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Lunes, 29 de agosto de 2011

LITERATURA › ENTREVISTA A LA ESCRITORA ESTADOUNIDENSE SIRI HUSTVEDT

“Me doy cuenta de que puedo jugar con mis síntomas”

La autora de La mujer temblorosa o la historia de mis nervios analiza el sentido de la crónica-ensayo que publicó sobre su dolencia y reflexiona sobre cómo el paciente se ve afectado por la interpretación que la sociedad hace de sus achaques.

 Por Silvina Friera

“Te quiero tanto...” Estas fueron las palabras que logró articular Siri Hustvedt. Se las dijo a su padre, a través del teléfono. La peregrina idea de decir algo que fuera memorable sucumbió ante la inminencia de la despedida. Al día siguiente, el escritor Lloyd Hustvedt murió. Su hija, como le había prometido, escribió el texto que debería leer durante el funeral. Lo leyó con voz firme, sin derramar una lágrima. Dos años después le tocó hablar de su padre en público. Fue en su ciudad natal, Minnesota, en el campus de la Universidad de St. Olaf, donde Lloyd había sido profesor del departamento de Filología noruega durante casi cuarenta años. Y empezó a temblar descontroladamente de la cabeza a los pies. Sus brazos se agitaban de forma desmedida. Sus rodillas chocaban una contra otra. Temblaba como si fuera presa de un ataque epiléptico. Lo curioso es que ese temblor no afectaba su dicción. Hablaba como si siguiera impertérrita. Su madre comentó que parecía que la estaban electrocutando. Los desórdenes en el sistema nervioso no eran una novedad. Un antiguo miedo regresaba, un residuo alojado en su memoria. Aún recuerda cuando una compañera de colegio le confirmó que jamás había tenido dolor de cabeza. La princesita nórdica, convencida de que las terribles migrañas que ella padecía eran patrimonio de la infancia, se quedó de piedra. Esa vez no tembló. No había leído entonces a Wittgenstein, pero esa debilidad de su personalidad, esa “falla”, la llevó a parafrasearlo: “De lo que no se puede hablar, mejor es callar”. Después se interesaría por la neurología y la psiquiatría. Pero antes, adolescencia mediante, escribió poemas y se atrevió a proclamar que sería escritora en una entrevista que le hicieron en un periódico de Minnesota. Y Siri cumplió. Sus novelas han sido elogiadas nada menos que por Salman Rushdie y Don DeLillo. La mujer temblorosa o la historia de mis nervios (Anagrama), lo último que publicó, es un “libro erudito, fascinante, que hace que la relación mente y cuerpo nos asombre aún más”, ha dicho el gran maestro de la neurociencia, Oliver Sacks.

“Yo soy una outsider”, dispara Hustvedt y sonríe con la impunidad que le confiere ser la mujer temblorosa que desmonta el críptico lenguaje de la neurociencia y adyacencias. Además de repasar sus propios sufrimientos psicosomáticos y la pertinaz búsqueda de un diagnóstico para esa dolencia que no parece tener una causa física, en su último libro la escritora estadounidense rastrea, como una detective insaciable, la evolución histórica de la histeria, la epilepsia y la afasia, cuestiona la relación mente y cuerpo y los métodos de diagnosis. Y, a la manera de Susan Sontag en La enfermedad como metáfora, reflexiona sobre cómo el paciente se ve afectado por la interpretación que la sociedad hace de sus achaques. No es la primera vez que está en Buenos Aires. En 2002 acompañó a su marido, el escritor Paul Auster; en 2006 estuvo en el estreno de la versión teatral de su novela La venda, adaptada y dirigida por la actriz Gabriela Izcovich. Invitada en esta ocasión por la Fundación Osde, la autora de Todo cuanto amé y Elegía para un americano, dialogó con Luisa Valenzuela sobre la escritura y el cuerpo.

“A menudo me sucede que, cuando un texto me sale con fluidez, pierdo la noción de lo que estoy escribiendo; las frases surgen como si fueran ajenas a mí, como si fuera otra persona quien las escribe”, se lee en La mujer temblorosa. “La sensación de rapto me sobreviene varias veces durante la redacción de un libro, casi siempre cuando estoy a punto de finalizarlo. No escribo; soy escrita.” Hustvedt revela que fue un “placer” escribir esa crónica-ensayo sobre su dolencia. “Sentí que podía realmente bailar al pasar de la filosofía a la neurociencia. Me doy cuenta de que puedo jugar con mis síntomas, en serio, ¿eh? El libro es como un juego intelectual”, cuenta la escritora en la entrevista con Página/12.

–¿Se puede jugar con un síntoma tan complejo como el hecho de ponerse a temblar?

–Sí, se puede jugar con cualquier síntoma; en realidad, nunca pensé que me estaba muriendo. Después de haber tenido una convulsión mientras estaba escalando una montaña en Francia, de repente me planté y me dije: “Espero que esto no sea una enfermedad neurológica degenerativa”; entonces el libro habría sido muy diferente. Si te enfrentás con tu muerte inminente, no podés jugar de la misma manera. Bueno, quién sabe... pero hasta ahora no fue algo mortal (risas). No hay un diagnóstico real, pero con mi neurólogo decidimos que, aunque no lo sabemos, está bajo control. La gente que tiene enfermedades terminales no juega de la misma manera. Pero el síntoma me pareció fascinante desde el punto de vista teórico.

–Hay un caso que recuerda en el libro, el de Neil, un chico de 13 años que después de someterse a una radioterapia para combatir un tumor cerebral continuó hablando con normalidad, pero su capacidad de lectura se vio deteriorada. Lo asombroso es que cuando habla es amnésico, pero cuando escribe se acuerda de lo que el resto de su ser había olvidado. Parece un “caso literario”, ficción pura, ¿no?

–Sí, y los científicos que trabajan con Neil tienen muy pocos antecedentes. Es un ejemplo contemporáneo de lo que en el siglo XIX era la escritura automática. La persona escribía un montón de material, pero no era consciente de que lo estaba haciendo. Yo me refiero a la experiencia de la escritura automática en el caso de Neil, que tiene implicancias comunes con los escritores que se sienten poseídos.

–¿Cuándo comenzó a explorar esta zona de la psiquiatría, la psicología, la neurociencia, la etiología?

–Durante mucho tiempo leí sobre estos temas, desde la secundaria en realidad. No entendía todo; no es que tenía 15 años y de repente era mágicamente inteligente. Cuando estudié literatura, me interesé también por las experiencias místicas, la neurología, la epilepsia; y cuando escribí mi tesis en Columbia sobre Dickens estaba leyendo sobre cuestiones relacionadas con la afasia, el lenguaje, las palabras. Con la explosión de la neurociencia pensé: “Sería interesantísimo poder leer estos trabajos”. Y así me transformé en una estudiante de neurociencia. Iba a congresos, a grupos de discusiones, tenía diálogos con neurocientíficos y aprendí un montón en doce años; un tiempo en el que trabajé muy duro porque todas las semanas leo un montón de textos científicos.

–¿De qué modo se enfrenta con esos lenguajes científicos? ¿Usted apuesta por un diálogo multidisciplinario?

–Sí, porque me parece un error plantear divisiones entre lo fisiológico y lo psicológico; levantar muros entre lo interior y lo exterior. Habermas habla de la “cultura experta”: tenemos un montón de campos y cada uno desarrolla su propio lenguaje, lenguajes que resultan impenetrables. Para mí es muy importante la intercomunicación, la conversación; que los filósofos se comuniquen con los lingüistas y con los científicos, porque así tendremos modelos teóricos múltiples. Sueño con un gran diálogo multidisciplinario en el que la cultura, el lenguaje, el cuerpo y la mente interactúen al mismo nivel. Si se analiza un mismo tema a través de modelos teóricos múltiples, se pueden ver las falencias del sistema. Y esto es lo interesante: poder llegar a una verdad, pero escrita en minúscula, de cómo funcionan las cosas.

–¿Cómo reaccionaron los científicos ante su interés? ¿La siguen viendo como una intrusa que los incomoda?

–Yo soy una outsider (risas), pero hay cuestiones que debo aclarar. En Estados Unidos los científicos son los maestros de la cultura; la gente los admira. Uno de los placeres de tener diálogos con los científicos más abiertos es que les entusiasma mucho que venga alguien de afuera, capacitada en filosofía y literatura, para hablar de ciencia desde otro punto de vista. Tuve y tengo conversaciones muy interesantes con un neurocientífico francés, y no estamos de acuerdo en todo. El está influido por la teoría computacional de la mente, pero yo no estoy de acuerdo. Yo vengo de otra perspectiva filosófica.

Siri rechaza que le sirvan otro café. Agita las manos como si el fantasma de la cafeína pudiera boicotear su sistema bajo control gracias a los betabloqueantes. Uno de los debates que más le interesa dar es en torno del efecto placebo. “Nadie se refiere de manera correcta –subraya la escritora–. La ciencia dice que hay un efecto placebo y además hay drogas; es decir que una buena droga debe superar el efecto placebo. ¿No es parte de la realidad humana lo que se ubica en lo que nosotros pensamos que es placebo? Sí, pero los científicos no piensan de esta manera. Se hizo un estudio con dos grupos de pacientes hospitalizados. A un grupo la enfermera les dijo que le iba a poner un placebo en la sonda. En el otro grupo, el médico habló con los pacientes acerca del efecto placebo antes de suministrárselo. Los dos grupos mejoraron, pero los que habían hablado con el médico mejoraron más. ¿Qué es lo que está sucediendo? ¿Es un pensamiento consciente? ¿Es una sugerencia preconsciente? No sabemos cómo funciona este efecto que va de arriba hacia abajo. Es un territorio que tiene que enmarcarse desde el punto de vista teórico y filosófico. El cerebro no es una computadora; es una mala metáfora decir eso.”

De Todo cuanto amé a La mujer temblorosa, Hustvedt pegó un salto narrativo y optó por una primera persona más íntima y despojada que se anima a decir “yo soy la mujer temblorosa”. La escritora escucha el comentario y retruca: “Yo sentí lo opuesto, para mí La mujer temblorosa no es una confesión”.

–Es cierto: no es una confesión, pero expone una cuestión incómoda para la mirada de los demás, una fragilidad que no es ficción.

–Quizá sea tonta, pero todos tenemos una fragilidad, yo no me creo una excepción. Cuando tenés una gripe, sentís que una cosa extraña te atacó, pero cuando la enfermedad está adentro te pertenece, está incorporada, es parte de tu ser. La fragilidad es algo humano universal, después están las particularidades. No hubiera escrito La mujer temblorosa si no pensara que tendría cierta resonancia. Si fuera acerca de mi rareza, no creo que hubiera escrito el libro porque no sería interesante para mí. Estoy interesada en mí misma pero como marcador de una experiencia humana.

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“Lo interesante es poder llegar a una verdad, pero escrita en minúscula, de cómo funcionan las cosas.”
Imagen: Lucía Baragli
 
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