Domingo, 15 de abril de 2012 | Hoy
LITERATURA
Odiaba cada vez que Margarita hacía crujir los dedos cuando llegaba su turno de tocar el piano. Ella sabía que el sonido de nueces cascadas que producían sus dedos al entrelazarse o torcerse provocaba en mí una suave dolencia nerviosa que no sabía disimular. Pero aquellas articulaciones que detonaba, como si fueran caracoles pisados por un zapato, no estaban exclusivamente dirigidas a perturbarme; en realidad, aprovechaba ella esos momentos para recordarme que ambos éramos más felices en la intemperie que bajo aquel techo (...) Pero a mí me gustaba oírla como cuando llovía y las partículas de aquella inundación también tocaban las hojas y las ramas y la tierra que nos escondía. Margarita tocaba el piano con esa indiferencia despiadada, y era como si el mundo ensordeciera y el sonido quedara como una voz atrapada en sus cuerdas. Como si vibraran palabras no dichas, y ese espasmo, ese escalofrío de no querer decir, se resistiera a soltar el sonido; como si se atrapara fuerte a la madera con las dos manos para no caer en mi oído.
* Fragmento del cuento “Lecciones para un niño que llega tarde” (Duomo).
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