Martes, 5 de junio de 2012 | Hoy
LITERATURA › PUBLICAN SUEñO CON MUJERES QUE NI FU NI FA, DE SAMUEL BECKETT
Se trata de la primera novela del escritor irlandés, hasta ahora inédita en español. Oscuro y hermético, este manuscrito que sufrió diversos vaivenes hasta ser publicado tras la muerte del autor acompaña los desvelos de un poeta que vagabundea por París y Dublín.
Por Silvina Friera
Las páginas del “negro diamante del pesimismo” incomodan por su resistencia contra el orden, la transparencia, la legibilidad. Samuel Beckett (1906-1989) es dueño de una obra cuya monstruosa densidad genera un campo gravitatorio tal que escapar de su influjo resulta, afortunadamente, una misión imposible. “La experiencia del lector tendrá lugar entre las frases, en el silencio, le será comunicada en los intervalos, no en los términos del enunciado”, se afirma en Sueño con mujeres que ni fu ni fa (Tusquets), primera novela del escritor irlandés, hasta ahora inédita en castellano, traducida por José Francisco Fernández y Miguel Martínez-Lage. Dream of Fair to Middling Women –el título original– es considerado por los traductores el texto “más personal e íntimo”, la piedra angular del “primer” Beckett, que en 1932 tenía 26 años y estaba en el hotel Trianon de París, aguijoneado por una gran tensión emocional, cuando decidió poner punto final a los desvelos y contratiempos del protagonista, Belacqua, un joven poeta que vagabundea por París y Dublín.
El manuscrito sufrió rechazos editoriales. Sin embargo, cuando pudo editar el embrión de su proyecto literario, cuando la radicalidad de su propuesta comenzó a ser masticada –que no es lo mismo que ser digerida–, ya no permitió que se publicara. La primera edición recién vio la luz tres años después de la muerte del narrador, poeta, ensayista y dramaturgo irlandés, en 1992. Un velo de neblina podría hacer chirriar los dientes de los lectores desprevenidos. No es la neblina sofocante de los escenarios por donde deambula el joven Belacqua, una especie de pariente lejano de Stephen Dedalus del Retrato del artista adolescente de Joyce, pero más enmarañado, inadaptado, confundido y errático. Más beckettiano. “La única unidad que tiene esta narración, Dios nos asista, es una unidad involuntaria”, comenta el narrador, a contrapelo de las convenciones naturalizadas. A cada paso se pregunta qué puede hacer con esos personajes escurridizos, hombres y mujeres como Liebert, el Mandarín, el Oso Polar, Smeraldina-Rima, Alba o Syra-Cusa, que surfean por las aguas de un perpetuo desencuentro. Nunca recula en su avidez por enredar los hilos con profusas y sucesivas disquisiciones que logran dinamitar la supuesta eficacia de los papeles asignados. Hasta la idea de que la travesía pueda llegar a buen puerto es sometida a la duda. Esa “neblina” es el modo en que el irlandés combate contra las expectativas de la trama, la coherencia, la unidad, el sentido. Aún no sabía qué “tipo” de escritor quería ser, pero intuía quiénes serían sus principales enemigos.
“Leer a Balzac es como obtener la impresión de un universo cloroformizado. Es dueño y señor de su materia, puede hacer lo que le venga en gana, puede predecir y calcular hasta las más mínimas incidencias, puede escribir el final del libro antes de haber terminado el primer párrafo, porque ha convertido a todos sus personajes en repollos mecánicos y puede dar por hecho que se queden quietos donde sea necesario o que se pongan en marcha a la velocidad que sea y en la dirección que él mismo decida”, cuestiona el narrador de Sueño con mujeres que ni fu ni fa en su pertinaz combate. No hay “repollos mecánicos” en Beckett. En los sucesivos desvíos que experimentan sus criaturas flamea un vitriólico horizonte de pérdidas. Si el sustantivo no se deshace en la boca apenas se lo pronuncia, el “personaje” Belacqua se materializa en un espíritu errante que discurre por los ripios de un lenguaje exuberante, cultivado por expresiones y citas en francés, alemán, español, italiano y latín. Beckett disemina y potencia minúsculas parcelas de la Divina Comedia de Dante; Anatomía de la melancolía, de Richard Burton; retazos de epigramas de Marcial y sátiras de Juvenal; incrusta versos de Hölderlin y una frase de Caperucita Roja, de Charles Perrault, entre otras inserciones de una ecléctica pléyade de autores.
En el prodigioso artefacto del Beckett menos visible y legible repiquetea un puñado de neologismos como “uterotumba”, vocablo que resume la tentativa de Belacqua por habitar su oscuro mundo interior, flotar sin arnés en el aire de sus pensamientos y ser feliz en su tristeza. Además del afán lírico, centellean los vestigios de una especulación filosófica que se niega a ser descifrada. “Los suicidas se tiran del puente, no de la orilla –apunta el narrador–. A mí no me ofende; para mí lo único real es hallarse en la relación misma, como en la barra de unas mancuernas, el silencio entre mis ojos, entre tú y yo, todos los silencios entre tú y yo. Sólo hallaré el auténtico equilibrio en la cúspide de la relación que parte de unos postulados irreales, Dios-Diablo, Masoch-Sade (podría habernos ahorrado esa antediluviana disyuntiva), Tú-Yo, Uno-Menos Uno.” Mucho antes de la seguidilla de sus títulos distintivos escritos en francés –las piezas teatrales Esperando a Godot (1949) y Final de partida (1957), junto a la trilogía de novelas compuestas por Molloy (1951), Malone muere (1951) y El innombrable (1953)–, la primera versión de Beckett, un autor todavía afincando en la lengua inglesa, flirtea con el umbral de una aparente dificultad: el hermetismo. “Si alguna vez termino un libro, Dios no lo quiera, estando el oficio como está, será un engendro destartalado, ruinoso, un cacharro de hojalata (...) tan refractario a desarmarse por pura veleidad como la máquina de volar de los hermanos Wright a dejarse convencer para levantar vuelo”, anhela el narrador de Sueño con mujeres que ni fu ni fa.
Postulados irreales, un engendro destartalado o un cacharro de hojalata. Qué más da lo que “declare” ese narrador tan desconcertado como adherido a la versión preliminar de Beckett. Si en el ensayo Proust, un estudio crítico sobre el novelista francés, publicado en Londres en 1931, comparaba el estilo con “un pañuelo alrededor de un cáncer de garganta”, este tópico se expande en una meditación de Belacqua. “La escritura horizontal, uniforme, la que fluye sin obstáculos, la de quien posee un estilo propio, nunca brinda la margarita. Pero la escritura, por ejemplo, de Racine o Malherbe, perpendicular, relumbrante, está picada y punteada, ¿verdad?, de destellos; las piedras y los guijarros están ahí, un sinfín de citas trilladas y tópicos. Carecen de estilo, escriben sin estilo, ¿verdad?, pero te dan la frase, el centelleo, la bella margarita. Quizás es algo que tan sólo los franceses saben hacer. Quizá sólo el francés sabe dar lo que uno quiere.” El sistemático repudio al estilo –ese contrincante de fuste contra el que peleó toda su vida– lo impulsó a soltar las amarras nativas para zambullirse en la escritura en francés. Aunque el extrañamiento de la lengua fue necesario para alcanzar el despojamiento de su prosa y la desnudez de la palabra –conviene sortear el trillado “minimalismo extremo”–, la textualidad de Beckett no se deja capturar ni en su etapa formativa –más recargada y compleja por su erudición humeante–, ni en el período final de la mentada “transparencia”, campo fértil de lecturas demasiado simplificadoras que escamotean o expurgan la continua tensión en el lenguaje. Las “vertiginosas eyaculaciones de espuma y de claridad”, que no están ausentes en esta primera novela, son la constatación de un fracaso y sus residuos irónicos. Los fantasmas errantes de Beckett patalean siempre con la misma obstinación en el pliegue esquivo donde las palabras no alcanzan a triunfar.
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