Jueves, 2 de mayo de 2013 | Hoy
LITERATURA › EL ESCRITOR RUSO VLADIMIR SOROKIN EN SU PRIMERA VISITA A LA ARGENTINA
Acusado en su país de “pornógrafo político” y otras lindezas, el notable autor de El día del opríchnik señala que, como en su fábula futurista, “una gran muralla está creciendo en la cabeza de los ciudadanos rusos”.
Por Silvina Friera
El gigante Vladimir Sorokin contempla el paisaje desde la terraza de un hotel en Palermo. Tiene una mirada inquieta, como al acecho, inclinada levemente hacia la suspicacia. No hace el más mínimo esfuerzo para disimular que es una especie de Bartleby ruso que prefería no someterse a la inclemencia de ser entrevistado. Pero la entrevista ya terminó, entonces se recuesta sobre el respaldo de la silla con la satisfacción de la misión cumplida. “Es asombroso que estamos sentados acá y esto me hace recordar a Japón. Estuve viviendo dos años en Tokio y hay muchas cosas en común en la arquitectura”, dice el escritor que se presentó ayer en la Feria del Libro. No es un provocador a la carta, un narrador revulsivo que se pone de moda por un par de temporadas y anda de festival en festival despotricando contra los “enemigos de la literatura”, hasta que la novedad se agota y se desvanece. La gran transgresión del autor de El hielo y El día del opríchnik, dos novelas publicadas por Alfaguara, está al servicio de la construcción de una obra híbrida, movediza, difícil de encasillar más allá de la elasticidad con que se le aplica automáticamente el rótulo de posmoderna, que se alimenta de la ciencia ficción, de un realismo anómalo, exacerbado y por momentos delirante que parodia los íconos y emblemas de la cultura y la política rusas.
El hombre que nació en Bykovo (al sudeste de Moscú), en 1955, es autor de doce novelas, diez obras de teatro y varios guiones cinematográficos. Narrador innovador y controvertido, Sorokin publicó los primeros libros en Francia y Alemania. El hígado ruso, tan permeable a dosis inimaginables de vodka, no estaba preparado para soportar sus textos. Recién en 1989, Perestroika mediante, empezó a publicar en su país. “No tengo nada en contra”, dice el escritor cuando Página/12 le propone comenzar por la última novela publicada acá, El día del opríchnik, que despliega desde el punto de vista de Andréy Komyaga, el protagonista y narrador, un día en la vida de este integrante de la opríchnina, un cuerpo represivo creado por Iván el Terrible en el siglo XVI, que en la sociedad rusa del futuro, en 2027, tiene que velar por los poderes absolutos de la Nueva Rusia, una sociedad amurallada, aislada. “Yo tenía un perrito muy chiquito y gracioso. Un día fui a hacer las compras y le quise hacer una broma. Compré un enorme hueso y cuando volví a casa, un día muy soleado con nieve blanca y bastante frío, tiré ese hueso a la nieve para ver qué hacía mi perro. Y de repente empezó a bailar alrededor del hueso. Es muy difícil de explicar qué baile era ése. En ese día invernal, con la nieve y ese perro gracioso que bailaba una danza ritual alrededor del hueso, empecé a escribir esta novela.”
–¿Por qué en un momento de la novela son quemados El idiota de Dostoievski y Anna Karenina de Tolstoi?
–Habría que preguntarle a ese personaje... El clasicismo ruso se quema bien.
–También se dice que los clásicos rusos son provechosos para el Estado.
–Me parece que no es de mi novela (risas).
–Sí, está en El día del opríchnik, acá en la página...
–Ah, bueno, bueno, entonces no voy a discutir sobre eso... (risas).
–¿Son provechosos los clásicos rusos para usted?
–Sí, son muy provechosos. Detrás de mi escritorio tengo una biblioteca sólo con clásicos rusos. Me gusta escribir y apoyarme con la espalda sobre ellos. Me dan fuerza.
–Aunque los argentinos están acostumbrados a leer los clásicos rusos, es la primera vez que viene al país un escritor ruso contemporáneo, que parece muy distinto de un Dostoievski o un Tolstoi. Pero usted se siente próximo a los clásicos, ¿no?
–Sí, toda la vida estoy estudiando con ellos; son mi base, mi fundamento en muchas cosas. Pero los tomo no como un museo, sino como un taller. Me gusta mirar cómo trabajan ellos. No adorarlos ni rezarles.
–Hablando de rezar, ¿por qué hay una crítica tan intensa a la religión en sus novelas, tanto en El hielo como en El día del opríchnik?
–Yo soy cristiano ortodoxo. Traté de describir a la Iglesia como una parte importante del despotismo estatal. Si uno recuerda a los reales opríchnik de la época de Iván el Terrible, su día empezaba a las cinco de la mañana. Todos juntos iban a la iglesia y rezaban hasta las diez. Luego desayunaban y después se dedicaban a la acción. Todos los días lo mismo: el rezo y la violencia. Yo estoy convencido de que eran muy creyentes. La fe, por paradójico que parezca, les permitía justificar la violencia. Y eso es lo peor...
–¿El presente de la sociedad rusa es de aislamiento, como aparece en El día del opríchnik?
–La muralla ahora está creciendo en la cabeza de los ciudadanos. El poder actual retrocedió al modelo estalinista: “Nosotros estamos rodeados por el enemigo, todo lo malo viene del Occidente”. Los enemigos internos son la quinta columna inspirada por el enemigo exterior. Esta imagen ayuda al poder actual a dirigir al Estado.
–¿Los escritores son enemigos de ese orden interno?
–Sí. Estoy esperando una obra literaria pro-Putin, pero hasta ahora no existe. Nadie escribió una novela pro-Putin. Durante Stalin había muchas obras a favor del estalinismo. Esto habla de la pequeña dimensión de nuestros gobernantes actuales.
El escritor mueve las manos como si espantara un fantasma. En 2002, cuando firmó un convenio con el teatro Bolshoi por el libreto de una ópera que escribió, Los hijos de Rosenthal, ardió el Kremlin. Y se desató un descomunal escándalo. Antes de leer el libreto, los diputados rusos la tildaron de “pornográfica” y sin pelos en la lengua solicitaron que se impidiese que, en el principal escenario de Rusia, se oyera la “poesía sucia” de Sorokin. “Se hizo una gran demostración organizada frente al teatro, donde aniquilaron mis libros con música de fondo de Tchaikovsky –recuerda–. Participaron los jóvenes pro-Putin (los llamados ‘nashi’), pero también veteranos de la guerra que no habían leído nunca nada. ‘Que se vaya Sorokin’, ‘Fuera Sorokin’, gritaban. Era una farsa. Luego se labró una causa penal en la que me acusaron de pornógrafo político, pero el caso se cerró.”
–¿Se puede hablar hoy de derecha e izquierda en Rusia?
–Sí.
–Pero hoy parece distinto, ¿de qué modo Putin representaría la derecha?
–Putin tiene una ideología que es mantener el poder a cualquier precio. Y su método es un populismo tosco.
–¿Cómo se define usted ideológicamente?
–Yo soy un observador independiente, un demócrata decidido. Estamos hablando mucho de política, ¿no?
–Pasando entonces a la literatura, un especialista ruso se refirió a su narrativa en términos de “realismo escatológico”. ¿Coincide con esta apreciación?
–No estoy en contra de cualquier interpretación. Los libros pueden ser leídos de cualquier forma. Una vez iba en un taxi. Lo conducía un joven que tenía un libro, Lolita, de Nabokov. Una estudiante, una conocida, se lo había dado para que lo leyera. “¿De qué trata ese libro?”, le pregunté. El taxista me dijo que es una novela sobre cómo un profesor viola a una chica. Y pensé que esa es, por qué no, una de las posibles formas de leer el libro (risas).
–¿Qué significó haberse formado en el conceptualismo moscovita?
–Eso fue hace mucho tiempo... Entré en el underground de Moscú en el ’75. Yo tenía 20 años. Y fue mi universidad. El conceptualismo me ayudó a orientar mi óptica de escritor. Mi principio es que cualquier fenómeno hay que verlo desde afuera. Por eso todos mis libros son distintos, y de la misma forma veo los estilos literarios. Voy cambiando mis libros dependiendo de lo que trata la novela. Muchos críticos y escritores dicen que Sorokin no es un verdadero escritor, porque no tiene un estilo propio.
–Algunos entienden que ese “no tener estilo” es inherente a su condición de posmoderno...
–No tengo nada en contra (risas).
–¿Es su frase de cabecera?
–Hay algunas cuestiones contra las que estoy siempre en contra. La violencia estatal sobre el hombre o la adoración del Estado, que es lo que pasa ahora en Rusia.
–Y en El día del opríchnik.
–Esa novela es como si fuera una especie de balada del medioevo, aunque se trata del futuro. Y en eso consiste la paradoja. En Rusia básicamente el pasado se come al presente y el presente se come al futuro. Como el uróboros, una víbora arcaica que traga su propia cola. Esa es la metafísica rusa: tragarse su propia cola.
–Estuvo siete años sin escribir. ¿Qué le pasó durante ese período?
–Cuando se terminó el paradigma soviético, empezó un mundo que era muy difícil de describir porque cambiaba continuamente. Y si cambia muy rápido, no tenés distancia. El escritor debe saber quedarse callado. Pero es bastante difícil...
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