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Lunes, 19 de agosto de 2013

LITERATURA › CARLOS MARíA DOMíNGUEZ Y LA BREVE MUERTE DE WALDEMAR HANSEN

“Tras la caída del socialismo, desapareció toda épica posible”

La novela del autor argentino radicado en Uruguay encierra un enigma que irá despejando el bibliófilo Carlos Brauer, el personaje que también protagoniza La casa de papel. Un suicidio dispara una trama que corre el velo de una progresiva banalización en el mundo.

 Por Silvina Friera

Un suicidio está cargado de ideas. “Todo lo que fue existe”, balbucea el hombre que se arrojó al vacío antes de morir en la cama de un sanatorio. Es una frase medular de La breve muerte de Waldemar Hansen (Mondadori), obertura de un enigma que irá despejando el bibliófilo Carlos Brauer, un personaje inolvidable, no sólo para los lectores rioplatenses. ¿Por qué ese amigo reciente que conoció en la sala de espera de un estudio de abogados, amante del jazz, el arte y el buen whisky, y con la astucia para darle un giro imprevisto a las conversaciones, decidió matarse? Como un eco de la ficción, el pasado le toca el hombro a Carlos María Domínguez y le pregunta cómo fue a dar aquí. “Lejos de lo que puede creerse con mi pelada actual, tenía el pelo a lo Jimi Hendrix; era un hippie absoluto –confiesa–. El tiempo pasa para todos. En el ’73 estaba yéndome a una comunidad en La Rioja, haciendo carretera, con una guitarra y mochila al hombro. Después del golpe, en el ’76, en el peor momento, cuando todo el mundo se bajaba, empecé a militar en el Partido Socialista de los Trabajadores (PST), a contrapelo del tiempo histórico. Cayó un compañero y nos tuvimos que ir de mi casa por las medidas de seguridad de la época. Pero poco y nada podía hacerse en aquellos años. La represión era muy dura”, recuerda el escritor en la entrevista con Página/12.

Primero el hippismo, luego la militancia. Más acá en el tiempo, la literatura y el cambio de paisaje de su Buenos Aires natal a Montevideo, donde vive desde 1989. Nada de esto está en la última nouvelle de Domínguez. Pero las resonancias de una frase de novela sumergen al autor en el movimiento entre dos instantes. “La idea del deseo, que es bien típica de los ‘60, es una paradoja para nosotros. El mundo transcurre aquí y ahora, ¿no? Tu momento es ya. El deseo tenía entonces un sentido contracultural frente al mundo previsible de los adultos. El sistema capturó ese sentido del deseo y hoy te tiene detrás del deseo del último celular, de la última tecnología. El deseo ya no es contracultural, al contrario es pro sistema, plantea el escritor. Esta oscilación o tensión o paradoja –según como se la calibre– en el territorio de la novela como género convoca a otra frase. ‘La novela es la épica de un mundo sin dioses’, decía Georg Lukács. Ahora también nos quedamos sin épica política; es como si deshiciera una trama en el mundo de los hombres que hace que cada vez sea más difícil articular una trama en el mundo de la novela. Me parece muy exacta la definición de Lukács: la novela burguesa fue la épica de un mundo sin dioses. Pero después de la caída del socialismo, desapareció toda épica posible.”

–¿Por qué regresa Carlos Brauer, el protagonista de La casa de papel, como narrador de su última novela?

–Eso se fue imponiendo solo. Después de La casa de papel, la historia de un bibliófilo que termina destruyendo su biblioteca en una experiencia intensa, radical, en la búsqueda de un cambio, escribí La costa ciega, que tiene un narrador muy misterioso que nunca se revela quién es. Ese narrador tiene la idea de que el relato es una construcción; lo que se cuenta allí podría haber sucedido o no. Me di cuenta de que el que estaba narrando esa novela podría ser perfectamente Brauer. Y al escribir La breve muerte de Waldemar Hansen se me impuso. Evidentemente ese bibliófilo que era un gran lector enterró un mundo y ahora está contando historias de otros. Se ha transformado en un narrador como parte de una continuidad, de una prolongación de esa experiencia. También talla esa pretensión del jazz de tocar dos músicas al mismo tiempo, armonizarlas. En este caso el narrador es un testigo muy involucrado en todos los hechos, como si pulsara sobre el relato dando distintas pistas acerca de su vida. Va contando la historia de Brauer de una manera mucho más lenta que la historia de Hansen.

–Hay puntos de contacto entre Brauer y Hansen; son hombres solitarios, muy eruditos, interesados por el arte y los libros, pero hay algo más: Hansen también entierra un mundo, ¿no?

–Esta es la historia de un hombre avergonzado. No sólo por motivos personales que pueden justificar esa forma de la melancolía que es la vergüenza, sino también por una progresiva banalización que advierte en el mundo. En el suicidio de Hansen confluyen una cantidad de motivos distintos, entre los cuales uno tiene que ver con su colapso en la conciencia. Hansen está viendo desaparecer una trascendencia en el arte –que lo podía vincular a una dimensión de lo sagrado–, enterrada por un exceso de superficialidad.

–¿La hermana de Hansen representa el esnobismo en el arte?

–Más que esnobista, Wanda, la hermana, es una de las tantas dueñas de galerías de arte que hace comercio con el arte y no tiene más realidad que su dimensión económica. Waldemar pone el acento en el vínculo con el mundo del arte desde una admiración amateur profunda. Esa es la diferencia con la hermana, esa es la tensión que late en esa familia. Lo que hay en juego en torno de la cruz de un cementerio, mirada como objeto bello, como objeto estético, es una confusión que lo lleva a él, por amor al arte, al fetichismo del objeto. Hay una gradación en ese deterioro de la relación del hombre con el arte que tiene que ver con una pérdida de trascendencia que se juega en la profanación de una tumba. El horror de Hansen es haberle borrado la memoria al hombre. Si nos quedamos sin Dios, sin hombre, ¿detrás qué hay? No hay nada.

–¿Es el horror al vacío?

–Sí, ese horror al vacío está justificado por el hedonismo del mundo contemporáneo, donde el deseo opera como último refugio. Lo único que podés hacer es cumplir tu deseo. ¿Y? Después tendrás otro deseo y otro deseo y otro deseo. Eso me parece que legitima arbitrariedades que se dan en el mundo moderno, donde en nombre del deseo están permitidas muchas transgresiones.

–Hansen y Brauer son personajes anacrónicos, pertenecen a otro mundo, especialmente por el tipo de valores a los que están aferrados, ¿no?

–No sé si son tan anacrónicos. Como son solitarios, conversan sobre los artistas que disfrutan, de viejos autores que son sus compañeros diarios, como puede ser Chesterton o Samuel Johnson. La literatura es ese permiso para conversar con voces que atraviesan el tiempo. Y no importa qué tan lejanas sean. Si hay un vínculo a través de la lectura, se transforma en una relación. Es aquello que decía Borges: que la literatura es una forma privilegiada de la conversación. Como dos veteranos a punto de envejecer, Hansen y Brauer encarnan una sensibilidad que puede ser un poco extemporánea. Yo los veo vinculados con ese mundo de referencias, más que de un modo extravagante, de una manera natural para ellos.

–Cuando Brauer comienza la investigación, aparece esa distancia abismal entre personajes como él y Hansen, muy urbanos, y el resto de las criaturas que van apareciendo en ese pueblo cercano a la frontera con Brasil. ¿Cómo explica esa distancia que está deliberadamente trabajada en la novela?

–No estamos habituados a llegar a un ámbito rural en el mismo nivel de la trama porque tenemos un canon que establece que una cosa es la literatura urbana y otra es la literatura regional. Me interesó acabar con esa diferencia, si se puede entrar de un modo moderno –no folclórico– en el ámbito regional. Por lo menos la intención en esta novela fue entrar de una manera moderna y dejar de lado una cantidad de elementos que forman el canon de lo que tiene que ser una literatura regional. Esos personajes funcionan de un modo singular, tanto el juez del pueblo como el comisario, que son amigos entre sí. Y que tienen ese misterio de Hansen y lo que pasó con esa cruz y lo usan casi como un juego de dominó en una mesa, jugando sus orgullos. Además tienen sus propias historias y debilidades; terminan borrachos en un camino. Me interesó introducir un aire casi faulkneriano en ese ambiente, que es donde la cruz juntó dos lógicas bien distintas. Ese es el colapso en la conciencia de Hansen. El se acerca a esa cruz por motivos estéticos, pero hay una lógica que está alrededor de esa cruz operando de una manera diferente, articulando una comprensión del mundo distinta. Y eso colisiona en la trama de la novela. Pero una novela no es la ilustración de un tema. Una buena novela junta muchos temas. Quizá no sea una experiencia habitual para muchos lectores que van directamente a una novela como a un tema. Pero forma parte de una tradición que me parece que hay que recuperar: la tradición de la narración salvaje que zafa un poco de lo previsible.

“Todo lo que fue existe”. La frase está grabada en un monumento de Minas de Corrales, el pueblo al que viaja Brauer, el lugar del origen del misterio de Hansen. “(Francis Vardy) Davison es ese médico owenista que armó cooperativas de mineros para prolongar la explotación del oro cuando los ingleses se retiraron; es el héroe del pueblo, ocupa como el lugar de Artigas –compara–. Y dejó escrita esa frase misteriosa: ‘Todo lo que fue existe’. El tiempo puede avanzar, pero no puede borrar el pasado, ¿no? En el fondo está girando sobre la idea de que estamos en la contemporaneidad tan abrazados a que todo lo mejor viene de lo nuevo, que quizá no esté mal recordar que no necesariamente es así; que existen experiencias en la humanidad que de pronto son superiores o más significativas. El vínculo que se juega con los libros, con las voces del pasado, puede enriquecer un poco la contemporaneidad.”

–¿La breve muerte de Waldemar Hansen es una apuesta por recuperar tradiciones literarias que se fueron perdiendo?

–Sí, a riesgo de que caigas en la reiteración. Pero aquí no se trata de rescatar tradiciones repitiéndolas, sino yendo a ellas por caminos singulares. En el caso de esta novela, por la necesidad de explicar una muerte. El viaje hacia el pasado o hacia una tradición siempre tiene que estar respaldado en una necesidad actual. Una tradición hay que ponerla en cuestión; siempre es un problema. Cuando se abandonan las tradiciones como interlocución, se puede creer que se está inventando una cosa nueva y en realidad se está repitiendo algo muy viejo que se ignoraba. La recuperación de la memoria pasa por esta idea de que el sacrilegio de Hansen es, en nombre del deseo, borrar lo último que recordaba un hombre sobre la tierra. Por eso dice que un caníbal quizás tenía más fundamento, cuando los caníbales se comían el corazón de su enemigo para tener su poder. Parece racionalmente más justificado que la estupidez de robar la memoria de un hombre para decorar una pared.

–En esta novela, como en otras, hay cierta incomodidad de los personajes. Ni Hansen ni Brauer están cómodos en el mundo en que viven. ¿Por qué la persistencia de esta incomodidad en sus ficciones, en su trabajo como escritor?

–Quizá porque es una experiencia personal. Yo también me siento incómodo con el mundo y lo veo cambiar no en las direcciones que me gustarían. Y me obliga a revisar mis cosas y al mismo tiempo a tomar decisiones. El formato de estas novelas, que son casi nouvelles, tampoco me resulta muy cómodo ni me parece que le ofrezca comodidad al lector. Al lector también lo incomoda porque es como un fraseo que ciñe el lenguaje a un nivel de expresividad que lo despoja de los tiempos muertos de la novela. Esos tiempos que tiene la novela clásica de instalar a un lector dentro de una realidad y la reiteración de ciertas ideas que le dan un espacio de certeza dentro de la novela. En cambio en esta manera de trabajar el lenguaje, parece que uno pasara demasiado rápido por muchas cosas y no podés distraerte porque si no se te pierde el hilo de ciertos supuestos que se van entretejiendo con el texto. Esta incomodidad traduce la posición de un lector, la posición de un intelectual.

–Posiciones que no son placenteras, ¿no?

–No es que no sean placenteras. El placer no tiene que ver con la comodidad, sino con un cuestionamiento permanente de excitación de la inteligencia que te pone en alerta. Voltaire decía que “la duda es incómoda, pero la certeza es ridícula”. Vivimos incómodos. Si uno cayera en las certezas, la mayor certeza es la muerte, así que estaríamos muertos. Quizá es una manera que tengo de mirar la realidad que se traduce en lo que les pasa a mis personajes también. No toleramos la certeza absoluta y no soportamos el caos. Nadie puede vivir plenamente en el caos.

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“La literatura es ese permiso para conversar con voces que atraviesan el tiempo”, dice Domínguez.
Imagen: Guadalupe Lombardo
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