Lunes, 11 de marzo de 2013 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA A LA ESCRITORA URUGUAYO-HOLANDESA CAROLINA TRUJILLO
La autora de El regreso de Lupe García —que vendrá a la Feria del Libro— nació en Montevideo, acompañó a sus padres al exilio y no pudo adaptarse al regreso a la tierra natal. Sus novelas son sobre personajes latinoamericanos, pero están escritas en holandés.
Por Silvina Friera
Desde Amsterdam
Las palabras flotan en el aire del De Pels, un típico café holandés ubicado en la Huidenstraat, punto de encuentro de periodistas, escritores, artistas. La bohemia se respira al entrar; es la mejor contraseña para medir las vibraciones del ambiente. Las voces en su lengua madre, el neerlandés, retumban amplificadas por esa madeja de consonantes complejas, las imponentes fricativas velares que suenan tan extrañas en oídos poco habituados a los idiomas germánicos. Carolina Trujillo está en su casa: escribe como una narradora holandesa, habla como una uruguaya de pura cepa. Cómo encajan estas piezas en el rompecabezas de su vida ahora no que le quita el sueño. A veces, dirá soltando un suspiro de resignada costumbre, no encastran. Hay escisiones, momentos irrecuperables, tiempos perdidos que quedan tatuados en el imaginario. Pronto regresará a Buenos Aires –escala intermedia en el exilio de su madre, ella y su hermana, rumbo a Amsterdam, adonde llegaron en 1976– como integrante de la delegación de autores holandeses que participarán de las actividades del Café Amsterdam, la ciudad invitada de honor de la 39ª Feria Internacional del Libro. “Me acostumbré a escribir en holandés, pero no descarto que algún día vuelva a escribir en castellano rioplatense. Quizá cuando sea más viejita, en unos años”, dice Trujillo en la entrevista con Página/12.
Seis años tenía cuando llegó a Holanda junto con su madre y su hermana menor. Antes había estado en Buenos Aires y Bahía Blanca, entre 1974 y 1976. Su padre, entonces militante de Tupamaros, estaba preso en el penal de Libertad. Acá, en Amsterdam, estudió toda la primaria y un año de la secundaria. En 1985, cuando su padre fue liberado, el trío de mujeres hasta entonces inseparables decidió que era hora de regresar a Montevideo. Siempre hay una escena que condensa un hondo desencuentro. “Nosotras hablábamos acá un castellano de entre casa, decíamos ‘querés milanesas’, ‘comemos moños’ –repasa la autora de El bastardo de Mal abrigo y El regreso de Lupe García la rutina doméstica todavía en el exilio–. Recuerdo mi primer día en el Liceo uruguayo. ¡Yo no sabía qué significaba esófago! En esas primeras clases, al margen de la hoja, anotaba las palabras que no entendía para luego buscarlas en el diccionario. En la clase de historia no sabía lo que era ‘siglo’. Tratar de entender de qué venía la cosa era complicado.” Trujillo repitió tercero, cuarto y quinto año del secundario; era una especialista en acopiar malas calificaciones, quizá su manera de llamar la atención, de rebelarse. Pero algo cambió su suerte y marcó las cartas de su incipiente destino. Esa adolescente que andaba de desastre en desastre, haciéndose la rabona, escribió un cuento, “Media hora y pico de una mañana”. Su madre lo envió a un concurso en Chile y ganó el segundo premio. “A partir de ese momento quedó fijado que yo tenía que ser escritora. Pero mis padres me mandaron a un curso de dactilografía; se ve que se la venían venir, que conmigo no iba a ser fácil. Aprendí a escribir a máquina con el sistema pandactilar, a ciegas. Y escribí una anécdota de mi infancia, otra anécdota más y cuando me quise dar cuenta tenía una autobiografía fantaseada, De exilios, maremotos y lechuzas, mi único libro escrito en castellano con el que gané el Primer Premio en el concurso Colihue de Novela juvenil en 1990.”
Un año después, en 1991, Trujillo se compró el pasaje a Holanda con los mil dólares que cobró por los derechos de los primeros mil ejemplares de su novela juvenil. “Antes de irme de Montevideo, me la pasaba laburando y estudiando. Y a mí me gustaba la rumba –confiesa la escritora–. Me di cuenta de que quería la aventura, ver si podía construir una vida sin que mis padres me ayudaran. Allá conseguí un trabajo en la Guía del tercer mundo porque mi mamá conocía a alguien. Por un lado te educan y te dicen que ‘eso no se hace’ y la cuña igual se usa. Cuando se hizo el referéndum en el ‘89, cuando el pueblo eligió perdonar a los militares y ganó el voto amarillo, me dije ‘basta para mí’. Pero de esto me fui dando cuenta diez años después, escribiendo sobre el tema. Lo que escribo, aunque sea en holandés, se desarrolla en América latina.” Volvió a Amsterdam para estudiar un año de antropología y otro de literatura, hasta que vio un aviso en un diario: estaba abierta la inscripción en la carrera de guionista. Se presentó, aplicó y se recibió de guionista “di-plo-ma-da”. Imposible reproducir la gracia y la saña con la que enfatiza lo de “diplomada”, como si destripara las sílabas un vocablo monstruoso. “Nunca fui muy talentosa para los guiones. Ni bien terminé, me puse a escribir narrativa. El guión es una tortura”, agrega.
–¿Por qué una “tortura”?
–¡Te cambian todo lo que escribís! Tenés que consultar cada línea con el director y el productor; al final, de la idea original va quedando muy poco. Si quería que la historia se desarrollara en invierno, la filmaban en verano, entonces tenía que cambiar. O mi personaje principal era una mujer de 50, pero conseguían una actriz joven y muy linda y me pedían si la podía “rejuvenecer” un poco. En cambio, en narrativa las cosas suceden como una las escribe: hay tormenta y hay tormenta.
–¿Cómo vive el hecho de estar en Amsterdam y escribir en holandés historias que suelen transcurrir en Uruguay, en el Río de la Plata?
–Por una parte me ayuda porque ya estoy en un espacio de ficción: el mundo sobre el que estoy escribiendo está lejos, hay más distancia. Pero también me da un poco de miedo porque a veces pienso que me puedo mandar un invento y después lo lee un uruguayo que dice: “esto así no es...”. No me pongo a pensar cómo es escribir en holandés sobre Uruguay. Reconozco que siento cierta libertad porque estoy escribiendo sobre un mundo que conozco, pero el lector holandés no. Si digo que las cosas son así, el lector de acá dice “así será”.
–¿Qué secuelas le ha dejado el exilio? ¿Quizá la imposibilidad de volver a Uruguay, de pensarse viviendo en Montevideo?
–Puedo volver a Uruguay; con la vida que tengo hoy, si quisiera, me pongo las pilas, trabajo, trabajo y trabajo, consigo la plata y me voy un tiempo. Estuve un año y medio en Montevideo, entre 2004 y 2005, escribiendo. Ahí me di cuenta de que tengo un desarraigo. Mi hermana también vive acá y tiene dos hijos. Pero mi madre está en Uruguay. Sus dos hijas y sus nietos estamos en Holanda. Mi madre dice que es “huérfana de hijos”. Ella sufre más que lo podemos sufrir nosotras por estar acá. Para mi hermana y para mí es algo que sucedió sin que pudiéramos optar. Pero mis padres deben sentir que es el precio que pagan por la militancia de su juventud. Sé que mi madre extraña mucho a sus hijas y a sus nietos. Quedó la familia dividida; es una distancia grande y el tiempo que no pasamos juntos es irrecuperable. Y eso es bravo...
–La familia dividida, el tiempo perdido, es un tema recurrente en sus novelas, ¿no?
–En El regreso de Lupe García nunca se dice que Lupe es uruguaya pero queda claro que ella vive en Holanda. Esta novela trata sobre el regreso de hijos de ex Tupamaros, cuatro muchachos, que están en la búsqueda de quiénes fueron sus padres y por qué no los tuvieron cuando eran niños. Lupe se pregunta por qué sus amigos son tan destructivos. Cuando ella se encuentra en el Río de la Plata con un amiguito de la infancia, que es un barman alcohólico, y le empieza a preguntar por fulano, mengano, zutano, la respuesta que recibe es que fulano anda mal porque robó y mengano está durmiendo en la calle... En un momento el barman le dice a Lupe: “Todos nosotros estamos hechos mierda”. Esa frase fue uno de los motores para escribir la novela. El narrador es Gono, un uruguayo que estuvo con Lupe un verano, intentando filmar una película con fondos holandeses. Pero terminan secuestrando a un torturador porque a Lupe le da rabia que no los juzguen. Todo sale espantoso y Gono termina preso. Otra frase disparadora fue de mi hermana, que tiene dos hijos, y un día me dijo: “Yo tengo hijos y nunca me hubiera metido en la guerrilla”.
–¿Qué impacto tuvo en usted ese modo de cuestionar la militancia de sus padres?
–La opción de mis padres siempre había sido buena para mí. Si bien arriesgaron mucho y fueron a pérdida, era lo que debían hacer. Pero mi hermana, quizá con unas copas de vino de más, me hizo percibir que hay una manera de ver las cosas que podía ser más ambigua. Y que quizá papá y mamá no habían elegido la mejor alternativa... Aunque para mí, hasta ese día, esa opción había sido incuestionable.
La literatura flirtea con la ambigüedad, con lo no dicho, con una revelación que nunca se produce. Trujillo entra en el modo pausa, en un breve silencio. Parece que no vuela una mosca alrededor, a pesar del bullicio del bar. Tiene una casita con una huerta orgánica donde cultiva zanahorias y brócolis. Se gana la vida dando clases de escritura en holandés. “Le enseño a holandeses a escribir, sí señora, aunque no lo crea –bromea–. Doy talleres de escritura literaria y corrijo manuscritos holandeses, no a nivel gramatical, sino literario.”
–Acá, ¿se siente una holandesa más?
–A veces... La última vez que estuve en Uruguay, por el enganche con la gente, me di cuenta de que soy más holandesa que uruguaya. Allá meto la pata, me interpretan mal, ofendo cuando no quiero ofender o me juzgan mal. Socialmente, me cuesta más encajar en Uruguay que acá. Estar un año allá me ayudó a descubrir que soy más holandesa que uruguaya. Cuando pensaba al revés, que era más uruguaya que holandesa. Acá tengo mis desencajes también.
–¿Qué tipo de desencajes?
–Soy gritona, discuto sobre temas que a los uruguayos nos gustan. Discutir de política y religión con los holandeses es difícil, no sé por qué... Acá la genta anda en bolas en la playa, pero no te dice cuánta plata gana o cuánta plata tiene en el banco; es un tema tabú. Me parece que si en Uruguay o en la Argentina le preguntás a un amigo cuánto gana, te lo dice. No me refiero a un desconocido, sino a un amigo. Me gusta patinar sobre ruedas por las calles de Amsterdam y no pasa nada. Pero allá me miraban muy mal. ¡Ni casada ni con hijos y encima patinando! (risas). Ya me acostumbré y sé en qué planos desencajo y en cuáles no.
–¿Qué implica escribir en holandés? ¿Es como encontrar su lugar literario en el mundo?
–El holandés es el idioma en el que estoy pensando. Las historias transcurren en América latina y aunque para mí los personajes están hablando en español en el momento en que los hago hablar, en el texto hablan holandés. No sé cómo sucede esto, por qué maquinaria pasa la traducción. No tengo idea cómo trabaja mi cerebro.
–¿Hay temas o marcas de la literatura o la cultura holandesa contemporánea que aparezcan en sus novelas?
–Mmmm... Qué mal... Probablemente el consumo de drogas. Hay muchos drogadictos en mis libros (risas).
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