Lunes, 1 de abril de 2013 | Hoy
LITERATURA › EL POETA MARIO ORTIZ Y SUS CUADERNOS DE LENGUA Y LITERATURA
El autor admite que sus obras son “locuras”, pero que el proceso de construcción literaria le devuelve cierta plenitud existencial. “El lenguaje, el trabajo con las palabras y con las cosas, es una posibilidad de sobrevida”, subraya.
Por Silvina Friera
El poeta se hamaca, estira las piernas, como un niño sorprendido por la vibración de las cadenas. Primero se balancea lentamente. Tantea el terreno mientras traza unos garabatos con las zapatillas sobre la tierra. Luego viene el envión. Sus hijas capturan esas imágenes del padre-poeta hamacándose para la posteridad. La mente de Mario Ortiz no descansa; está revoloteando sobre órbitas obsesivas, sobre un yuyito que –confesará después– le devolvió lo que había perdido: la escritura. El flaco hiperquinético produce sonidos, narraciones. Cuando escribe. Y cuando habla. Su maquinaria poética es una empresa inaudita, una chifladura tan peculiar que leerlo es una experiencia inolvidable. Resulta imposible salir indemne de las páginas de Cuadernos de lengua y literatura (Eterna Cadencia). Las esquirlas de su intensidad verbal se quedan clavadas para siempre. No es cierto que esas letras sean “ino-fensivas”, como él postula. Golpean, inquietan, envían señales de un mundo a otro, como fragmentos de sentidos que el lector recompone. “Una pupila girando en torno a un alfabeto genera un relato. Si cada rotación supone una vuelta al punto de partida, acaso podría verse de nuevo el origen de las letras; no de las primitivas inscripciones sobre piedra o barro cocido, sino algo más próximo –se lee en uno de estos cuadernos que embisten contra la posibilidad de adjetivarlos, porque afirmar que son geniales es quedarse corto–. Y sí: la topografía de las obsesiones se confunde con la de lo entrañable, y cuando el ojo llega a ese punto exacto luego de incesantes circunvoluciones, imagina. En ese momento tiene la capacidad de crear imágenes porque el trazo caligráfico lo ha abducido al mundo de la interioridad.”
Hablar con Ortiz es como hamacarse por la audacia de las conjeturas incluidas en Al pie de la letra, Crítica de la imaginación pura y Tratado de fitolinguística, tres volúmenes en un único libro, Cuadernos de lengua y literatura. “Escribo, por lo tanto existo”, dice en el final del itinerario que propone. “La frase no tiene demasiado misterio. La escritura me hace sentir que existo más plenamente, que soy mejor persona. La escritura no es solamente un volcar ideas; es una acción, un proceso físico, mental y espiritual en el cual todo esto se pone en juego en relación con la mano, con el cuerpo, con el papel, con la birome, con el objeto que tenés al lado; la relación que entablás con las palabras y con los objetos. Pienso en (Francis) Ponge cuando decía que los objetos lo constituyen. El proceso de escritura no sé si me constituye como sujeto, pero me devuelve una cierta plenitud existencial”, subraya el poeta en la entrevista con Página/12. “En el libro se ve un recorrido muy claro por una serie de relaciones que se dan a un nivel tridimensional, y el texto es como una proyección bidimensional. Hay una relación entre un sujeto y unas cosas, y de esa relación que se establece, dentro mismo del lenguaje, se produce una serie de transformaciones mutuas. Las cosas empiezan a hablar, el propio sujeto empieza a escuchar.”
–Al comienzo resulta muy importante la genealogía de determinadas palabras, de dónde vienen y qué resonancia tienen. ¿Cómo explica este interés que es claramente una obsesión mayúscula?
–Hay algo con la densidad y la historia de las palabras. Como decía Ponge, una palabra es como un objeto de tres dimensiones: tiene una dimensión para el oído, una dimensión para la vista y una dimensión de significado. En las palabras está la densidad social, las luchas políticas y los distintos significados que la política, la economía y la cultura les fueron imprimiendo. El gran trabajo de Raymond Williams nació de interrogar una palabra: cultura. A partir de esa indagación fue armando un mapa de cuestiones. Ahí está ese librito maravilloso, Palabras clave. Cada una de esas palabras supone una interrelación con los aspectos de la totalidad social. Una de mis preocupaciones es la relación que mantenemos con las palabras y las cosas. ¿El lenguaje determina lo que pensamos? ¿Nosotros determinamos al lenguaje? ¿Qué cosas hacen las palabras con nosotros? Como no me da la cabeza para hacer filosofía, hago lo que puedo... Hago estos cuadernos, estas locuras (risas).
–¿Por qué locuras?
–Es un tanto extraño... estos cuadernos son poesía para mí. Pero no es una poesía que se constriña al formato verso, al menos en esta etapa. No es nada nuevo. Se enclava dentro de la tradición romántica. Y no es porque se trate de un poema en verso o de prosa poética. La división entre prosa y poesía resulta estéril. Claro que cada una tiene sus propias modalidades, por supuesto. Si se puede hacer estallar esas fronteras genéricas, hay un verdadero enriquecimiento para la literatura en general. Esto me lleva a tomar muchos textos que resultan problemáticos, inclasificables, y que para mí son poemas. Un texto muy cercano es Bellas Artes, de Luis Sagasti. Ese texto maravilloso –aunque Luisito se considera narrador– para mí es un poema.
–La conexión entre las palabras y las cosas, ¿estuvo siempre en su horizonte como escritor o fue algo que incorporó con el tiempo?
–No, no estuvo siempre. El Mario Ortiz que empezaba a escribir era un pelotudo. Y el que está escribiendo ahora es otro pelotudo, pero un poquito más canoso (risas). Son cosas que se van descubriendo a medida que se frecuentan lecturas. Si miro mis primeros libros, son mucho más inorgánicos, un conjunto de textos independientes que intentaban tener alguna ilación. Después fui encontrando un eje conductor. Hay una máquina que está funcionando, que en algún momento la voy a tener que destruir, antes que la máquina me coma a mí.
Las manos de Ortiz dibujan en el aire un plan de ruptura. “Tengo pensado un poema épico sobre YPF... Y no es un tema que me surgió ahora porque Cristina (Fernández) nacionalizó YPF. Es algo que me viene desde la adolescencia –revela–. En la escuela secundaria, en una revista de Todo es Historia, leí un artículo que hablaba sobre los inicios de YPF. Después, en algunas charlas con Sergio Raimondi sobre lo que fue el proceso neoliberal y el desguace que ocurrió en nuestro país, volví a ese artículo. Y fue como una especie de cosa epifánica que tuve: acá hay una relación entre soberanía energética y producción verbal. Hay algo con YPF que consiste en demostrar cómo el Estado no solamente puede ser administrador, sino que puede ser un buen administrador. Que el Estado se haga cargo de la riqueza petrolera es una forma de plantear que se puede hacer cargo de la riqueza verbal del país, ¿no?”.
–La palabra yacimiento tiene una potencia muy especial...
–Sí, es muy interesante. Cuando YPF fue privatizado, cuando fue vaciado, se siguió conservando el nombre: Yacimientos Petrolíferos Fiscales. ¿Cómo seguir llamando fiscal a lo que ya no es fiscal? ¿No hay una contradicción?
–Llamar yacimiento a lo que está vaciado es una especie de oxímoron.
–Y es un oxímoron que se funda en el cinismo de la falsa conciencia: mantengo ese nombre para tranquilizar conciencias.
Cuadernos de lengua y literatura es una “locura”, repite el poeta. El lector se encontrará con uno de los artefactos más bellos y extraños escritos en estos últimos tiempos. Una caja de Pandora poética, semiótica, lingüística. “Hay momentos en que el lenguaje necesita mayor amplitud, desarrollo, argumentación. Necesita el ritmo de la prosa. Y hay momentos en que se condensa y se vuelve ritmo poético. No me refiero a la superposición de géneros. Es el mismo lenguaje que trabaja en distintos registros –aclara–. ¿Sabés quién me ayudó? Lope de Vega. La tenía clara Lope de Vega.”
–¿En qué lo ayudó?
–Lope de Vega era un hombre de acción. Sabía que cuando tenía que avanzar la acción dramática y necesitaba un diálogo rápido, el tipo de verso que le convenía era el octosílabo, el más cercano a la conversación. Cuando la acción se detenía en un momento reflexivo, de soliloquio, le venía bien el endecasílabo. Fijate qué interesante, cómo hay un mismo lenguaje que se modula en distintos registros, según las necesidades.
–La idea de explorar cómo funcionan ciertos objetos es central en los cuadernos. ¿Qué implica la palabra explorar?
–Explorar quiere decir también experimentar. Experimento y experiencia tienen la misma raíz. La exploración implica un espacio de experiencia y una forma de conocimiento. Y es una forma de conocimiento que a uno lo constituye como sujeto. En un momento en que dejé de escribir, mirar un yuyito me ayudó a arrancar de vuelta.
–¿Por qué dejó de escribir? ¿Qué pasó?
–Consideré que estaba liquidado, que lo que había escrito se había acabado. Que finalmente algo se quebró. Yo pasaba con la bicicleta y miraba ese yuyo –lo que está en el libro es cierto–, y me puse a escribir. Y me di cuenta de que se estaba produciendo algo que tiene que ver con mis obsesiones. Uno tiene que ser fiel a sus obsesiones porque ahí se juega un núcleo muy intenso. No fue un estado depresivo, pero fue un momento extraño. Dos por tres tengo esos sube y bajas. Y en esos momentos de baja se produce una distorsión del espacio y del tiempo. Por eso me interesaba la recuperación a través de la palabra, a través de algunos personajes como Nelson, que fue un compañero de secundario que estuvo como sumergido en el fondo del mar, en el reino de la indiferenciación. El lenguaje, el trabajo con las palabras y con las cosas es una posibilidad de sobrevida. De ahí que la refuncionalización de los objetos sea también la refuncionalización de uno mismo. Hay que nombrar las cosas antes de que uno desaparezca. Uno desaparece y hay un fragmento de experiencia que se pierde definitivamente.
–En el libro aparece cierta inquietud por estar escribiendo algo que no sabe bien qué es. “Muchas veces yo tampoco me entiendo y me siento frente a mis textos como ante un desconocido que habla otro idioma”, se lee en uno de los cuadernos. ¿Soporta sus textos a pesar de la extrañeza?
–Es muy interesante, está muy bien señalado. Parte de una cuestión material concreta: me gusta mucho escribir a mano. Y a veces dejo huecos porque no me alcanzo a entender. Hasta los propios pibes de la escuela sufren cuando escribo algo en el pizarrón y me preguntan: “¿Qué dice ahí, Mario?”. Y tengo que empezar a traducirme. Esto mismo es la expresión material de otra cosa que anda dando vueltas: ¿qué estoy haciendo? Por eso hablo a veces de locura, en el buen sentido. Lo que me pasa con ese yuyo es real. En el texto está la foto de ese yuyo. ¡Yo fui y le saqué una foto! A veces no me entiendo o siento cierta extrañeza. Son momentos de dudas que aparecen en el texto porque movilizan la exploración. Cuando escribí el final, donde armo una especie de aparato imaginario, un submarino para rescatar a Nelson, literalmente me pregunté: ¿esto no es una pelotudez? Ahí me arriesgo al propio fracaso. Si uno no pone un poco de riesgo, no pasa nada. Soy consciente de que esto no es original, pero al mismo tiempo pongo en juego algunas operaciones raras, ¿no?
–En esas operaciones intenta ir más allá de la maquinaria misma. Y a veces, amaga con romperla.
–Creo que está bien boicotear la propia máquina, ¿no? Por eso me interesa en estos momentos cierta literatura que trabaja a partir de procedimientos, como la producción de Pablo Katchadjian y Sebastián Bianchi. Hay cierta cosa de experimentación que me parece genuinamente vanguardista –no de pose–, que sigue funcionando. No hace falta la estridencia del gesto vanguardista.
–A propósito del tema, en un momento señala la paradoja de ciertos objetos que fueron concebidos como proyecciones del futuro. Hoy muchos de esos objetos han envejecido; están inscriptos en un tiempo, son “las ruinas del futuro”, como las define usted en uno de los cuadernos. ¿Los intentos vanguardistas son, en cierto sentido, “las ruinas del futuro”?
–Sí, estoy totalmente de acuerdo. Cuando hablo de la vanguardia, más que plantear una vanguardia en sí, me refiero al talante. A la actitud de experimentar con algo nuevo. Que no es algo caduco porque se puede dar de mil formas distintas. A lo mejor de-sautomatizar la mirada no pasa por la velocidad, sino al contrario, por la detención, la resistencia a la velocidad que lo fagocita todo. A lo mejor la vanguardia tiene un carácter a contracorriente, no tanto en el sentido de fundar una escuela para romper. No hay cosa más vanguardista que los dibujitos animados. Vos mirás dos minutos de Cartoon Network y ahí tenés la vanguardia más estridente. La distinción genérica me resulta irrelevante. Lo que me interesa es la intensidad que produce un texto. Instalar un corchete en la cabeza de los lectores es instalar una inquietud. Y si el lector puede realizar su propia experiencia, ya está. ¿Qué otra función les vamos a pedir a la literatura y a la poesía? Ahí está la función social de la poesía: hacer que el otro reproduzca, a su modo, con sus intereses, una experiencia propia. Lo interesante es que el lector devenga también productor.
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