LITERATURA › FEDERICO LORENZ HABLA DE SU SEGUNDA NOVELA, LOS MUERTOS DE NUESTRAS GUERRAS
El libro del escritor e historiador narra el recorrido que un galés, nacido en la Argentina y que combatió en la Primera Guerra Mundial, hace junto a un fotógrafo por los campos de Flandes, exhumando e identificando los restos de soldados británicos.
› Por Silvina Friera
El lenguaje tendido como una flecha da en el blanco de centenares de miles de pequeñas heridas. A dos años del epílogo de la Gran Guerra, en noviembre de 1920, la guerra continúa para los familiares de los ciento cincuenta mil desaparecidos. También sigue para Llwyfen, veterano galés nacido en la Argentina que se define como un sobreviviente. Su trabajo “imperfecto” consiste en recorrer los campos de batalla de Flandes, exhumar los restos de soldados británicos, identificarlos y sepultarlos en los nuevos cementerios en construcción. “El destino es lo que nosotros queremos que sea mientras estamos vivos –le dice el galés a Bawtree, el fotógrafo que lo acompaña en esta misión–. Cuando una guerra como ésta termina, nuestros cuerpos y nuestras mentes siguen hablando sin que nosotros podamos hacer nada al respecto. Lo que hay debajo de las cruces termina importando menos de lo que los vivos dicen encima de ellas.” Sin preámbulos, emerge un interrogante crucial: cómo evocar a los muertos si, lejos de la idea de un archivo que cristaliza definitivamente su contenido, el recuerdo siempre será una traición. Los muertos de nuestras guerras (Tusquets), de Federico Lorenz, es ese tipo de novela que estalla en los ojos del lector.
Cuando comenzó a escribir esta novela –la segunda que publica luego de Montoneros o la ballena blanca– en 2001, Lorenz estaba realizando la investigación y las entrevistas para la conformación de un archivo oral sobre el terrorismo de Estado. “Trabajar con el recuerdo de los muertos, y más específicamente con la desaparición, te borra el límite entre los vivos y los muertos. Para un historiador es particularmente incómodo porque necesitamos los cortes tajantes. Este borramiento de límites también es el borramiento del presente y el pasado; es como entrar a otra dimensión de la experiencia con el paso del tiempo y con la historia. La dimensión temporal es lo que nos da ciertas certezas: hoy es hoy, mañana será mañana... Hay un espacio en que eso no sucede y es en el que el fotógrafo y Llwyfen se mueven para hacer su trabajo. Tienen que volver comprensible algo que no lo es”, dice el escritor, historiador, investigador y docente a Página/12.
–Hay una tensión no resuelta entre el galés y el fotógrafo, ¿no?
–Diría que los dos hacen lo que creen que tienen que hacer. El mismo recorrido, aunque en planos distintos, les va modificando tanto la percepción del trabajo como la imagen que tienen del otro. Lo que los acerca es lo literal del trabajo, lo único que pueden hacer es decir: “estos muertos son estas personas”. No mucho más que eso. La novela tiene mucha investigación. El único personaje ficcional es Llwyfen. Bawtree es un personaje histórico; el registro fotográfico que hizo está en archivos en Inglaterra. Al elegir un contrapunto entre un personaje de ficción y un personaje histórico estaba jugando con la noción de prueba. Me preocupaba mucho construir la verosimilitud del asunto, no la verdad. Es muy difícil alcanzar la verdad, aunque creo en ella. En mi trabajo como historiador la busco, pero aquí me interesaba más la cuestión de la verosimilitud.
–¿La ficción tiene más potencia para reconstruir verdades?
–Me gusta pensarme como un historiador que escribe ficción. Mi herramienta para construir verdades, desde la ficción, es la investigación histórica. Hace muy poco estaba leyendo a Tomás Eloy Martínez. El plantea que tal vez la única verdad posible sea la que se construya a través de una tradición. Creo que hay mucho de eso en nuestra relación con el pasado. En ese sentido, la ficción y la historia suman. El punto es no confundir los planos, aunque esté diciendo una obviedad. Me parecía mucho más eficaz el recurso ficcional, pero es una ficcionalidad alimentada por mi trabajo de historiador. Como historiador claramente estoy limitado por lo que es la disciplina y las reglas del oficio. O debería estarlo. No pienso que soy más libre escribiendo ficción que escribiendo historia. Son registros complementarios; puedo entrar y salir de uno en otro, si no me confundo. El día que me confunda tendré que barajar y dar de nuevo...
Lorenz subraya que la Primera Guerra Mundial como tema es “inexistente” en la Argentina. “Un país que pasó por el terrorismo de Estado debería mirar con más atención una guerra que prácticamente centró las matrices para procesar el duelo, los muertos y una cantidad de cuestiones. Estamos muy acostumbrados a pensar el límite civilizatorio en el Holocausto, pero habría que correr la línea a 1914, sin duda –explica el autor de Las guerras por Malvinas (2006), Fantasmas de Malvinas. Un libro de viajes (2008) y Malvinas. Una guerra argentina, entre otros títulos–. Cuando leía sobre la Primera Guerra Mundial, en paralelo trabajaba Malvinas. Qué errados que estamos cuando pensamos linealmente la relación con el territorio, con la historia y con las personas... Malvinas, si se quiere, es la puesta en acto de nuestras relaciones o no con el continente y con lo que somos. Nosotros también, como sociedad, hemos suplantado otras sociedades en el continente americano, con diferencias regionales, por supuesto. Ninguna identidad es lineal. Lo mismo sucede con los muertos en los cementerios. Lo que se dijo de ellos en un momento tal vez no sea lo que se diga hoy. Ni lo que se va a decir mañana. El recuerdo no lo ejerce el muerto. Y ahí hay un temor porque quién garantiza lo que se diga sobre los muertos. Y esto uno lo puede extrapolar al pasado reciente argentino.
–¿Cómo sería esa extrapolación?
–Si pienso en la figura de los militantes del ’70, han sido muchas cosas. Han sido militantes, subversivos, víctimas de la dictadura y hoy vuelven a ser militantes y combatientes revolucionarios. Cómo nos relacionemos con los muertos dice mucho acerca de lo que queremos ser. La historia es una ciencia medio extraña porque no puede reproducir sus fenómenos en laboratorio. Lo que pasó, pasó. Lo que uno puede hacer es trabajar sobre lo que la sociedad hizo con ese pasado o lo que quiere hacer.
–Al fin y al cabo, siempre se trabaja sobre relatos construidos...
–Claro, pero no hay que caer en la trampa –y aquí me pongo en historiador duro– de pensar que el relato es el pasado. Los hechos son los hechos, no son relato o texto. Esa fue una gran pelea a partir del giro lingüístico, que bastante tocó a los historiadores. Como diría (Carlo) Ginzburg, creo en la verdad sin comillas. Pero que crea en ella no quiere decir que la idealice o la considere como un mineral, algo a lo que puedo acceder o extraer. Puedo intentar aproximarme lo más posible y ahí es donde entra la idea de verosimilitud.
–¿A veces el historiador sólo puede acceder a la verosimilitud y no a la verdad?
–Sí. Podés aportar elementos para que tu explicación de un determinado hecho histórico se acerque lo más posible a la verdad, pero a veces no queda más remedio que la verosimilitud, sobre todo en situaciones que tienen que ver con la desaparición de personas. Pero uno no es un juez, no tiene que probar. Hay una imagen muy linda en un texto de Virgilio Piñera. El dice que un literato puede ver morir una bandada de flamencos y por obra de su acción puede resucitarlos. Como historiador, eso no lo puedo hacer. Como novelista, los flamencos pueden volar otra vez.
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