Lunes, 5 de marzo de 2012 | Hoy
LITERATURA › OPINIóN
Por Juan Gelman
¿Y esto? ¿Es una novela corta, como las Ejemplares de Cervantes? ¿Es un cuento largo, como “Bola de sebo”, de Maupassant? ¿Es una nouvelle, palabra que inventaron los franceses adictos a la medición de un escrito por número de páginas? Andrade escapa a cualquier magnitud. Es Andrade nomás, una narración que excede su propia narrativa por todo lo que pone en juego a partir de un hombre que no consigue convencer a la mujer que amó de que está muerta. Las aventuras del relato son insólitas: minihistorias dentro de la historia no subordinadas a la trama central, sino como sucesos que la callan y alimentan; citas filosóficas de autores del siglo XVI o XVIII, títulos inventados de libros que no se escribieron; versos de Le Pera y de Iriarte, del Martín Fierro y Juan Moreira en boca de los personajes, que entran sin comillas y como anillo al dedo de cada situación; mezcla de palabras que juntan “hundióse”, “no campeó la mishiadura”, el “canotier” que expiró con Maurice Chevalier, y un hablar porteño que dedica altisonancias a decires corrientes: “Se me agarrotan las cervicales”, sí. ¿Qué muestra esta fábrica de hallazgos, sino los agujeros, los olvidos y los límites de la lengua?
Y no falta la referencia a la argentinidad, al llamado ser nacional, a “nuestra común condición rastacuera, mitad hija de Europa, mitad hija de la campaña”, dice un lector en procura de la obra que explique a fondo el tema. El librero le pregunta si está buscando El manuscrito Voynich, escrito por un autor anónimo en el año 1404 en un idioma incomprensible de alfabeto desconocido que viene rompiendo en vano la cabeza de sus descifradores. La mención nada tiene de casual. Es que el verdadero protagonista de Andrade no es Andrade, es el lenguaje. El autor le descubre una arquitectura propia de la que brota la ironía como agua de manantial, una ironía que es pariente íntima del humor, afilada y a la vez compasiva, y hermoseante porque logra que alguien pinte de verde las alas de un gorrión. Nadie se llame a engaño: bajo el relato explícito subyacen otros, tristezas conmovedoras de la pérdida, guiños literarios de gran comicidad, reflexiones y preguntas sobre el ser humano y el mundo, los tiempos del pasado que modifican el presente que lo modificó, presagios de un futuro que fue. Alejandro García Schnetzer logra que el dolor sonría, con una finura de estilo que alcanza lo que Juan María Gutiérrez persiguió toda su vida: la difícil sencillez.
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