Lunes, 5 de noviembre de 2012 | Hoy
LITERATURA › WASHINGTON CUCURTO, IVáN NOBLE Y SU LIBRO COMPARTIDO
El músico dice que “al principio me dio pudor publicar”, pero la experiencia de editar canciones le sirvió de sostén; para el escritor, las conexiones entre la escritura de ambos son tan notorias como para que la aventura del libro a dúo tenga toda lógica.
Por Silvina Friera
El ruido de los pensamientos es anterior a la escritura. El patadura incorregible festejó un cumpleaños más. En ese pretérito cercano, en esa fiesta, estaba el germen de su futuro. Ahí conoció a Washington Cucurto, habilidoso bailarín de cumbia que le sacó lustre a la pista moviéndose al compás de los Bee Gees. Iván Noble, “poeta sin papeles”, añade una pátina pop a la mitología cucurtiana. En el eslabón de la cadena causal de los destinos humanos emerge la figura del editor y poeta Santiago Llach, el factótum de un libro bígamo, recientemente editado por Garrincha Club: De tal palo, los poemas del músico, y ¡Basta de escribir novelas!, otra gambeta desaforada de Cucurto, la mascarada que eligió Santiago Vega para publicar, el seudónimo de un veterano en el campo de batalla de la literatura. El resultado de este encuentro es un libro doble, hermanado por la complicidad de tonos –sin timbres edificantes ni lenguaje proverbial– y ciertos paisajes íntimos: la familia, los padres, los hijos, lo doméstico y lo cotidiano. El músico que empieza con sus primeros palotes arranca una hoja del almanaque y se dedica a ver pasar las hormigas en el jardín de su casa. “Me desconozco, a veces./ No debe ser una pésima noticia/ Porque cuando me vuelvo a reconocer/ me estrecho la mano, sí,/ pero flojita,/ de prestado,/ como quien le acaricia la yugular/ a un puma dormido”, se lee en uno de los poemas. Cucu, en una sintonía próxima, observa cómo su hijo devora un cucurucho en el McDonald’s. “No hay tiempo para pensar en mártires./ Ni para leerlos”, escribe. “La vida te clava como la espina de una rosa/ y dedícate a sangrar.”
“Al principio me dio un poco de pudor publicar”, confiesa Noble a Página/12. “Supongo que con cada primer libro pasa eso, ¿no? Pero después me dio alegría. Como soy hospitalario con mis imprudencias, me pareció que era una buena idea.”
–¿Ese pudor también tiene que ver con que los poemas están atravesados por experiencias muy personales?
Iván Noble: –Lo primero que me dice la gente que los leyó es cómo me atreví a exponerme tanto... Pero el pudor era por publicar porque yo estoy acostumbrado a editar discos; es mi oficio y me siento parte de ese hábitat. Siempre el salto a otra región es un riesgo personal. Equivocadamente al principio, pensé en la mirada ajena: ¿qué van a decir ahora que saco un libro de poemas? Me van a caer a la yugular. Lo segundo que pensé es que me chupa un huevo. Me pareció un gesto generoso de Cucu aceptar compartir un libro con un tipo que está haciendo sus primeros palotes. No es pudor por los poemas en sí, aunque me digan que estoy muy en carne viva. En el tipo de poesía que me gusta, si no siento que el poeta está ahí, que va al hueso, no me conmueve.
–Sin embargo, pese a esa exposición, no son poemas confesionales, una definición que se puede prestar a equívocos.
Washington Cucurto: –Es un tema delicado; están ahí, en la línea. Son poemas biográficos tanto los de él como los míos. Hablan de la familia, del barrio, del país; son poemas cotidianos escritos en una primera persona ligera que tiene para contar algo de lo que sucede. Creo que en eso somos bastante parecidos. El habla mucho del padre y yo también. Eso es lo primero que me gustó cuando leí los poemas de Iván: que aparezca la familia, que no es tan común en la literatura o no es un tema del que se hable. Y quizá tengan un tono confesional, ¿por qué no? Es muy difícil separar lo confesional de lo privado, de lo familiar, de lo íntimo. Tampoco me parece tan malo que sean confesionales (risas). A mis poemas los considero confesionales absolutamente, pero siempre utilizo algunos recursos literarios. Son poemas confesionales a través de la ironía, la parodia, el humor.
I. N.: –Los poemas no tienen manual de instrucciones; en ese sentido evitamos el peligro de que esa parte confesional sea una cosa medio new age. Ninguno de nuestros poemas enseña nada; yo creo que ningún poeta puede enseñar nada. Las vidas personales no pueden ser faros para los demás. Pero está la emoción, ¿no?, que es lo único que me importa en los poemas. Cuando leo una novela, me gusta que me emocione, pero no sé si es lo primero que ocurre. Quizás estoy más pendiente del estilo narrativo, de la trama, de la construcción de personajes. La poesía, a diferencia de la novela, es un round muy cortito. Si no hay algo de ese poema que me provocó un sacudón, no me interesa. No disfruto de los poemas que no me pegan un cross al mentón.
–¿Por qué no es tan frecuente que la familia aparezca en la literatura?
W. C.: –Todo el tema intimista, familiar, no es considerado un tema interesante, no sólo en la literatura, sino en otras artes. En la poesía, en nuestros grandes poetas como (Joaquín) Giannuzzi y (Leónidas) Lamborghini, es más importante la cuestión social y política, el ciudadano metido dentro de una sociedad. La familia aparece, pero poco. Fabián Casas sí tiene poemas donde aparecen el padre y la madre.
I. N.: –Hablar del padre y de la madre no es otra cosa que hablar de uno. Quizás a determinada edad, tal vez la nuestra, te empezás a reconocer hasta físicamente en algunas cosas. Yo creo que me puse a mirar mucho más detenidamente a mis viejos cuando fui papá. Un hijo es como un espejo medio circular. Aparte, a riesgo de caer en lugares comunes, ¿cuántas cosas importan de verdad? Dos o tres. Y entre esas, los padres y los hijos están seguro. Lo que ocupa el corazón y la cabeza de un tipo es eso; todo lo demás es decorado...
En el aire queda una estela inconclusa que es imposible ignorar, por ínfima y absurda que parezca esa sensación. “Perdón por la digresión, pero viene a cuento”, prologa Noble el inicio de una anécdota. “Ayer estaba viendo una serie increíble, Boardwalk Empire, producida por (Martin) Scorsese, ambientada durante la época de la Ley Seca, con un actor tremendo, Steve Buscemi, que interpreta a un capo mafia de Atlantic City, un tipo absolutamente de hielo. En uno de los capítulos muere el padre. El tipo lo detesta, lo llama ‘ese viejo miserable’, y le reprocha al hermano cómo se puede acordar con cariño de él: ‘Yo sólo vine acá por mamá’. Todo esto delante del ataúd del padre. Cuando se está por ir se levanta, se acerca y lo mira en el cajón. Como el padre tiene los zapatos desatados, se los empieza a atar y se larga a llorar...”, repasa esa escena como si fuera una silueta que se recorta bajo la sombra de un recuerdo. “Eso es la raíz: los viejos y los hijos. Y los abuelos, que es adonde más lejos llegamos a mirarnos.”
W. C.: –No sólo tiene que ver con el padre, sino con uno mismo. Son poemas que parten de algo que me sucedió, que viví o de algo que me contaron o escuché. Son poemas situacionistas, como los llamo yo, porque hay una pequeña acción que dispara la reflexión sobre lo que sucede. Estoy muy contento con el libro; es la primera vez que recibo buenos comentarios después de tanto tiempo...
–¿Cómo es eso?
W. C.: –Cada tanto me dan con un palo, pero ahora estoy un poquito mejor (risas). A todos los que se los mostré, les gustó.
–¿Por qué el título ¡Basta de escribir novelas!?
W. C.: –Porque a Fabián Casas no le gustan las novelas que escribo y me dice: “Cucurto: ¡basta de escribir novelas!” (risas). Pero a mí me encanta escribir novelas...
–Quizás en la escritura de algunas de sus novelas aparece el “piloto automático”, el facilismo de quien maneja de taquito una técnica...
W. C.: –Puede ser... pero también aprieto el play en la poesía.
–Pero pareciera que hay más exploración en su poesía.
W. C.: –No sé, los intelectuales siempre me hacen ese comentario. Pero las novelas me han hecho conocido. El mundo intelectual juzga los libros de una manera un poco especial... Beatriz Sarlo me llamó “el narrador sumergido”, pero yo no le doy bola a esas cosas. Del ambiente cultural siempre recibí los comentarios más duros porque hacen una lectura distinta. Si vos le das mis libros a un escritor muy bueno, va a decir que los poemas son malos porque lee de otra forma.
–“Persigo sin transpirar/ rimas cursis que no lo parezcan tanto”, se lee hacia el final del primer poema de De tal palo. ¿Por qué esa idea de lo “cursi”?
I. N.: –Las canciones suelen ser cursis y para mí no hay problema con eso. Lo cursi es un demérito si tiene pretensiones, si tiene aires. Si una canción es cursi a sabiendas, a mucho honra, me parece perfecto. No sé cuán parientes son las canciones de los poemas... creo que son vecinos más que parientes. Empecé a escribir los poemas para descansar de las canciones y para poder ir más al grano. Pero no sé si comparten las mismas reglas y los mismos ripios o peligros. Si el corazón está arriba de la mesa, no me importa mucho si es o no cursi. No sé cómo evaluar cuándo un poema es bueno o malo, pero sí podría decir cuándo una canción no es eficaz.
–¿Qué hace que una canción sea descartable?
I. N.: –Cuando veo que es más hija del oficio que de lo inesperado o del asombro. Yo escribo canciones buenas, malas, mediocres –depende de la época y de quien lo mire– desde hace casi veinte años. Entonces si me decís que tengo que escribir una canción para las cinco de la tarde, la escribo. En ese momento funciona el “piloto automático” y si uno quiere, saca algo.
–En De tal palo hay una diseminación de pequeñas observaciones, como cuando la esposa se queja de los golpecitos que da al sobrecito del queso rallado. ¿Qué papel tienen estos detalles?
I. N.: –Confío en los pequeños detalles, como el cine en los primeros planos. A lo mejor un matrimonio que está naufragando se pone muy en evidencia cuando una esposa le dice al marido: “¿Podés parar de hacer ruido con el queso de rallar?” (risas). Los hundimientos no son muy existenciales; esas charlas del tipo qué nos pasó se dan una vez cada cinco años, pero hay una pequeña cadena de tragedias minúsculas que son importantes. Hay un poema que lo escribí porque un día fui a visitar a mi vieja y mi hijo estaba jugando en la habitación donde yo había jugado de chiquito. Lo vi y me dije: “Este era yo”. Confío que con esos pequeños momentos se hace poesía. Como dice Cucu, son “poemas situacionistas”; es como si alguien dijera: “¡Acción!”.
–¿Contra qué dificultades luchan cuando escriben?
W. C.: –Yo soy totalmente asonante, trato de que las frases tengan un poquito de ritmo, que se dejen leer, que conserven la unidad entre ellas. Acomodo todo para que sea legible y las palabras no se rompan.
I. N.: –Traté de laburar mucho con ir al grano y sacar el adorno. Hay una tentación de pavonearse del tipo “mirá la palabra que voy a usar acá”. Me parece que hay que desentusiasmarse de lo literario con mayúsculas y darse cuenta de que un poema puede ser ramplón y llano y que ahí justamente está la riqueza. Todos los gestos sobreactuados, sobreactuar la literatura, no me gustan. Lo que quiero evitar es no estar pensando que estoy haciendo poesía o literatura.
W. C.: –Está bueno eso. Es también la energía que tiene cada uno cuando escribe. Lo importante es mantener la voz de uno, más allá de la cuestión literaria. Me gusta jugar con la imaginación. La literatura es una invención, un juego. A veces creo que el personaje se come todo, entonces la gente cuando lee algunos de mis libros los referencia directamente conmigo y muchos me preguntan: “Che, ¿te pasó esto?”. Yo abuso un poco de esta cuestión, pero me gusta porque alimenta la imaginación de los demás.
–En uno de los poemas de Iván se lee: “Me gustaría ser poeta./ Es un oficio elegante y chapado a la antigua./ Me gusta/ el ruido de la máquina de escribir por las noches”. ¿Escriben a máquina?
I. N.: –Sí, recién ahora aprendí a usar el Word. Empiezo a mano y cuando tiene más forma paso a la máquina. Y después a la computadora.
W. C.: –Un chico de veinte años ni sabe lo que es una máquina de escribir. Son costumbres de gente grande. ¡No somos pibes, tampoco nos engañemos!
–Pero no tienen 50 y pico o 60 años...
I. N.: –Estoy más cerca de uno de 60 que de uno de 20 (risas).
–De todos modos, es una costumbre un tanto romántica.
W. C.: –¡Qué va ser romántico... no sabés cómo te quedan los dedos! (risas).
I. N.: –Cuando escribo las canciones, las hago a mano y después las paso a la máquina de escribir porque necesito verlas. No tengo impresora en casa, ¿cómo hago para verlas? Es más parecido a lo que va quedando la hoja a máquina que la pantalla de la compu. No es un gesto romántico adrede... Hace poco leí un reportaje que le hicieron a Martin Amis en el que comentaba que en el colegio del hijo tenían como tarea contar de qué trabajaba su papá. Cuando llegó el turno del hijo, dijo: “Mi papá se sienta cerca de una ventana, mira para afuera y de vez en cuando escribe” (risas).
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