Lun 18.03.2013
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LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR URUGUAYO ERCOLE LISSARDI

“Mis novelas hacen visible cierto nivel de hipocresía”

El autor de El centro del mundo, tres nouvelles extremas y desafiantes, destaca la naturaleza política de su literatura: “El eje es que hay una fuerza oscura que nos habita y que dos por tres se despierta, que es el deseo”, dice.

› Por Silvina Friera

El arrebato del deseo perfora la piel. En las novelas de Ercole Lissardi, escritor de culto a quien le adosaron la etiqueta de “pornógrafo” en un pasado no tan lejano, las convenciones y apariencias estallan en mil pedazos. Todo se rompe, se desgarra, se desordena. Los cuerpos se calientan al compás de esa fuerza salvaje, que no sigue ninguna norma al pie de la letra. En algunos personajes, perplejos y enfurecidos por eso que no consiguen controlar, salta la chispa de una angustia metafísica insoportable. A la pornografía sólo le importa mostrar cuerpos en acción en un primerísimo plano. El narrador uruguayo, en cambio, enfoca el erotismo del lado de la pasión, de una dialéctica corporal y de los sentidos. “Yo soy más bien huraño, de mi casa, bastante reservado. Tengo un nene de siete años que lo adoro, paso mucho tiempo con él”, cuenta el autor de El centro del mundo (Planeta), tres nouvelles extremas, desafiantes, unidas por tensiones disímiles que van del flirteo con la necrofilia y la masturbación –“el cadáver es el instante de esplendor de un mundo que colapsa”–, pasando por una dimensión “épica” y rabiosa donde la mujer tiene las riendas de los encuentros, hasta llegar al malestar entre mandatos familiares y un juego de roles en que un tercero impone sus reglas.

“Todas las etapas de la vida son formativas para un escritor, pero mis años en México lo fueron especialmente por una razón fundamental: me casé con una mujer mexicana que era una gran artista, Adriana Contreras, fotógrafa, pintora y cineasta, que lamentablemente murió muy joven. La mera convivencia me hizo aprender lo que es tener una visión de artista de las cosas más sencillas de la vida. Me emociona acordarme de Adriana”, dice el escritor en la entrevista con Página/12. Ercole Lissardi no se llama así. Nació en Montevideo con otro nombre, el nombre “legal” que eligió su familia, el mismo nombre que portaba cuando tuvo que exiliarse de su país. Luego de la muerte de Adriana, comenzó a escribir. Antes estaba empecinado en conjugar un único verbo: filmar. “Me di cuenta de que el cine no era para mí, porque en aquella época –y supongo que ahora es más o menos lo mismo– hacer una película era llevar un proyecto durante años. Las tres novelitas que son El centro del mundo las escribí en cinco meses. Mi cabeza funciona sacando cosas para afuera continuamente y eso el cine no lo permite –compara–. Terminé por aceptar lo que sabía que era una vocación latente: la de la escritura. Me di por vencido y dije: ‘Tendré que ser un escritor’. Hice cine a un costo que no estaba dispuesto a pagar para realizarme como artista. Empecé a publicar en 1995 y llevo veinte libros. Y tengo cinco novelas guardadas para cuando me las pidan.”

–Ah, es de los que almacenan novelas, por las dudas...

–No puedo no tenerlas porque la vida me presiona, me invita a escribir.

–¿Qué lo invitó a escribir las tres novelas incluidas en El centro del mundo?

–Yo soy bastante inconsciente, escribo a ciegas; no debo ser el único. En el caso de El centro del mundo, lo único que sabía era la afirmación: “El centro del mundo es el cadáver”. Y curiosamente salió en diez días y prácticamente no hubo correcciones. A pesar de que tiene una estructura formal compleja, salió así como está. No va a faltar quien diga: “¡Qué lástima, tendrías que haberla corregido!” (risas). Prácticamente no tiene corrección. Y eso me hacía sentir feliz porque la felicidad perfecta deber ser lo que hacía Mozart, que escribía sus partituras y no corregía. Escribió la sinfonía Júpiter y en el manuscrito original no hay correcciones. Esa felicidad la tuve con este librito y con otros. Pero con éste en particular porque además es fantasioso. A pesar del tema, no es un libro trágico, de tono sombrío. Hasta lo que yo sé, cada libro me es generado por algo distinto.

–¿Hay un proyecto de vincular eros y política? ¿Cómo concibe esta relación?

–Está bien que hablemos de este tema. Mi literatura tiene un lado político. El eje es que hay una fuerza oscura que nos habita y que dos por tres se despierta, que es el deseo. Pero tratamos de que no se despierte, de no darle bola. En determinados momentos somos presas de esa cosa llamada deseo. Y esa cosa tiene por característica que precisamente porque es oscura, irresistible y porque se lleva todo por delante, fácilmente rompe cierto nivel de apariencias; las atraviesa, las quiebra, como una pedrada en un vidrio. En ese sentido es como entiendo que mi literatura es política, porque hace visible cierto nivel de hipocresía que en el fondo es inherente a cualquier sociedad. Las cosas se mantienen dentro de un orden y hay ciertas apariencias y reglas de juego que hay que respetar. Pero de pronto hay una cosa que atraviesa todo y rompe con todo, que impone su propia ley, que es la ley del deseo. El deseo viene a acomodar las cosas de tal manera que ciertas apariencias se vuelven insostenibles.

–Tal vez el deseo, el goce, ¿podrían ser vistos como una incorrección política?

–Sí, precisamente por cómo funcionamos; en tanto civilizados, buscamos desalentar esa imprevisibilidad, esa torpeza con que esas oscuras fuerzas que nos atrapan, rompen con las cosas. Nos comportamos “adecuadamente” porque somos civilizados. En eso consiste la civilización, en una suma de maneras aceptadas en la cotidianidad, de cómo deben comportarse las personas. Este tipo de fuerzas aprendemos a dominarlas; reprimimos el deseo, lo queremos domeñar, queremos desear de una manera correcta a quienes debemos desear y no a quienes no debemos desear, o a quienes ni siquiera conocemos. En mis novelas trato de que esa coraza se caiga; por eso muchas veces se trata de un encuentro fortuito o una situación socialmente inaceptable que da el tono, que lanza hacia adelante a los personajes. Por ahí va la cosa...

–En “La diosa idiota” sería la esposa del amigo, algo socialmente inaceptable...

–Sí, aunque sabe vagamente que esa pareja ya no funciona bien. El motor de esa novelita es que al dársele y quitársele algo todo el tiempo, el deseo llega a un grado de desesperación en el cual el tipo no tiene más remedio que empezar a tomar conciencia de qué es lo que está haciendo. El tono de la novela es de irritación. El está furioso en la relación y recordando la relación; es manejado por Gabriela y eso lo lleva a un estado de exasperación muy fuerte. No puede estar en paz, no hay manera de que se suelte. Hasta que inventa una manera: llegar al amanecer, a la otra orilla de la noche, como una especie de hazaña absurda.

–Pero al mismo tiempo esa escena narrada con tanta belleza, cuando va ingresando la luz, es el principio del fin.

–Al llegar a ese punto, al cruzar la noche con Gabriela en una sola cópula, en un solo acto sexual, en una sola exasperación física, ese llegar a la luz es el fin. Está libre. Pero igual no entendió nada, no sabe qué pasó, no sabe por qué la mujer lo trató así. En realidad, Gabriela estaba regulando esa relación; era la manera de ella de desearlo a través de ese darle y quitarle. Los deseos de ambos encastran de una manera fallida porque él quiere llegar a poseerla de una manera total.

–El placer es tributario del misterio o de algo que no se puede descifrar. El placer no es epifánico, es como si la epifanía matara al placer. Esa es la sensación que puede producir la lectura de ese momento en que entra la luz y él está libre. ¿Qué opina usted?

–Está muy bien visto, lo voy a usar (risas). Lo lamento mucho, alguien se va a beneficiar de tu observación. El goce se alimenta del misterio; en mi literatura no hay epifanías. Lo que hay es la irritación de tener que seguir a una fuerza impía, cruel, que no sabemos adónde la seguimos y qué queremos de eso. Muy formadora para mí fue la película El imperio de los sentidos, de Oshima, una de las pocas películas profundamente batailleanas que he visto. La película plantea que el deseo soltado como un animal brutal, si no se lo frena en algún momento, o si no se agota por sí mismo –que es otro de los misterios del deseo, que de pronto se agota–, si persiste e insiste hasta el final, lleva a la locura y a la muerte. Es una idea terrible la que hay en esa película y para mí fue muy formativa, como toda la literatura de Bataille, que probablemente sea el autor de literatura erótica más importante del siglo XX. Para empezar es el primero que escribe un libro de filosofía, de pensamiento sobre el erotismo. Antes no existía ninguno. Fíjate tú si el erotismo será imposible de negociar en nuestra cultura que hasta 1957 tuvieron que pasar siglos de pensamiento, de elaboración filosófica, para que hubiera un libro sobre el erotismo, que sigue siendo el referente.

–¿Le costó tener lectores en Uruguay?

–Me atacaron tanto que la gente me empezó a leer; ésa es la verdad. Me criticaban por razones espurias, decían “qué bien escribe, pero es pornografía”. En Uruguay, acusar a alguien de pornógrafo es, según ellos, terrible, una suerte de denuncia pública. Decir que soy un buen escritor, pero a la vez decir que soy un “pornógrafo”, lo que hace sobre ciertos lectores inteligentes es que quieran leer lo que escribo. Mi crecimiento se fue dando porque un lector le decía a otro: “¿No leíste tal libro de Ercole Lissardi? Está bueno”. Se dice que un autor es de culto cuando precisamente los lectores hacen un pequeño éxito de un libro, recomendándoselo entre ellos. Que fue un poco lo que pasó conmigo, a pesar de la crítica de izquierda, que fue muy dura.

–¿Qué actitud tienen ahora esos críticos? ¿Modificaron sus críticas?

–No, no las modificaron. Hay gente que la atacan y se queda callada. Yo no me quedo callado. Como contraataco y digo las cosas por su nombre, lo que han hecho es dejar de lado a Lissardi, lo cual no impide que mis libros se vendan. Lissardi es una especie de marca registrada, de referente; los libros de Lissardi ya se sabe qué tipo de literatura es, cuál es el nivel de calidad, entonces la gente lo va a comprar igual. En cambio, la actitud aquí, en Buenos Aires, ha sido exactamente la opuesta. A nadie se le ocurrió que mi literatura fuera censurable por razones de índole moral. Aunque seamos hermanos, Buenos Aires y Montevideo son ciudades muy diferentes; tienen matrices culturales distintas. Buenos Aires no tiene ciertas trabas históricas que tiene la cultura uruguaya. Tendrá otras trabas, porque todas las sociedades tienen sus pros y sus contras. El carácter monolítico de izquierda de la cultura uruguaya, que conlleva a la pacatería de izquierda, es algo que acá no existe porque la cultura de izquierda argentina no ha tenido el peso que ha tenido la izquierda en Uruguay, en donde existe la cultura de izquierda como un monolito. En la Argentina hay muchos más vectores culturales en juego; es una ciudad más abierta y cosmopolita.

–Además, hablar de izquierda en la Argentina tiene un sentido más amplio que el que tiene en Uruguay, ¿no?

–Exactamente. La izquierda uruguaya es muy monolítica, nunca se autocriticó porque sabía que iba a ganar. Era cuestión de tiempo. Desde que se terminó la dictadura militar, fue una cuenta regresiva porque la izquierda había ganado la batalla cultural. Uruguay es un país culturalmente de izquierda; que llegaran al gobierno era cuestión de tiempo. Y ojo que no lo digo desde la derecha. Yo me comí diez años de exilio por ser de izquierda. Me tuve que ir de mi país porque, si no, iba pa’ dentro.

–¿Militaba en algún partido?

–Tenía mucha cercanía con agrupaciones juveniles comunistas. Mi militancia en el ámbito universitario fue en el Grupo de Acción Unificadora, una especie de izquierda del comunismo. Yo era simplemente un militante, pero la dictadura uruguaya, hasta al más pequeño y humilde de los militantes, los metía adentro. Yo no estoy hablando desde la vereda de enfrente. Estoy hablando desde la izquierda; es lo que fui durante toda mi juventud y es lo que implicó tener que irme del país, separarme de mi familia, que es totalmente traumático. Es un hachazo en tu vida que es muy difícil después de arreglar.

–¿Ese hachazo forma parte de la elección de un seudónimo?

–Ercole Lissardi no es un seudónimo. Lo que procesé fue un cambio de nombre. A mí nadie me llama por el nombre que tenía antes. Si me llaman así en la calle, no me doy vuelta. Un seudónimo es algo que tú usas para de alguna manera no aparecer con tu nombre. Yo me cambié de nombre, lo hice de una manera inconsciente, a ciegas, y mucho tiempo después empecé a darme cuenta realmente de lo que implica cambiar de nombre.

–¿Qué implica ese cambio?

–El nombre que recibís es el nombre del padre. No es poca cosa cambiar de nombre.

–¿Y su hijo de siete años cómo lo llama?

–Me dice: “Papá, ¿sos el gran escritor Ercole Lissardi?” (risas). No creas que me lo pregunta en serio, me lo hace para cotorrearme.

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