LITERATURA › ANTONIO MUñOZ MOLINA GANó EL PRíNCIPE DE ASTURIAS EN LETRAS
El autor de La noche de los tiempos es el escritor más joven en llevarse el galardón. El jurado destacó “la hondura y brillantez con que ha narrado fragmentos relevantes de la historia de su país y aspectos significativos de su experiencia personal”.
› Por Silvina Friera
El niño que nació en “el cuarto de la viga” –la buhardilla de la casa que alquilaron sus padres en Ubeda– desgrana las palabras hasta encontrar su correspondencia vibratoria. Cuando a los 11 años empieza a leer a Julio Verne, a Mark Twain, a Stevenson, a Agatha Christie, a Dumas, se entrega a un tumulto vertiginoso de ensoñaciones. El hechizo del capitán Nemo abre la puerta de la posibilidad de ser escritor. ¿Quién podría impedírselo? Su atmósfera social y cultural. En la década del ’60 en la España franquista, los hijos de familias campesinas –su padre trabajaba en una huerta y vendía hortalizas en el mercado– abandonaban la escuela para trabajar la tierra hasta el fin de sus vidas. Un maestro convence a su padre de que ese niño debía seguir estudiando. El hijo, dichoso por torcer ese mandato normalizado por el imperio de la necesidad, continúa mezclando la hacienda de lecturas con Cervantes, Bécquer, García Lorca. Ese padre maravilloso pone en manos del hijo un destino: la máquina de escribir que le regaló. Una sola idea golpea el cerebro de ese adolescente de 16 años: escribir teatro. Y lo hace. La pieza se titula La Academia. Unos amigos intentan montarla, pero antes del estreno la prohíben. Entonces llega la satisfacción precoz de verse a sí mismo como un incipiente dramaturgo represaliado por la dictadura. La precocidad parece conectar los nudos vitales de Antonio Muñoz Molina. A los 57 años se ha convertido en el escritor más joven en ganar el Premio Príncipe de Asturias de las Letras por “la hondura y brillantez con que ha narrado fragmentos relevantes de la historia de su país, episodios cruciales del mundo contemporáneo y aspectos significativos de su experiencia personal”, planteó el jurado.
“Ante reconocimientos como éste sólo cabe expresar gratitud y sorpresa –dijo el escritor en una conferencia de prensa en Madrid–. Me alegro, sobre todo, por la ilusión que sin duda provocará en mis amigos, mi familia y mis lectores, a los que debo el estímulo de seguir escribiendo a diario. Cuando uno recibe un premio se pone muy contento y cuando no lo recibe, no. Pero no creo que la carrera de un escritor se pueda medir por los premios que recibe. No creo en los escalafones. Se puede ser muy bueno y no ganar premios y se puede ser malo y ganarlos.” Muñoz Molina recordó que hace treinta años emprendía la versión definitiva de la que sería su primera novela. “La escribí sin ninguna perspectiva de publicarla –admitió–. La verdad es que he sido muy afortunado muchas veces en mi vida. Este premio me ha llegado casi antes de haberlo deseado.” El narrador destacó la “suerte” que tuvo la primera generación de escritores que comenzó a publicar en plena democracia española por haber ampliado el horizonte de lectores. “No estuvimos condenados a eso que Galdós llamaba ‘las terribles barreras que hay en los Pirineos’ y que tanto le obsesionaba. Hemos tenido lectores fuera de nuestras fronteras, en Europa y en América latina.” En vez de patear la pelota lejos, el autor de Plenilunio, El jinete polaco y Sefarad, entre otros títulos, la colocó en el ángulo del arco de la sociedad española del presente. “Si no hacemos buenos libros, la culpa sólo la tendremos nosotros. Ya no podemos echarle la culpa a Franco, ni a los lectores, ni a nadie.”
Hace trece años que el Premio Príncipe de Asturias no quedaba en manos de un autor español. El último en recibirlo fue el guatemalteco Augusto Monterroso. Al galardón optaban dieciocho candidaturas procedentes de once países, entre las que figuraban las de autores como Luis Goytisolo o Haruki Murakami. Muñoz Molina –que se impuso en la última ronda de votaciones del jurado al autor irlandés John Banville– ha sido el miembro de la Real Academia Española más joven en ingresar. Tenía 39 años cuando en 1996 ocupó el sillón “u”. Y 18 cuando cumplió otro sueño: llegar a Madrid para estudiar periodismo y convertirse en “un autor de obras de teatro de agitación política”. El sueño se esfumó. No duró casi nada. Demasiado grande y hostil era Madrid para ese muchacho todavía apegado a cierta inocencia pueblerina. Participó de una manifestación de protesta por el fusilamiento de Salvador Puig Antich –anarquista español ejecutado por la dictadura franquista el 2 de marzo de 1974– y al cabo de veinte minutos –otro record inolvidable en su haber– estaba preso y esposado. Regresó a Ubeda, el lugar en el mundo donde nació en 1956, y decidió comenzar Geografía e Historia en la Universidad de Granada. Estudió con mucho ahínco y optó por especializarse en Historia del Arte. En Granada, donde vivió veinte años, escribió sus primeros artículos periodísticos, compilados en el que sería su primer libro publicado, El Robinson urbano (1984).
Beatus ille (1986), su primera novela, se gestó durante varios años. Allí aparece la ciudad imaginaria de Mágina, una réplica elástica de su Ubeda natal que reaparecerá en otras novelas posteriores, como Beltenebros (1989), El jinete polaco (1991) –con la que obtuvo el Premio Planeta–, Sefarad (2001) –en la que traza el mapa de todos los exilios posibles y rescata la vida de las víctimas del Holocausto nazi y del estalinismo, en un intento de contrarrestar “la gran injusticia que supone olvidar a quienes perdieron la humanidad” a causa de esos sistemas– y El viento de la luna (2006). En la fecundidad literaria de Muñoz Molina hay mucho más que Mágina. En 1987 recibió el Premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa por El invierno en Lisboa; luego publicaría Plenilunio (1997) y su novela más ambiciosa: la monumental La noche de los tiempos (2009), 958 páginas en las que explora los claroscuros sentimentales y políticos de un hombre ensimismado y angustiado por la velocidad del presente durante el hundimiento de la República y el inicio de la Guerra Civil.
“Cuando uno escribe, lo primero que quiere es terminar un libro, lo segundo es que se lo publiquen y lo tercero es que guste la historia. No se piensa en los premios –advirtió Muñoz Molina en la conferencia de prensa–. Sólo se puede escribir de verdad en un estado de absoluta libertad interior. Lo único que se puede pensar es lo que se quiere contar. Como dice Philip Roth, cada vez que escribo un libro me topo con el novato que hay en mí. Un libro sólo se puede escribir desde la posición de un principiante.” El autor de Todo lo que era sólido, su último libro de ensayos en el que se propone suscitar “un debate verdadero sobre la situación actual de España”, reivindicó la importancia medular de la ficción en estos tiempos: “La necesitamos más que nunca porque es un ejercicio de soberanía, es negarnos a aceptar que la realidad sea como dicen los que mandan”.
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