LITERATURA › OPINION
› Por José María Brindisi *
“Quiere la leyenda cursi de la literatura que William Faulkner escribiera su novela Mientras agonizo en el plazo de seis semanas y en la más precaria de las situaciones, a saber: mientras trabajaba de noche en una mina, con los folios apoyados en la carretilla volcada y alumbrándose con la mortecina linterna de su propio casco polvoriento. Es un intento por parte de la leyenda cursi de hacer ingresar a Faulkner en las filas de los escritores pobres y sacrificados y un poquito proletarios. Lo de las seis semanas es lo único cierto.”
Así comienza Javier Marías el extraordinario retrato que hace, en ese volumen imperdible que es Vidas escritas, del que tal vez sea el mayor escritor del siglo XX: luchando contra él, oponiéndosele inútilmente. Pese a que casi nunca utiliza palabras tan concretas, apenas cuatro páginas le alcanzan para tildarlo de mezquino, egoísta, avaro (aunque lo niegue), misógino, borracho (que lo era), farsante, ególatra, inútil, limitado, nene de papá y, por último, viejo loco. Es hasta cierto punto conmovedor, cuando no hilarante, contemplar los esfuerzos desmedidos de Marías por medirse con él, por arrancar del pedestal a una figura que en cada insulto lo derrota por nocaut gracias al poder arrasador de su obra; una literatura que sin duda lo obsesiona, y un autor al que combate con la ira con que se combate a un Dios. A pesar de todo, ¿no hay en ese empleado del correo que jamás se distrae de la lectura, y que por tanto priva a medio mundo de su correspondencia, un mito en construcción? ¿No termina siendo romántica, mal que le pese a Marías, la imagen de ese viejo que a los sesenta y cuatro años no puede hacer otra cosa que andar de un lado a otro a caballo y que termina pagando el precio?
No hay duda de que la de Faulkner es una de las plumas más elogiadas por los lectores de hoy día, pero asimismo una de las menos leídas, algo similar a lo que siempre ha ocurrido con Borges. Y a propósito de éste, aun cuando derrame de mala gana de vez en cuando algún piropo grandilocuente y hasta alguno sentido (“¿Cómo es posible que ese granjero supiese tanto?”), resulta significativo el modo en que por lo general menosprecia al norteamericano (“En cada libro acentúa sus defectos”), como si buscara anular a alguien que es, en casi todos los aspectos, su antítesis; algo parecido a lo que Mailer señalaba respecto de Picasso y su ausencia de color, como una oposición brutal a Matisse.
Y ahí estaba Hemingway, que lo reconocía pero alguna vez dijo que antes y después de Twain no hubo, en la literatura norteamericana, nadie de real valor (es posible que no le haya perdonado que mejorara la floja Tener y no tener, sobre la que Howard Hawks edificó una sorpresiva obra maestra). O Harold Bloom, que lo ubica en un canon de cuentistas para dedicarle menos espacio que a nadie. O quienes lo acusan de regionalista, o de que no se lo entiende, o que nos recuerdan que decidió ser novelista porque la poesía y el cuento le resultaban muy exigentes; o aquellos a quienes gusta remarcar que sólo Santuario fue un buen negocio, lo que es estúpidamente cierto. Con cada leño que echan al fuego no hacen otra cosa que agigantar su esplendoroso infierno.
* Escritor.
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