Domingo, 15 de abril de 2012 | Hoy
LITERATURA › CARLOS YUSHIMITO Y LECCIONES PARA UN NIÑO QUE LLEGA TARDE
La revista Granta lo incluyó entre los veintidós mejores narradores jóvenes en español, pero el autor peruano es el primero en desconfiar de esas categorizaciones: “El escritor tiene que concentrarse en su desarrollo; la escritura es un aprendizaje”.
Por Silvina Friera
Las palabras se abren paso en cámara lenta. En la voz de Carlos Yushimito se cuela una nota de timidez. Como si hablar fuera un exhibicionismo demasiado impúdico. Del brazo derecho del escritor peruano, uno de los cuentistas más osados de su generación, asoma un tatuaje: las letras del apellido japonés de su abuelo paterno, que emigró a Perú durante la II Guerra Mundial, fue expropiado y estuvo a punto de caer en la trampa de una muerte garantizada en un campo de concentración. Ese abuelo que no conoció pero nutrió su imaginario llegó a Lima con una mano atrás y otra adelante. La lengua se enredaba en su paladar. No podía ni siquiera emular las lúgubres sonoridades del castellano. Pero algo balbuceó. Alguien anotó lo primero que le sonó o creyó escuchar: Yushimito. El error cristalizó su grafía en esa vida y en la estirpe que vendría. “El apellido original era Yoshimitsu, que significa ‘el que tiene suerte’; tatuarlo en mi cuerpo fue adquirir una conciencia mayor de mi origen”, revela el autor de Lecciones para un niño que llega tarde (Duomo), la caja de Pandora de un gran narrador que sorprende con once relatos magistrales de un aura tan siniestra como onírica. Un niño pianista descuartiza insectos –el más felisbertiano de los relatos–, “el niño que cojeaba, pero seguía renca, torpemente, la música sin poder alcanzar nunca el ritmo necesario”. Chico Pires, que protagoniza una gesta legendaria ante la mirada de los habitantes de una favela, es un Prometeo moderno brasileño en la voz de un trovador que se resiste a dejar morir al héroe. Hay más historias con niños siniestros, perversos y naturalmente encantadores.
Cualquier murmullo o sonido metálico que emana del bar de Recoleta conspira contra la audición de lo que dice Yushimito, invitado por el Ministerio de Cultura porteño para participar del ciclo La Ciudad Contada. El escritor peruano dista de estar subido a la cresta de la ola que provocó el listado de la revista Granta, que lo incluía entre los 22 mejores narradores jóvenes en español, menores de 35 años, con al menos un libro publicado. La etiqueta “generación Granta 2010” encendió el interés por su último libro de cuentos. El propio autor, que desde 2008 reside en Estados Unidos, sabe que esos listados pecan de arbitrarios y no son más que una brújula modesta en arenas movedizas. “El cuento tiene más cercanía a la poesía de lo que se cree, por su capacidad de condensar y por la exigencia del lenguaje”, plantea Yushimito en la entrevista con Página/12. “Se dice que un cuento debe tener una estructura muy sólida en cuanto a aperturas y a cierres. Mis cuentos, en cambio, son más abiertos; no trabajo tanto el aspecto argumental como el atmosférico. Y ésa es una herencia de mis lecturas poéticas.”
–La pregunta final del cuento “La isla”, “¿Qué dirá cuando la lancha toque por fin la tierra?”, deja al lector la puerta abierta en el punto exacto del enigma que genera ese interrogante.
–Ese cuento tiene muchas concesiones respecto de lo que he venido haciendo hasta ahora; es un cuento hasta cierto punto autobiográfico, el más afectivo, y me permite pensar en mi padre. Es un cuento también sobre la madurez; entonces ese viaje final es una apertura hacia la incertidumbre de la madurez.
–Uno de los temas que atraviesan los cuentos es la muerte y el cuerpo. ¿Cómo explicaría esta recurrencia?
–Esas pulsiones de muerte, de violencia, son rasgos generacionales de los autores jóvenes del Perú. Los escritores peruanos expresamos esa sensación de asfixia que generó la violencia política y el gran daño ético del gobierno de Fujimori, un período de corrupción intenso que añadiría matices a una tendencia natural en el ser peruano hacia el pesimismo o cierta fatalidad. También lo puedo cruzar con mi propia experiencia familiar: mi abuelo vivió muchos momentos difíciles desde que llegó a Perú. No es que tenga el tema de la muerte, de la fatalidad, como proyecto. Pero en el cuerpo sí pienso más últimamente. Quizás otro tema vinculado sea el de la interpelación a generaciones anteriores, esos arreglos de cuentas que están siempre flotando, entre el padre y el hijo, el inventor y el creador, el maestro y el alumno. Esa estructura vertical se va rompiendo a partir del que escribe, cuando interpela a esa autoridad simbólica-real. Estos son los temas que ahora mismo estoy tratando de explorar: el cuerpo y las interpelaciones generacionales.
–¿Por qué varios cuentos transcurren en Brasil?
–Hay ciudades o países que tienen una naturaleza literaria y los conozco por mis lecturas. Mi Brasil ha sido siempre el Brasil de Guimaraes Rosa y el de (Carlos) Drummond de Andrade. Quise rendirle un homenaje a esa idea de Brasil, un territorio cercano geográficamente pero ajeno completamente al imaginario peruano. Uno de mis proyectos era tratar de representar zonas periféricas del Perú, pero tenía miedo de que el lector peruano encontrara esos referentes demasiado inmediatos y se generara en ellos un sentimiento de inverosimilitud. Entonces extrapolé los espacios limeños marginales a las favelas. Esa fue una de las razones por las que transcurren en Brasil. La otra tiene que ver con la cercanía con su literatura. Hay un cuento que no sucede en la favela sino en el sertón, “Apaga la próxima luz”, en donde uso el portuñol y me animé con cierta desestabilización lingüística. Ese es un homenaje directo a Guimaraes Rosa, un autor que aprecio muchísimo. Brasil es una excusa para hablar sobre Perú. En ese sentido, la idea de Las islas, el primer libro de cuentos que publiqué, era pensar el Brasil como una isla continental: las favelas como islas dentro de la urbe, las islas como espacios afectivos, las personas como islas circulando perdidas entre ellas. Es una pregunta recurrente la de Brasil.
–Si hubiera escrito varios cuentos situados en Japón, seguramente no le preguntarían tanto, ¿no?
–Claro, pero la pregunta por Japón viene por el lado autobiográfico. En España tuve una sobredosis de exotización (risas). La biografía de un autor no tiene nada que ver con lo que escribe. Yo procuro disociar ambas cuestiones. Un autor japonés que me ha afectado en los últimos meses es Kobo Abe, que lo acaba de publicar acá Eterna Cadencia. Me gusta porque tiene que ver con mi tendencia a desligarme un poco de la representación realista. Reunir parte de mis cuentos en Lecciones para un niño que llega tarde ha sido interesante porque me ha mostrado cómo ha sido la progresión de mi escritura.
–¿Qué descubrió en esa progresión?
–Hay un desarrollo de ambientes oníricos que me cuesta denominarlos fantásticos porque son realistas, pero tienen una mirada muy felisbertiana; algo familiar en Argentina aunque en Perú no hay una tradición de literatura fantástica ni onírica, salvo algunos autores de la vanguardia. En la narrativa nos ha marcado (Mario) Vargas Llosa, (Julio Ramón) Ribeyro y (Alfredo) Bryce Echenique con poéticas realistas. A partir de 2000 ha habido una apertura hacia un canon alternativo y se han ido valorando autores menores en casi todos los países latinoamericanos: la idea de matar al padre y buscar al abuelo; y el rescate de algunos autores de vanguardia, como Felisberto (Hernández), Juan Emar, Pablo Palacio... Me fui desligando de los primeros relatos, sobre todo del más antiguo que es “Bossa nova para Chico Pires Duarte”, que dudé mucho si incluirlo o no. Como es de 2002, lo sentí envejecido. En los últimos cuentos, “Los que esperan” o “Lecciones para un niño que llega tarde”, hay una atmósfera más onírica. Pero los cuentos se me están haciendo más perversos, lo cual me preocupa porque es algo que no controlo. Cada vez me salen más malignos (risas).
–¿Cómo explicaría esa tendencia?
–Pues no lo sé... quiero creer que se debe a mis lecturas también. Quería dinamitar la idea del cuento popular infantil como escenario utópico, presentando, por el contrario, una mirada más perversa con niños que descuartizan insectos y que viven su perversión naturalmente. Cuando pienso en esas utopías, incluyo también a la sociedad contemporánea; esos escenarios tan asépticos por lo menos en el imaginario de muchos gobiernos latinoamericanos, sociedades que infantilizan un poco al ciudadano. Hay formas de introducir temas políticos en las historias de los modos más sutiles.
–Por ejemplo en “Los que esperan”, ¿no?
–Claro, es uno de los más concretos; se refiere a algo muy común en el Perú de Fujimori, que era el uso de la prensa amarillista para desviar la atención pública; es la historia del director de un diario que busca seres deformes para ponerlos en las portadas; además se habla del año 1992. Pero muchos lectores peruanos no se dieron cuenta. Hay una incursión en hechos puntuales que podría leer políticamente. La aparición de (Julio) Cortázar en algunas historias, por ejemplo, como en “Lecciones de un niño que llega tarde”, que tiene mucho de “Los venenos”, el niño que mata a las hormigas. Cortázar tenía esa ambigüedad infantil, que es muy interesante. Cuando ves esa representación del niño, se puede encontrar el resquebrajamiento de figuras estables, el espacio del escritor como inofensivo, infantilizado, la posición del escritor menos pasiva de lo que se cree. En términos psicoanalíticos, el escritor sigue siendo un niño por su excesivo narcisismo y por el hecho de que escribir es un juego lúdico. Los niños y los locos eran las figuras medievales en las que recaía la verdad, porque precisamente los demás los subestimaban. Es curioso que muchas de las novelas que están apareciendo últimamente tengan a niños o adolescentes como protagonistas; son historias, además, muy duras respecto de la tradición de la memoria histórica. Son voces narrativas que pueden decir lo que quieran, pero si les prestas atención están siendo mucho más enfáticas y dañinas que las voces adultas.
–¿Qué cuestiones enfoca mejor la voz de un niño?
–El lado del afecto, que sería el principal. Hay un narrador adulto que vuelve a la infancia, pero en ese tránsito parece narrar desde la infancia misma. Esa es una de las bellezas de la narrativa: crear espacios intermedios en los que no estás ni en la adultez ni en la infancia. Afecta directamente el lado emocional del lector; te hace pensar en temas muy serios en donde no lo esperabas. En el momento en que un niño empieza a interpelarte, te muestra cosas que no ves desde tu responsabilidad adulta. En el Perú tenemos una larga tradición de voces infantiles que cuestionan aspectos sociales y políticos muy puntuales, como Un mundo para Julius (Bryce Echenique) y Los cachorros (Vargas Llosa). El discurso del chico desmonta seguridades; ésa es la labor crítica y creo que es una función que debe asumir el escritor, una responsabilidad desde el discurso que haga que el lector desarrolle una conciencia crítica. Es lo que decía Guimaraes Rosa: “Cuando nada sucede hay un milagro que no estamos viendo”. Yo asocio mucho la escritura con el desarrollo de la conciencia crítica. Tengo mucha fe en el lenguaje. El escritor tiene que concentrarse en su propio desarrollo; la escritura es un aprendizaje.
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