Martes, 30 de agosto de 2011 | Hoy
LITERATURA › FERNANDA GARCíA LAO HABLA DE VAGABUNDAS, SU CUARTA NOVELA
La escritora nacida en Mendoza y criada en España imaginó una excepcional criatura que decide cortar las amarras que la retienen en un yermo hotel de la costa bonaerense en busca del “cuarto propio”, incluso cuando eso implica dejar a su hijo.
Por Silvina Friera
La anarquía la besó en la boca cuando murió su padre. Las pupilas encendidas de Fernanda García Lao –espíritu indomable y errante– iluminan esa revelación de su exilio en Madrid. A los 16 años, el terremoto de esa muerte inesperada abrió una fisura. Y las puertas de todos los permisos en la antesala del destape español. Antes de que su pelo se erizara en la cresta punk y adoptara los borceguíes, tal vez garabateó mentalmente una frase que aparece en Vagabundas (El Ateneo): “La libertad es un derecho inalienable, salvo cuando uno se enamora”. Eusebia Escobar, excepcional criatura imaginada por la escritora y narrada por los otros, decide cortar las amarras que la retienen en un yermo hotel de la costa bonaerense en busca del “cuarto propio”. No habrá hijo ni hogar que le impida perseguir la estela de sus heroínas de carne y hueso –Ludfila Booz, Sylvia Brooke, Isabelle Eberhardt, Elizabeth Cochran, Isabella Bird Bishop, Emilia Helguera y Eugénie David–, ilustres fugadas, exploradoras, viajeras, periodistas, escritoras, cantantes, cuyas biografías serán recopiladas e intervenidas por la propia Eusebia en su “Tratado de la errancia”, la tercera parte de esta superpoderosa y ecléctica novela que obtuvo una mención en el Premio Internacional Letra Sur 2010.
García Lao, nacida en Mendoza en 1966, vivió en Madrid desde 1976, entre los 10 y los 20 años. “El concepto de mundo se abrió –recuerda–. La historia se llenó de príncipes, dinastías y batallas de las que no tenía ninguna referencia. Y en la literatura también, con el Siglo de Oro. Mi madre es española y mi padre era argentino, o sea que ya vengo con esa impronta del ‘no lugar’. Mis padres se conocieron en el Atlántico, en un barco. De ahí en más, el rumbo ha sido incierto.” La carcajada recompone el rostro de la adolescente que fue, cuando sintió que la anarquía la besaba en la boca. El primer intento de regreso a sus pagos natales fue en 1986. “Viví un año muy punk. Yo andaba con los pelos parados, los borceguíes, y no fui muy bien recibida por el paisaje andino”, ironiza la escritora con su dicción marcada a fuego por la pronunciación de la zeta, como si fuera española. En el ’87 rumbeó hacia Buenos Aires y se quedó hasta el ’91. Otra vez el cambio de timón la condujo a Madrid. “La mayoría de mis amigos se habían sumado al mercado, al progreso económico, se habían normalizado. Yo pensaba: ‘¿me habían prometido el paraíso y qué pasó?’. Llegué tarde.”
Decepcionada por la esclerosis galopante de la movida española, en el ’93 eligió instalarse definitivamente en Buenos Aires. “Acá hay un permiso para la deformidad que me interesa; hay más formas de vivir. En España, en cambio, hay una regularización del pensamiento, una uniformidad que atenta mucho contra el arte. Prefiero esa mezcla que se ha producido en mi cabeza, un desvío regulado desde algún lugar. No quiero perderme porque sí, sin poder contarlo”, aclara la escritora, actriz y dramaturga. García Lao imaginó a alguien escribiendo porque no se puede ir. Ese es el antecedente lejano de Vagabundas, su cuarta novela, abierta “a lectores nómades y erráticos”, como avisa en la primera página. “En realidad, hay algo de la tarea del escritor que se parece, en el sentido de que construís un montón de batallas que no vivís literalmente –plantea–. Empecé a encontrar, desde el punto de vista más documental, un montón de mujeres que en 1904 habían estado generando otra manera de entender el mundo y lo femenino; una nueva ruta para pensarse, perderse y no ser útil a una construcción social estática. El recorte biográfico que se hizo de estas mujeres parece ficción pura. Me di cuenta de que me interesaba que un personaje de ficción contara a un personaje real, dar vuelta el asunto”.
La autora de las novelas Muerta de hambre, La piel dura y La perfecta otra cosa subraya que el personaje de ficción la liberaba de tener que ser “correcta”. Y entonces irrumpió Eusebia Escobar, vestida con una especie de mameluco desteñido y con una valijita de cuero, en el momento en que le anuncia a su hijo que se va. Y que probablemente nunca regrese. Demetrio, el hijo, pronto se convertirá en un “leedor de errancias”, traductor y heredero del legado materno. García Lao explora el potencial del género epistolar en la segunda parte de la novela. “Como me fui chiquita y en un momento en que la vida postal todavía tenía entidad, tengo muchas cartas recibidas –explica–. Busqué las primeras cartitas de mis amigas mendocinas y tomé una como modelo para la novela. Me he mudado más de veinte veces, he dejado libros, ropa, muñecos, pero nunca las cartas.”
–Sí, esas cartas deben ser la prueba más clara de que el tiempo pasó. Cuando empecé la novela, probé muchas formas de armarla y decidí que fueran como tres libros en uno, porque había mucho material, muchos personajes y mucha información. En mis anteriores libros siempre escribí en primera persona, pero en esta novela me dije: no solamente no va a ser una primera persona, sino que el personaje central no está; otros cuentan su vida.
Cuando estaba terminando de escribir la novela, le llegó un manuscrito de Australia, donde vivía su tía, la hermana de su mamá. “Ella escribió su vida y me la envió por correo –revela García Lao aún sorprendida–. Fue muy fuerte porque era su vida, no era ficción. Entendí entonces la potencia de la primera persona, la unilateralidad: es irrebatible, por más que sea todo falso. A veces siento que mi ficción convoca a la realidad, como si fuera al revés.” La escritora supone que ese hallazgo le dio una pátina de tristeza a Vagabundas. “No modifiqué estructuras ni diálogos, pero me dio el aval de que lo que estaba escribiendo se acercaba a lo que uno siente cuando recibe algo del que no está.”
–El legado ajeno no sirve; te cuenta una serie de experiencias que en definitiva son ajenas. Demetrio descubre una persona que no sabía que era su madre, como nos pasa un poco a todos. Somos medio desconocidos, por más que tengamos un buen diálogo. Yo soy hija y madre, y cambié mucho al ser madre. La maternidad es una de las empresas más difíciles y complejas. A mí, lo que más me costó fue aprender la responsabilidad, porque yo era muy rebelde. Soy rebelde, me sigo sorprendiendo, tengo pequeñas rebeldías estúpidas que no he podido domesticar. No me gusta sentirme parte de ningún grupo ni adscribir a nada que me exceda o que no entienda las motivaciones más sensibles. Me costó mucho reconocer referentes. Vengo de la actuación y ahí el maestro tiene una manera muy peligrosa de moldear espíritus a su imagen y semejanza. La gente suele permitirse la locura propia, pero no soporta la locura ajena. A nivel artístico, es evidente que uno trabaja con materia inflamable; entonces creo que hay que hacer la ruta sola. Me gusta que me den las herramientas, pero no que me digan lo que tengo que hacer.
–Mis acompañantes son todos aquellos portadores de libertad y de cierta incorrección. Fue muy placentero cuando descubrí a Gombrowicz, cuando leí el teatro del absurdo, cuando fui a ver a Kantor, cuando leí a Simone de Beauvoir. Ricardo Bartís sigue siendo incorrecto y muy lúcido. Cuando vi Postales argentinas, antes de volver a Madrid, me dije: “¡Qué suerte que haya tipos así con otra manera de construir lo teatral!”. Bartís te da ese permiso de trabajar a partir del estado, más allá de la línea narrativa y de cualquier lineamiento actoral. Aunque no estoy actuando ni dirigiendo porque estoy muy tomada por la literatura, de la actuación me ha quedado ponerme en el lugar del otro y no moralizar.
–El diálogo es el momento más activo de un encuentro. Si pongo un diálogo, necesito escuchar cómo me hablan. Es raro porque tampoco puedo decir que no soy realista, sino que tengo otra forma de entender la realidad. Asumo que es imposible ser realista, después cada uno se las arregla como puede. Algunos pretendiendo dotar a su texto de una supuesta realidad; otros, como en mi caso, construyendo la propia realidad. Que para eso uno escribe. Me parece que el terreno literario está muy conservador, si pensamos que tuvimos locuras como el surrealismo y el dadaísmo; hubo permisos que ahora no se tienen. La novela es un género receptivo a la experimentación, entonces no entiendo por qué limitarse a lo previsible. Estoy muy atenta a de dónde vengo. Y a no repetirme, por más que pueda reconocer una voz. Primero necesito tener la arcilla, después pongo en funcionamiento el automático surrealista. De ahí sale toda una avalancha que intento organizar. Lo que me mantiene muy enamorada de la escritura es que no hay más que riesgos.
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