LITERATURA › ANDRéS NEUMAN HABLA DE HABLAR SOLOS, SU NUEVA NOVELA
El escritor argentino radicado en España plantea en su libro el problema de la muerte, pero focalizada en el “después”. “Es la parte más invisible de lo que ya era innombrable, que es la batalla que el duelo empieza a librar en la memoria”, señala.
› Por Silvina Friera
La tempestad de la muerte no tiene fecha de caducidad; es un tembladeral sintáctico, gramatical y lingüístico. Una intemperie donde el lenguaje se encoge de hombros. “El duelo se propaga por la memoria como una catástrofe ecológica”, piensa Elena en esa pulseada sin tregua por sobrevivir a la pérdida de su marido. Madre de Lito y lectora omnívora, no puede evitar encontrar en los libros de su biblioteca, sea cual fuere el argumento, los vestigios de la muerte al pie de las páginas. Aunque no es la única protagonista de Hablar solos (Alfaguara) de Andrés Neuman, novela articulada en torno a tres voces con sintaxis, léxicos y ritmos diferenciados, esta audaz Penélope del siglo XXI impugna el paradigma de la fidelidad conyugal. No teje un sudario mientras espera que su esposo Mario regrese del viaje que emprende junto a su hijo, víctima de un engaño consensuado. Lito ignora que su padre le quiere fabricar un recuerdo, una aventura compartida para escamotear la inminencia del desenlace. “Amante perversa” exploradora del sadomasoquismo, cuando Elena habla y escribe desde las esquirlas de un dolor que no cesa, cuando decide recuperar las conversaciones que la muerte interrumpió, cuando se retuerce de rabia, cuando el martilleo de la culpa se enlaza con la vergüenza, destella la singularidad de su estilo.
Neuman rastrea las intermitencias y vacilaciones del enfermo y la cuidadora –el antes, el durante y el después– con la minucia de un sismógrafo que detecta los pequeños temblores y vibraciones. “Uno de los libros que lee Elena es Estar enfermo de Virginia Woolf, donde analiza cómo la tradición literaria nos surte de un montón de maneras de expresar el amor, pero un enfermo no tiene bibliografía para describir su dolor. Hay una especie de cobardía o pánico antropológico que hace que podamos apoyarnos menos en lo dicho y lo leído en las cuestiones relacionadas con el duelo, con la muerte, con el dolor”, plantea el escritor en la entrevista con Página/12. “El otro libro que lee, un ensayo de Geoffrey Gorer que recoge Philippe Ariès en su Historia de la muerte en Occidente, es el primer estudio serio que se hizo sobre el tabú de la muerte en la modernidad. Gorer vincula el tabú de la represión sexual del siglo XIX con el tabú del duelo en el siglo XX; asocia la sensación que tenía el individuo en la época victoriana con respecto a la masturbación con la persona que está elaborando el duelo en la actualidad y tiene que hacerlo a escondidas. Tiene que masturbarse del dolor, concluye Elena en la novela. ¿Por qué sucede esto? Estoy seguro de que cada vez hay menos palabras para la muerte en lugar de más, en la medida en que es un proceso que tiene que ver con la tecnificación de la muerte, con la salida de la muerte del ámbito familiar y la entrada en el mundo de la especialización.”
–Si el lenguaje se marchita ante la muerte, pareciera que se reduce más durante el duelo, ¿no?
–Estoy totalmente de acuerdo; la novela va en ese sentido. Me interesa cómo sobrevive el que sobrevive, cómo se elabora el duelo. La novela arranca en la primera fase de la pérdida, el antes inminente; luego avanza hacia la pérdida como momento presente, que es el dolor y la ausencia misma, pero se recrea en el después, la parte más invisible de lo que ya era innombrable, que es la batalla que el duelo empieza a librar en la memoria. Ese es el proceso del que menos se habla en la ficción narrativa. Quizá porque la muerte misma es tan espectacular que le atribuimos una excesiva importancia intrínseca. Y ese duelo libra una batalla en la memoria, que consiste en tratar de sanar el recuerdo de la persona que se perdió, de devolverle la salud que ocupó la mayor parte de su vida. El verdadero daño ecológico que hay en nuestra conciencia es que uno no puede refugiarse fácilmente, si ha vivido un proceso de enfermedad, en el recuerdo sano, sino que el recuerdo se ha visto invadido por la enfermedad. Para elaborar el duelo, para afrontar ese daño, necesitás narrar, hablar, decir. Me parece muy necesario ficcionalizar esa situación porque la enfermedad crea un problema narrativo en el interior de cada familia. Por un lado el enfermo, si conoce su estado, no sabe cómo narrárselo a sus hijos y a sus amistades. A sus hijos porque, si son chicos, cree que no van a poder afrontarlo. De ahí que Mario decida mentirle a su hijo. O bien porque al comunicarlo, el mundo exterior lo jubila anticipadamente de la existencia para “no molestarlo”.
–¿La enfermedad es inenarrable, pero hay que narrarla?
–Sí, en ese sentido creo que es profundamente poética al acercarse al límite de lo decible. Es una oscura y dolorosa poesía el tratar de decir lo que no sabemos decir. Todos los que han cuidado un enfermo cercano se empiezan a dar cuenta de que la anomalía es la salud; que la salud es una milagrosa provisionalidad que no debería durar mucho. Es un límite contra el que uno tiene que luchar como persona y como narrador. No quería utilizar mi experiencia personal en forma directa; si hay algo que detesto en la literatura es presumir del dolor. Yo busqué reciclar mi daño personal en un personaje femenino que pudiera comunicar otros dolores en los que no tengo nada que ver.
–¿Cómo se inserta el personaje de Elena desde una lectura de género?
–En Elena confluyen dos silencios de género. En casi todo viaje iniciático el protagonismo es masculino. Si uno piensa en la road movie, tanto cinematográficas como novelísticas, casi siempre hay hombres; por lo tanto se traslada una idea masculina y una épica o anti épica del mundo. Esto arranca desde la mitología, en definitiva estamos hablando de Penélope. Mientras Odiseo emprende un viaje para tener algo que narrar, la función esencial de Penélope es esperar: su propia vida se suspende en tanto el macho mitológico no está en casa. Me interesaba que Penélope no sólo no suspendiera su vida, sino que se modificara para siempre durante la ausencia del personaje masculino. Elena emprende un viaje de otro tipo, un descenso a los infiernos o ascenso a los paraísos, o las dos cosas a la vez. Tiene un encuentro sexual que la salva y la condena al mismo tiempo, es decir que la saca de la experiencia de la muerte y la sumerge en la culpa. Cuanto más culpa siente por estar haciendo lo que hace, más se enoja con esa culpa tan de género de la mujer infiel. Y más quiere entonces ser infiel, para autodesafiar los límites de esa culpa. Y tiene las experiencias sexuales más extremas de su vida, en el momento más extremo de su vida.
–Hay una frase que dice Elena: “La gramática no cree en la reencarnación, pero la literatura sí”. ¿Cómo explicar esta paradoja?
–Una de las experiencias lingüísticas más violentas de la pérdida consiste en pasar del presente al pasado. Es algo que la gramática te impone, pero el sentido común se opone. No puede ser que quien “es” hasta ayer ahora de pronto “era”; alguien que te acompañó toda tu vida pasa al pretérito. Esa muerte gramatical uno no quiere consumarla. Siempre cuesta decir “era”, “fue”, le “gustaba”; pero no tiene que ver con la falta de costumbre, sino con la certificación brutal de la muerte que implica empezar a conjugar en pretérito. Yo tuve que dictar una esquela, a mí me pasó lo que le pasó a Elena. Tuve que dictar la esquela de la muerte de mi madre y me pareció un ejercicio de literatura fantástica de la peor calaña hablar de mi madre en tercera persona y en pretérito cuando acababa de morir hacía una o dos horas. Incluso en algo tan práctico y desagradable como dictar una esquela se pone en juego un problema literario: lo necesario e imposible que es empezar a narrar en tercera persona algo que fue tan en primera. La literatura se hace cargo de los fantasmas mientras que la gramática se niega a hacer el duelo: una persona “es”, pero se muere y ya “era”.
–¿La gramática es, desde esta perspectiva, aniquiladora?
–Sí, es la parte científica de la lengua. Quien murió era, quien vive es. Pero la literatura que nace para partir de la gramática y después violarla dice: “no, un momento, esta persona se acaba de morir, por lo tanto sigue siendo”. En segundo lugar, la estoy recordando y cuando la recuerdo es, entonces no está tan claro que se hable en pretérito del muerto. Y se inaugura una duda que tiene una consecuencia fantástica: hasta qué punto “eran” los que siguen siendo en nuestra memoria. Elena se fascina leyendo las cartas de Chéjov y de su esposa, Olga Knipper, que era actriz de las obras de teatro de su marido; con lo cual se establecía una discusión entre marido y mujer, entre personaje y dramaturgo. Cuando Chéjov se muere, ella empieza a escribirle cartas y él se convierte en personaje de Olga. Son cartas sobrecogedoras que a mí tocaron mucho porque resolvían literariamente una cosa que hacemos todos durante el duelo: le hablamos al muerto. No dejaremos nunca de hablarle a nuestros muertos, pero lo hacemos en soledad –masturbatoriamente, como decía Gorer– porque la gramática nos hace ver que es una aberración, salvo que encontremos un soporte literario. Por eso Elena dice que la literatura autoriza la reencarnación y llega a la conclusión de que, aunque la gramática no cree en la reencarnación, la literatura está todo el tiempo causando reencarnaciones por el bien de nuestras vidas. El lector es un sujeto espiritista que está sosteniendo diálogos con muertos y fantasmagóricamente recordando lo leído, que es una ficción dentro de su propia realidad. Y así vamos, hablando solos –como decía Juan Ramón Jiménez– en una especie de soledad sonora.
–Cuando Elena dispersa las cenizas y dice que reúne sus pedazos se podría pensar en el fin de una etapa del duelo, ¿no?
–Uno de los problemas de nuestro modo de vida contemporáneo, como lo describe Philippe Ariès, es la desritualización. El ritual es eso que las llamadas tribus salvajes ponen en el centro de su vida social y que nosotros –que creemos que somos más pragmáticos, científicos y lúcidos– deshacemos porque son sólo símbolos. Los pocos rituales que consentimos nos van permitiendo pasar por las distintas fases del duelo. Una de ellas es todo lo que tiene que ver con las exequias; el primer momento de mirada directa a la muerte. Después está, para los que cremaron a sus seres queridos, qué hacer con sus cenizas. Que inaugura una discusión familiar necesaria, aunque implique conflictos. A mí me pasó. Mi hermano quería plantar un árbol y yo quería el mar.
–¿Cómo zanjaron la discusión?
–Mi hermano plantó el árbol y yo arrojé parte de las cenizas al mar. El quería un lugar adonde poder volver. A mí me creaba un problema terrible: en qué país enterrar las cenizas de mi madre. Mi madre nació en Argentina y murió en España. Mi madre tocó el violín en Argentina y en España. Mi madre tuvo dos países, igual que yo. No podía tolerar dónde plantar el árbol por mi mambo binacional, pero entendía que mi hermano quería algo tan sencillo como hermoso de ir a un lugar. El árbol se plantó allá, en España; para él la madre era España. Yo no estaba tan seguro y preferí abstenerme para no cometer un terrible error. En cambio el mar se mueve, circula. Arrojé las cenizas en una costa del Mediterráneo; el agua iba y venía. Cuando las tiré al mar, me sentí en armonía con no sabía muy bien qué. Dispersar las cenizas tenía que ver con deshacer un quiste. No sé cómo decirlo...
Se queda en silencio unos segundos; un desconcierto oscila en sus cejas, atemperado por una mirada que intenta conjurar ese rastro indecible. “El duelo no sólo consiste en aceptar la pérdida, sino en empezar a sanar nuestra propia vida. No sé cómo se hace ni pretendía dar ninguna respuesta, pero la ausencia del relato no es la manera. Ahora bien, recordemos cuál es el símbolo de los hospitales: una enfermera haciendo ‘shhhh...’. Habría qué pensar qué dirían Gorer y Ariès de ese símbolo. ¿Ese silencio es sólo para no hacer ruido y no despertar a los enfermos o es una consigna familiar y social?”, pregunta Neuman.
–Quizá sea una consigna: “de eso no se habla”. Pero no hay silencio posible en los hospitales. Todo el tiempo está presente el ruido constante de la enfermedad cuando trasladan a los enfermos en las camillas; los susurros, los gemidos, el llanto... Además del exceso de ciertos olores, como la lavandina...
–Esa lavandina, que en España le dicen lejía, es el olor del olvido, de la negación. No limpiemos: erradiquemos. Propongo que pongamos la foto de algún novelista con la boca bien abierta, alguien que nos recuerde que esta historia tenemos que contarla.
–Pero la foto de Beckett, con esos gestos alucinados que tenía, podría asustar un poco.
–Podríamos buscar otra más tranquilizadora, la de Cortázar, que es un rostro más amable. O mejor Roberto Arlt, que seguro no le molestaba el olor a sucio. Tampoco estaría mal que en algunas salitas de espera estuviera una foto de Silvina Ocampo, para recordarnos que el cuidador va a tener muchas fantasías perversas y que no está mal tenerlas (risas).
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