa su fascinación por el pintor abstracto Mark Rothko. “Es muy tentador para el escritor coger ese pedazo de historia que está encerrada en las dos dimensiones del lienzo y dotarla de palabras”, sostiene.
Por Silvina Friera
Un fogonazo estremecedor, un “viaje al fin de la noche” y al principio de una vocación. ¿Atesora el rostro del escritor asturiano Ricardo Menéndez Salmón esquirlas de la impresión que le generó la lectura de la novela de Céline cuando tenía 18 años? Su mirada aún cabalga entre la sorpresa y el temblor frente a ese paisaje imperecedero en el que enunció íntimamente –y tal vez para el “mundo”– que se dedicaría a escribir. Aunque entonces no supiera hacia dónde encaminar la chispa de esa iluminación. “Lux antiquior amore”, una frase en latín que sirve en bandeja el título de su última novela, La luz es más antigua que el amor (Seix Barral), está en la entraña de un texto que ensambla la vida y la obra de Mark Rothko, el pintor abstracto por antonomasia del siglo XX, con dos pintores ficticios: el toscano Adriano de Robertis, del siglo XVI, que comete la “blasfemia” de pintar una virgen barbuda para espanto de la iglesia, y el ruso Vsévolod Semiasin, “prueba del abismo”, tal como lo manifiesta en una carta fechada el 11 de septiembre de 2001, en la que revela las razones de su locura en la “Era del Desconsuelo”. El cuadro protagónico lo completa un escritor llamado Bocanegra, alter ego fantasmal de Menéndez Salmón, que en un discurso consagratorio afirmará que la literatura “sirve para consolar, para librarnos de la aflicción de un mundo en el que la dignidad es crucificada todos y cada uno de los días”. El escritor asturiano desgrana la trastienda de su última novela desde la fascinación que cultiva por las obras de Rothko. “En el discurso de Rothko hay una apelación al misticismo; de hecho a él le aterraría un libro como el mío porque negaba cualquier posibilidad de interpretación de la obra estética. La obra estética era una especie de impresión que no pasaba por la razón, sino que iba directamente a las emociones”, plantea el escritor a Página/12. “Me interesaba esa tensión entre el éxito en vida de Rothko, que fue reconocido por la academia y por cierta elite, y sus conflictos por convertirse en un artista frente a otros maestros como Milton Avery, a quien siempre admiró mucho y que había recorrido un camino más callado. Las circunstancias personales de Rothko también invitaban a reflexionar por qué un hombre en la cumbre de su reconocimiento, de su genio, de su trabajo, encuentra el suicidio como escape. Todos estos elementos dibujaban una atmósfera sugestiva del conflicto del creador con su obra, con su tiempo y consigo mismo”, subraya Menéndez Salmón, nacido en Gijón (1971), autor de tres novelas, La ofensa (2007), Derrumbe (2008) y El corrector (2009), que conforman lo que la crítica española ha catalogado como la Trilogía del mal.
–La pintura siempre ha sido el arte más seductor para el escritor; de hecho hay muchísimos escritores que se han acercado a la pintura; Balzac, Thomas Bernhard, Peter Weiss, John Berger, Manuel Mujica Lainez. La pintura siempre ha encerrado una promesa de ser dicha de alguna manera; es muy tentador para el escritor coger ese pedazo de historia que está encerrada en las dos dimensiones del lienzo y dotarla de palabras. Para mí fue un reto, en ese sentido, sumarme a la abstracción, que parece plantear otro tipo de problemática: cómo nombrar una pintura de Rothko.
–Esta novela es muy de nuestro tiempo; a nivel arquitectónico, estructural, organizativo asume las enseñanzas de las líneas de fuerza de la narrativa contemporánea, eso que se puede llamar la posmodernidad literaria. Pero su sustancia, lo que la dota de contenido, entra en diálogo con otro tipo de tradición literaria más acendrada, más asumida en modelos más antiguos, de finales del XIX y cierta novelística del período de entreguerras. Quizá la peculiaridad del libro radica en que se compadece de los modos de narrar contemporáneos, pero la sustancia que lo habita es más poderosa que la que llena muchas ficciones contemporáneas.
–En el algún momento de la escritura, como una especie de fogonazo, casi de iluminación, se me impuso esa frase, una frase muy sonora porque es un endecasílabo de arte trocaico, que es más sonoro: acaba en aguda y gana la undécima sílaba a través de la acentuación. Uno de los temas que aparece bosquejado es la finitud antropológica, esa idea muy desencantadora pero muy pregnante de que el tiempo humano es posterior a la existencia de la luz y que morirá antes de que la luz desaparezca. Tiene algo muy bello y al mismo tiempo vacío, la imagen de un mundo en que ningún ojo humano contempla los fenómenos de la luz. Pero según la novela iba creciendo, me daba cuenta de que frente a esa limitación, a esa finitud del hecho biológico, el arte se propone como lo que nos permite trascender. La luz es más antigua que el amor, pero el arte puede aspirar a durar tanto como la luz. El arte en la novela opera como esa instancia que nos permite ir más allá de nuestras condiciones biológicas y entrar en una tradición más amplia. Este es un libro ateo que no propone una trascendencia espiritual, sino una trascendencia secular a través de la obra de arte.
–Efectivamente, por eso decía que siendo una novela que por estructura es posmoderna, las convicciones que a mí me mueven como escritor vienen de otras tradiciones. Por supuesto que no creo que el “gran discurso” haya muerto; al contrario: esa bandera que ha levantado la posmodernidad académica es perversa y enormemente conservadora.
–Nos recluye en el “aquí” y el “ahora”, demanda de nosotros presentismo y nos convierte en seres egoístas. La idea de que no hay futuro, de que no hay posteridad, genera individuos egoístas por definición; nos obliga a mirarnos y a decir que “si no hay nada vamos a apurar esto”, pero no como hicieron otras filosofías, pienso en el epicureísmo, que no creía en ningún tipo de trascendencia pero cultivaba un “aquí” y un “ahora” en un plano no exclusivamente material.
–Precisamente porque está tan presente, ya no se la ve. La redundancia de lo real al final la convierte en invisible. Cuando era niño, no sólo me parecía inconcebible que el mundo hubiera existido antes de mí, sino que me parecía inconcebible que el mundo existiera al margen de las personas que lo habitaban. El descubrimiento de la historicidad de nuestra especie es una enseñanza que te nutre de un montón de imágenes. Yo pienso, ¡joder!, que estamos educados en la cultura de la ignorancia. Recuerdo a Raquel Welch peleando con dinosaurios y cuando uno descubre que eso no sucedió nunca, ¡qué decepción! (risas). Esta diferencia entre el tiempo de la naturaleza y el tiempo de la humanidad me ha parecido enormemente sugestiva. Una de las novedades que ha entrado con más fuerza en el mundo de la literatura en los últimos años son las metáforas que la ciencia y la tecnología regalan, que estaban ausentes en la literatura en buena medida hasta hace poco. Estoy pensando en (Thomas) Pynchon o Don DeLillo, dos autores que organizan prácticamente todo su imaginario en torno a la tecnología y la ciencia.
–Esa pregunta la tengo resuelta en mi vida cotidiana hace tiempo: Dios no juega ningún papel en la economía del horror sencillamente porque desde mi punto de vista es un fantasma; una construcción humana que en muchos casos garantiza precisamente esa impunidad en la que nos movemos. Cuando Benedicto XVI fue nombrado Papa, visitó Auschwitz y pidió perdón a la comunidad judía por el silencio de Dios. ¡Pero lo de este hombre es demencial!, eso es un sofisma. Por eso la maldad en mis novelas me ha interesado afrontarla desde el punto de vista de la inmanencia, cifrarla y encarnarla en elementos tangibles y concretos, porque mi convicción es que el “mal” y el “bien” se ejecutan y se padecen en la estatura de los hombres. No hay por qué inventarse ningún otro horizonte a una herida que es nuestra.
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