Lunes, 5 de marzo de 2012 | Hoy
LITERATURA › ALEJANDRO GARCíA SCHNETZER Y SU NUEVA NOVELA, ANDRADE
El escritor argentino, radicado en Barcelona desde 2001, propone una historia de “amor ausente” que experimenta notablemente con el tiempo. El pasado, el presente y el futuro, condensados en un mismo día, el 29 de febrero de 1940.
Por Silvina Friera
El viejo tranvía de amargos pensamientos se pone en marcha. Lucio Andrade –pianista de típica, “un letrista aceptable” devenido en librero– abre los ojos, se despierta. Un día más, como si no le diera mucha vida a la esperanza de esa mañana del 29 de febrero de 1940. Todo es un amasijo de vibraciones, de emociones dolorosas. “¿Hará falta la ausencia para intentar recuperar la plena presencia?”, podría preguntarse el lector no bien comienza a recorrer, junto al personaje, el itinerario de esa jornada, tal vez silbando, para ponerse a tono con las circunstancias, la melodía del tango “Flor de fango” o “Soledad”. Alma hundida en una pena extraordinaria, Lucio viste de oscuro, prolongando el luto por Esther. Preserva un retrato de su mujer, una foto en la que fija su mirada por temor a olvidar su rostro. Y un sombrero que ella le regaló, un canotier “algo pasado de hora” con el que transita por las calles de su viudez. Los grandes escritores cultivan una atmósfera en la que se sienten más a gusto y en su mejor forma; auscultan un estado de ánimo de la lengua que interpretan y descubren como si fuera la primera vez. Ven mejor y más lejos. Alejandro García Schnetzer logra con su nueva novela, Andrade (Entropía), que en un abrir y cerrar de ojos se ingrese a su mundo, un área de influencia que es un enjambre de palabras trémulas, una sensibilidad marginal que paladea el lenguaje del pasado “inmediato”.
La belleza que el escritor infunde a las 76 páginas de Andrade incluye a Villegas, el propietario de la Librería del Sur, hombre de edad, un tanto cascarrabias, flaco, algo torcido y enfermo de gota. Y a Galíndez, el aparcero de Andrade, un muchacho padre de tres hijos que guarda cierto parecido con Luis Cernuda “por el bigote que se había dejado crecer y que no le prosperaba conforme a su ambición”. Cuando escribía su primera novela, Requena –sobre un filósofo del barrio de Palermo que se reúne, a mediados de 1929, con un puñado de jóvenes con aspiraciones poéticas que lo veneran–, García Schnetzer, que vive en Barcelona desde 2001, escuchaba el disco instrumental Los ojos de la noche, de Gustavo Mozzi. Siempre vuelve a esas melodías, como vuelve también a Matiné y a Calma, de Gustavo Ripa, “discos admirables” que lo acompañan. “Esta vez no vi primero el personaje –revela el escritor en la entrevista con Página/12–. Partí de una circunstancia, el amor ausente, y me pareció que un viudo era alguien capaz de interpretar ese destino. Alguien que no pudiera sustraerse al pensamiento, que cargara su desinterés por las voluntades del mundo, por sus representaciones; alguien con pocas certidumbres que lo traccionan.”
–Hay un trabajo con el tiempo que es muy revelador en Andrade: el pasado, el presente y el futuro, condensados en un mismo día, el 29 de febrero de 1940. La novela genera la impresión de estar ante un continuo, una suerte de “tela” que se ha liberado de lo mensurable, de las líneas, de lo cronológico, como si no tuviera derecho ni revés, ni principio ni fin. ¿Qué opina de esta sensación de espesura del tiempo?
–Hubo esa pretensión. En Andrade busqué algo difícil: la relectura. La relectura como una condición para notar correspondencias, o resonancias, que en una sola visita, en fin, se pasarían de largo. Sobre la espesura del tiempo, la reflexión viene de lejos y es habitual cuando escribo. Me acuerdo de que con Andrade tuve también otro propósito: cifrar varios siglos en un día. Pero ese proyecto, afortunadamente, lo echó a perder un rapto de sensatez; al final quedaron algunas ruinas como testimonio.
–Si Andrade pudiera definirse como el experimento de García Schnetzer con el tiempo, ¿cómo resultó esa experiencia?
–No sé cómo juzgar la experiencia... Lo que escribo tiene ambiciones humildes. Quizá no pase de apuntes para una novela; en cualquier caso, esos apuntes se conforman con un recuerdo parcial. Sé que son poco si la imaginación no los mejora... o si quien los lee no disculpa sus carencias. En Andrade, el relato es guiado otra vez por una circunstancia, más que por un argumento; salvo que ahora el protagonista no se queda en la idea, trata de imponerse y avanzar hacia algún lado.
Los ojos de García Schnetzer avanzan hacia un punto del horizonte como si buscaran la semblanza de lo que es eterno. Destilan una peculiar expresión de bruma y ensoñación melancólica. La sensación de prematura vejez que a veces pregona a sus 37 años abreva en las aguas de una singularidad vital. Cuando habla y cuando escribe, no parece de este tiempo. “Fue un día raro el 29 de febrero de 1940, me acuerdo. El cambio de hora venía de antemano por un decreto de Uriburu. También me acuerdo de ese día, el del decreto, allá por el trentipico. ¡Qué jóvenes éramos...!”, ironiza el escritor. “A Celedonio Flores lo llamaban letrista. ‘La atracción del penar y del dolor’, llegó a escribir. Eso es más que aceptable, ¿no es cierto? Pero creo que con Andrade no hubo ascendencias claras, sino más bien preocupaciones. Por ejemplo, la caducidad como destino, el pensamiento como consuelo y decepción. Como consuelo porque regresa lo perdido; como decepción, porque ese regreso es un fantasma que crea la ilusión, ¿no?”
–Villegas escribe unos cuadernos con la esperanza de llevar un diario de su existencia. Registra en algunos pasajes “curiosos desaciertos que salían a su encuentro mientras leía”. Esas anotaciones, ¿podrían ser el diario “apócrifo” de los desaciertos de García Schnetzer como lector?
–Prefiero no saberlo. A veces los personajes toman parte de la lógica o del psiquismo del autor; y para peor, Villegas comparte mis lecturas... demasiada confianza, me parece.
–Las anotaciones del cuaderno de Villegas, ¿surgieron con la escritura de Andrade o ya estaban registradas, garabateadas, incluso antes de Requena, como tentativas de escrituras de una novela?
–De todo un poco. Varias veces me he preguntado qué sentido tiene tomar notas, ¿con qué fin? Es rara esa costumbre de marcar páginas. Sucede que muchas frases, con el tiempo, ya no nos dicen nada. Entiendo que el problema no es la cita, desde luego; sino la emoción perdida de la vez que se leyó. Villegas encuentra un modo de salvarlas todavía, de provocarles un último estertor: corrige la procedencia; y es entonces cuando el ave embalsamada cabecea.
“Sigo la misma empresa que Montaigne, pero con un fin enteramente contrario al suyo –anota Villegas en sus cuadernos–; él escribía sus ensayos para los demás, yo escribo estos pensamientos para mí. Si en los últimos días, cerca del viaje, conservo esta misma disposición, quizá su lectura me recuerde el grato sentimiento que experimenté al escribirlos; de ese modo, haciendo renacer el tiempo pasado, quizá duplique mi existencia.” Villegas podría ser una suerte de pariente de Bartleby del oficio librero: “preferiría no hacerlo”, pero lo hace; desmitifica o le quita el halo ilustrado-romántico al oficio. En uno de los diálogos con Andrade, cuando lo pone al tanto de las minucias del trabajo, le dice: “Haga por caso que éste es el templo de Adam Smith: compramos barato y vendemos a mano armada, usted no se aparta de esa doctrina y nuestra fortuna será ilimitada”. García Schnetzer advierte que Villegas no cree ni en sí mismo. “Todo discurso en torno del libro como un artefacto noble, y noble el lector, y noble el escritor, y noble su prosa, y noble él, y noble tú, que es herencia de las luces, más bien de las falsas luces, Villegas no lo tolera”, subraya el escritor.
–En Andrade perdura su interés por cierto tiempo de Buenos Aires, por el habla de una época que se percibe en palabras o frases como “espichó”, “me tenés patilludo”, “no manyaba” y “campeó la mishiadura” por mencionar algunas en ese inventario en el que recrea un lenguaje, una manera de hablar que son como “sombras errantes”. ¿De dónde viene este interés, que también estaba en Requena , esa especie de nostalgia por los tiempos idos de la lengua?
–Listadas así parecen el vocabulario del hampa (risas). Pero esas palabras las siento cercanas, están en los libros que leo, en la música que conozco, en la charla con algunos amigos, personas de cierta edad y buen decir. Y no sólo esas voces, oraciones enteras, diría; expresiones que son justas y que no tienen reemplazo.
–¿Tiene en su biblioteca algunos de los libros que se mencionan en Andrade, como El casamiento de Laucha, Los caranchos de la Florida y Juan Moreira? Esos libros, ¿están minuciosamente subrayados como Memorias de un vigilante, de Fray Mocho, uno de sus preferidos?
–Claro que están; son obras de referencia, de gran importancia para mí. Ahora bien, esa literatura, leída y memorizada, daña el pensamiento, como si proyectara en uno mismo los ácaros que la roen. No parece ser muy recomendable. La mayor parte de los subrayados destacan expresiones, razonamientos oscuros, que hacen aportes a la desesperación. Pienso en el final de Sin rumbo, de Cambaceres, o ese pasaje de Manuel Gálvez donde Monsalvat recibe cuatro anónimos: “En uno le recordaban que era hijo natural y aludían groseramente a su madre; en otro escupíanle que se había entregado a la mala vida, vivía de las mujeres y era anarquista. Los dos restantes le vaticinaban el manicomio”. Bajo un punto de vista menos literal, el barro de la desesperación puede ser la lentitud y la inconsistencia. Mientras leía las novelas de Richardson, dijo Johnson que sentía ganas de ahorcarse.
–Es curioso el efecto que genera el “esplín” de Andrade. Al integrar a la novela el poema de Tomás de Iriarte, un poeta de la ilustración española, ¿se podría inscribir el ADN de ciertas letras de tango, de cierta nostalgia de la época, de los ’40, como algo más remoto que ya fue registrado en el siglo XVIII y quizá antes?
–Sí, Iriarte en el tango, como también están Bécquer y Lupercio de Argensola. Y no sólo en el tango, diría. Hay un verso de Lope de Vega que dice: “No hay cuchillo como el propio amigo”, lo escribió hacia el 1600... ya anuncia la gauchesca. Hidalgo y Ascasubi seguro lo conocieron.
–Otro detalle de la novela tiene que ver con una escena en la que una madre pregunta por su hijo. A diferencia de Requena, en Andrade se despliega, siempre oblicuamente, lo político. ¿Por qué inscribir a las Madres de Plaza de Mayo en febrero de 1940?
–La muerte es uno de los temas del libro y la política ha sido su principal benefactora a lo largo de la historia. Creo que ése pudo ser el fundamento de la confesión de Byron: “He simplificado mis opiniones políticas, detesto a todos los gobiernos”. De ahí a pedir que se vayan todos hay doscientos años, o más bien un paso solo.
Las pequeñas batallas cotidianas como editor en Libros del Zorro Rojo, un sello de libros ilustrados de Barcelona, calcinó su relación con la palabra escrita. “Mi trabajo consistió durante años en leer y escribir siete horas diarias –recuerda García Schnetzer–. Al caer la tarde, quería hacer cualquier cosa menos tratar con la palabra. Eso también degradó mi gusto por la ficción y por algunos autores que en un tiempo disfrutaba; así empecé a preferir los ensayos, porque no eran la materia de mi trabajo. En los últimos años conseguí mantener a raya el oficio y fui recuperando la simpatía por la palabra. Igual, me temo que han quedado secuelas permanentes.”
–De acuerdo con el humor con que se levanta en Barcelona, hay días en que quiere volver inmediatamente a Buenos Aires, según ha confesado. ¿Cómo sigue esta cuestión? ¿Vislumbra un posible regreso?
–Todo sigue más o menos igual, algunos días son más duros de sobrellevar que otros. Desde luego quiero volver, y voy a volver. Parte de lo que extraño de Buenos Aires ya no está; la ciudad cambió y yo también, pero lo que permanece... eso es otra cosa. Días atrás caminaba por Agronomía, la Avenida de las Casuarinas, la calle Tinogasta, la niebla por la mañana, y en todo momento estaba el pensamiento de no tener eso a mano. Encima algunos amigos de Barcelona se están yendo; lo dejan a uno haciéndole el favor al continente.
–Cuando usted se instalaba en Barcelona, España resultaba tal vez “más amable” para vivir que la Argentina del 2001. Pero el país que condena al juez Garzón y aprueba una reforma laboral feroz en un momento en que tiene una triste cifra histórica de desocupados es una sociedad que está más muerta que viva, ¿no?
–Nunca atribuí amabilidad a los países; la amabilidad es un don escaso que a lo sumo reconozco en cierta gente. Hasta hace algunos años, en las principales ciudades de España cundía un consumismo deplorable; la sociedad no parecía descender del simio, sino más bien ir hacia él. Ahora una parte de esa sociedad comenzó a tomar conciencia y se acercó a otra parte que ya la tenía. En ese sentido, bienvenida sea la multitud, su voluntad, su protesta; ojalá pueda nacer algo nuevo, menos inhumano. Pero lo dudo seriamente. En España, el pesimismo es lucidez.
*Andrade se presentará el próximo miércoles a las 19 con Carlos Sampayo, en la librería Eterna Cadencia (Honduras 5582).
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