Lunes, 24 de diciembre de 2012 | Hoy
LITERATURA › FERNANDO SAVATER, LA CREACIóN, LOS CRíTICOS Y LOS LECTORES
“El mundo es libre; no soy prisionero del ensayo, puedo escaparme de la fauna y salir a pasear por otros lados”, señala el escritor, que parece haberse divertido en grande poniendo en acción a los personajes envueltos en el Festín de la Cultura.
Por Silvina Friera
El polémico padre de la criatura se escuda en la ironía. Visto de lejos, sus anteojos podrían conferirle un aire excesivamente dramático y solemne. Fernando Savater, filósofo que se rinde a los placeres de la ficción, le dio rienda suelta a su imaginación en Los invitados de la princesa (Espasa), novela que indaga en las andanzas de escritores, críticos, académicos, especialistas y hasta un Premio Nobel de Literatura –un polaco de apellido impronunciable–, que por obra y gracia de un viejo y malhumorado volcán, el Ireneo, quedan atrapados en la isla Santa Clara. El cielo es pura ceniza; el aeropuerto está cerrado. Las sesiones del Festín de la Cultura, organizado por la presidenta de esa pequeña república que aspira a convertirse en una referencia cultural en el mundo, transcurren sin la presencia de la primera dama, conocida popularmente como la Princesa. Aislados y encerrados, los personajes se sacan chispas a la hora de narrar siete historias de género –-en un claro homenaje a Boccaccio que se consigna en el epígrafe– por las que pululan detectives, un vampiro que tiene que ser protegido por una mujer, aficionados a la hípica, expertos en arte, una filóloga traductora de Virgilio y cocineros. Un joven y bonachón periodista, Xabi Mendia, enviado por Mundo Vasco para cubrir las peripecias de este congreso, escucha los relatos y toma nota de la seguidilla de burlas hacia cierto esnobismo gastronómico-artístico-literario.
En esta especie de caja de Pandora, Nirbano, sabio conservador admirado por el joven periodista, lanza diatribas que más de un lector estaría tentado de atribuirlas al autor. “He sido un revolucionario sin ira; espero ser un conservador sin vileza”, escribió Savater en La tarea del héroe. “Yo pienso más bien, como dijo un historiador inglés del siglo pasado, que casi todos somos de derechas en los asuntos que tenemos mejor información y más experiencia –dice Nirbano en la novela–; en cambio, en aquello de lo que entendemos poco y sólo conocemos de oídas solemos lanzarnos a planteamientos radicales y apostamos por lo más revolucionario”. Los cuchicheos y carcajadas matinales de los turistas que desayunan no eclipsan el tono jocoso del filósofo y narrador. El héroe de Nirbano –según proclama en una de las páginas– es Ambrose Bierce, quien decía que “los políticos son anguilas que se mueven por el lodo de la sociedad establecida”. Los personajes de las novelas “son como Frankenstein”, subraya Savater a Página/12. “En vez de estar hechos de pedazos de cadáveres, están armados con la gente y cosas que conozco. Nunca es reflejo de una única persona”, aclara. “Son tendencias que he visto y que las convierto en un personaje. Nirbano, que ha vivido mucho tiempo, tiene una visión escéptica pero vitalista. Él es muy desmitificador de las visiones que le rodean. Pero por otra parte, no vive una vida amargada, sino más bien al contrario: intenta disfrutar lo máximo posible.”
–¿Por qué el vitalismo, lejos de estar asociado a personalidades atormentadas, suele estar más cercano al nihilismo?
–Los vitalistas no se hacen ilusiones sobre la vida, pero les gusta vivirla. El verdadero torturado es el que siempre está pensando que la vida está en otra habitación y que él salió cuando entró la vida, por lo tanto se la ha perdido (risas). En cambio el verdadero vitalista, aunque sea nihilista, dice: “la vida es esto y, como es lo que hay, voy a aprovecharla”.
–¿Cómo se posicionaría usted en esta disputa?
–Yo estoy en todos los personajes y en ninguno de ellos en concreto. Mientras que cuando escribo un ensayo digo lo que pienso, la gracia de la novela es que puedo desaparecer un poco y crear personajes que defienden posturas que no comparto en absoluto. También hay un placer en que un personaje diga y haga cosas que yo jamás haría. Este es uno de los mayores placeres de la ficción.
–Pero respecto a Nirbano, ¿le cae simpático o le genera cierto rechazo el conservadurismo del personaje?
–Es difícil tener antipatía por un personaje que he inventado. Si me lo hubiera cruzado por la calle, no sé... Uno puede hacer los personajes voluntariamente antipáticos para los otros, pero como están sirviendo al propósito de crearlos antipáticos, no puedo tenerle antipatía. En todo caso, es antipático por obedecerme.
Una celebración del placer narrativo. Así define Los invitados de la princesa, novela por la que ganó el Premio Primavera 2012. “Me aburre la literatura realista, psicológica; lo que me gusta es algo que tenga un punto de imaginación y de leyenda. Un crítico muy naturalista le reprochaba a Picasso que su pintura no era una transcripción de la realidad tal como la entendía él, y además mencionaba un cuadro que sí es realista. Entonces Picasso le respondió: ‘Esa pintura es realista, pero no es real’. Me gusta la literatura real, no la realista.”
–¿Por qué en la novela aparece una mirada muy ácida hacia el funcionamiento de la maquinaria cultural?
–Es una mirada un poco burlona, desmitificadora. En el marco de la novela, aparte de las historias concretas, las acciones de ese grupo de intelectuales pueden ser bastante aburridas. Los grandes hombres están bien de uno en uno y un poco de lejos. Verte rodeado de personalidades todo el día puede ser muy agobiante. Por eso hay una visión humorística y a veces tierna de personajes entre los que me he movido durante toda mi vida.
–Uno de los personajes dice que la crítica es como “una policía literaria”. ¿Qué opina?
–Ha habido estudiosos de grandes autores que son interesantes porque desentrañan obras. Una crítica que no sea favorable al autor, un señor que dedica dos páginas para decir que un libro no le gusta, me parece completamente ridículo. El mundo está lleno de libros y la primera razón para no leer un libro es la existencia de todos los demás; por lo tanto es ocioso explicar por qué no leer un libro. ¡No lo leas y punto! En cambio, me parece interesante un señor que le gusta mucho Borges o Thomas Mann y además me explica ese placer, que aumenta el mío. Los críticos se comportan como si estuvieran en una aduana y dicen: “esto sí, esto no”, “esto puede pasar, esto no”. Además, normalmente te reprochan no haber escrito el libro que ellos querrían que escribieras. ¡He escrito lo que quiero yo! No se me ocurrió llamarlo por teléfono a ese señor y decirle: “oye, ¿qué te parece lo que estoy escribiendo?”. Esa especie de pretensión de “yo le voy a decir a usted si este libro vale o no vale” me parece absurda.
–¿Le pasó que los críticos le hayan señalado el libro que ellos hubieran querido que usted escribiera?
–Sí, en mi caso empeora porque cuando cogen una novela mía se preguntan ¿qué hace usted aquí? El mundo es libre; no soy prisionero del ensayo, puedo escaparme de la fauna y salir a pasear por otros lados. Lo primero que aparece es que no tengo derecho a escribir novelas; que tengo que dedicarme a “lo mío”. No es que me critiquen, no me hacen caso, no se molestan siquiera en leer: “hasta que no vuelva a publicar un ensayo, no le prestamos atención”. Y luego otros plantean que lo que hay en tal o cual novela no es lo mismo que en tal o cual ensayo. Pero una cosa es escribir un ensayo, que tiene sus motivos, y otra cosa es escribir por el placer de narrar. Y en una narración no pretendo que la gente cambie su modo de vida o se transforme por haber leído mi novela. Quiero que sea un entretenimiento inteligente. Nada más.
–¿Qué consecuencias tiene en los lectores este tipo de crítica que postula que un libro “vale o no”?
–Tiene poca incidencia entre los lectores. Somos los autores los que estamos más preocupados por ver lo que escribió Mengano de mi novela. Los autores que más venden son los más vapuleados por la crítica. Cuando publican una novela, se encuentran con que los críticos dicen que es una “bazofia inmunda”, pero la gente la compra entusiasmada. O sea que el interés práctico que tienen los críticos es nulo. A uno le gustaría encontrar lectores inteligentes que hicieran expresión de esa lectura por escrito. Que es lo que uno le pide al crítico. Pero a veces el crítico “te perdona la vida por existir” o algo por estilo. Entonces, ¡vaya por Dios!, me ha tocado un lector imbécil.
–¿Cómo explica algo que se describe en la novela y que se corresponde con la realidad: que hay mucha impaciencia por escribir y poca por leer?
–Todo el mundo quiere escribir y se impacienta si preguntas: ¿ha leído usted La montaña mágica de Thomas Mann? “No, no, estoy muy ocupado tuiteando”. Leer es una actitud más interesante e incluso más intelectual que escribir. Uno escribe por fidelidad a algo que le ha causado placer, que es leer. ¿Cómo se puede escribir sin haber leído? Es imposible. Y sobre la suposición de que cualquiera puede escribir cosas memorables ahí está Twitter para comprobar que no es así. Todo lo contrario: la mayoría de la gente no tiene nada interesante que decir y lo dice todos los días. Ahora los medios son más accesibles. Antes escribir era una tarea más compleja. Era muy difícil hacer llegar lo que se estaba escribiendo. A lo sumo lo podía leer la madre o la prima. En cambio hoy, por la vía de Internet, cualquier tontería se puede multiplicar por mil. Hay una red de personas ávidas de bobadas que antes no había. Aunque también es verdad que a veces se difunden cosas interesantes y que hay una accesibilidad inmediata que antes no había. Pero la lluvia constante de bobadas es agobiante.
–Lo curioso es que tanto la escritura como la lectura han estado asociadas con el campo de la dificultad, más allá de resultar actividades más o menos placenteras. Pero hoy, al menos la escritura, pareciera ser una actividad sencilla o simplificada.
–El problema es que esté todo al alcance de todo. Cualquier lector consciente tiene idea de las jerarquías literarias; es decir, yo leo a Borges, agradezco que haya escrito lo que escribió, y no pretendo ni mucho menos decir “puedo hacer lo que hace Borges”. Precisamente lo interesante de Borges es que escribió cosas que nadie puede hacer, y por eso nos gusta y lo seguimos leyendo. Pero ahora la idea es que todo el mundo puede hacer cualquier cosa. Si Thomas Mann ha escrito La montaña mágica, eso lo hago yo en una tarde y escribo una novela (risas). El problema es esa idea de que todo está al alcance de todos sin ningún tipo de práctica. Además, ahora es muy fácil fingir erudición. Yo no sé una palabra de física nuclear, pero si me das dos horas me voy hasta la habitación para buscar en Google una biografía apabullante sobre física nuclear. Entonces es muy común escuchar que “todos podemos hacer todo o que todos sabemos todo”. La erudición verdadera era la que transformaba a las personas. No era simplemente que tuvieras una lista de nombres, sino que por la investigación, por el tiempo dedicado, por la selección de autores, esa persona cambiaba intelectualmente. Eso no te lo da Google. Al contrario: favorece la pereza en vez de la agilidad mental. Y esto es preocupante: lo que deberían ser ayudas para ir más lejos es un pretexto para quedarte atrás.
–Hay comentarios muy ácidos sobre el progresismo en la novela que llevan a preguntarse, ¿qué es ser progresista hoy para usted?
–Una cosa es ser de derecha o de izquierda y otra cosa es ser progresista. Hay gente muy reaccionaria de izquierda y hay gente muy reaccionaria de derecha. El progresismo está a favor de la emancipación de la vida, pero no solamente de las trabas impuestas por el capitalismo sino por las supersticiones, por los mitos, por la obsesión de controlar la vida de los demás. Muchas veces hay visiones de izquierda que son más reaccionarias que las de derecha. Creo que hay dos enemigos fundamentales de la democracia: la miseria y la ignorancia. Para defender la democracia hay que luchar contra la miseria y contra la ignorancia. Pero muchas veces los que luchan contra la miseria favorecen la ignorancia y los que luchan contra la ignorancia favorecen la miseria. El problema es cómo lograr luchar contra las dos cosas sin necesidad de que se diga que para combatir la miseria hace falta inventarse un mito que aumenta la ignorancia. El progresista, con perplejidades y dificultades, es quien lucha contra esos dos extremos.
–¿Usted se definiría como progresista?
–Yo he sido progresista toda la vida y por eso, naturalmente, soy conservador en muchas cosas y en cambio en otras de izquierda. Una vez a Winston Churchill le reprocharon que había sido conservador y que se pasó a los liberales y luego otra vez se reincorporó a los Tories. Y Churchill dijo: “De vez en cuando tengo que cambiar de partido para no cambiar de principios...”.
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