Lunes, 11 de marzo de 2013 | Hoy
LITERATURA
A Lupe le vi las tetas cuando apenas eran unos bultitos puntiagudos. Nuestro primer verano juntos recién había empezado y nunca más me pude sacar los bultitos de la cabeza. En Holanda, decía ella, hacer topless era normal. Cuando El Toco, mi mejor amigo, se enteró, se puso a los gritos. Pero fue cuando supo que Lupe además se cambiaba la ropa estando yo presente y que a veces andaba sólo en bombacha por el fondo. Las niñas que conocíamos no hacían esas cosas, no si había varones cerca. Las únicas bombachas que veíamos estaban colgadas en los puestos de la feria.
Lo último que me quedaba por ver de Lupe era la parte entre sus piernas y cuando eso sucedió supe que era la mujer de mi vida. Estábamos en la playa frente a mi casa, podría hasta señalar la roca. Ella llevaba unos pantalones cortos y tenía las piernas arrolladas y así nomás pude ver todo: una rosita como de jamón. Creo que nunca en mi vida se me había parado tanto, hasta me puse pálido.
–¿Vamos al agua? –me preguntó, pero si yo me levantaba me iba a enterrar de pija en la arena. A esa edad uno vive las cosas así. Ella entró corriendo al mar.
En Holanda aprenden a nadar en la escuela. Es por la cantidad de canales que hay. Cada holandés corre un riesgo de ocho en diez de caerse al agua algún día, en general, con bicicleta y todo. Se habían hecho estudios sobre el tema. Yo nunca dudé de lo que ella contaba. Le dije que acá también había mucha agua, pero que nos ahogábamos nomás. Ella no lo podía creer.
* Fragmento de El regreso de Lupe García en Narrar Amsterdam (Eduvim).
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