LITERATURA › EDUARDO LALO, GANADOR DEL PREMIO RóMULO GALLEGOS
El escritor puertorriqueño obtuvo el galardón por su novela La inutilidad, en la que plantea precisamente que la literatura “no sirve”. “En muchos trabajos exploro ese mundo de seres que están al margen y cuyas vidas están asociadas al libro”, asegura.
› Por Silvina Friera
La vocación literaria puede desembocar en una tragedia. Nada más atroz que el menosprecio, la condena a la excentricidad y al aislamiento en sociedades donde el provincialismo asfixiante formula invariablemente la misma pregunta “¿para qué sirve?”, sin esperar una respuesta. No necesita, ni siquiera, escucharla. El interrogante condensa la sospecha, la incredulidad tribal. Cualquier tentativa de explicar implica caer en el reino de lo inteligible. El escéptico narrador de La inutilidad (Corregidor), de Eduardo Lalo, regresa a la capital puertorriqueña, luego de estudiar unos años en Francia, en busca de un lugar donde poder escribir que lo recibe como a un extranjero. La pobreza humana y material –semejante a la que había vivido en París– es más cruel y duele mucho más en su propio país. “Aquí no había novedad, exotismo ni literatura que la ornara”, dice este narrador que encuentra a Puerto Rico tal cual como lo dejó: “Poesía intacta su minusvalía, su empecinada vocación de isla desechable, su regodeo mendicante”. Lalo, ganador del premio Rómulo Gallegos con su novela Simone, el primer escritor puertorriqueño en obtener este galardón, dirá que él pudo haber sido un autor marginal, como tantos otros creadores, devorado por esa “máquina de invisibilizaciones” activada por “las tempestades y los naufragios” de la historia política isleña.
“La literatura crea hermandades imaginarias –plantea el narrador de La inutilidad durante su estadía en París–. La identificación que a veces se crea entre texto, autor y lector es una de las maravillas de la vida. Nadie puede olvidar cuando esto ocurre, como nadie puede olvidar cuando se descubre que esto no es más que una ilusión.” Lalo, narrador, fotógrafo y artista plástico, dice que el acto de pensar, en gran medida, es ir en contra de las creencias. “Pensar es un acto doloroso pero liberador. El sufrimiento es parte de la condición humana; el dolor humano es lo que nos define y nos une”, subraya el escritor puertorriqueño en la entrevista con Página/12.
–Escribir es inútil. He dedicado mi vida a recorrer páginas o hacerlas. Y es algo totalmente inútil, como es inútil jugar al fútbol, ¿no? Andar con una pelota en los pies, en vez de ponerla con la mano y meterla en la portería, que sería lo lógico, con un límite absoluto que es el de no usar las manos, es absurdo. Pero, claro, es un juego que sabemos que crea todas las pasiones que crea. La literatura crea sus pasiones también, no serán tan masivas como las del fútbol, pero es una búsqueda tan inútil y tan absurda. La vida humana está llena de esas situaciones. Un bailarín dedica su vida a levantar el pie hasta no sé dónde... Y hay un sacrificio; deja de hacer muchas otras cosas y cierra muchas posibilidades de su vida. Lo mismo le ocurre a un escritor en sociedades donde todavía el espacio del escritor es más restringido. El negar ese espacio, aun con todo lo arduo que pueda ser en ciertas sociedades, es una mutilación. No sólo esta novela sino en muchos trabajos exploro ese mundo de seres que están al margen y cuyas vidas están asociadas al libro, a la escritura, a la lectura.
–Sí. He visto a incontables artistas de todas las artes destruidos en Puerto Rico. Y Esteves representa eso de manera máxima. Ha habido muchos Esteves en Puerto Rico, artistas y escritores que si hubieran estado en otras sociedades probablemente hubieran podido desarrollarse muchísimo más, pero que acaban malviviendo en un bar. El protagonista recoge los textos, la caja de Esteves, y no puede hacer nada. Es una obra destruida, una obra que se truncó, una obra que se dejó de hacer o que se hizo sin ganas, ya roto. El personaje de Esteves, aunque es de ficción, podrían ser muchos. Yo mismo estuve muy cerca de ser un Esteves. Los artistas en Puerto Rico somos supervivientes; por eso una concesión como el Rómulo Gallegos es inaudita. La literatura puertorriqueña es muy digna, tan digna como cualquier otra latinoamericana, pero invisible.
La máquina de invisibilizaciones acaso empieza con una anécdota desgarrada que Lalo describe con la precisión de un cirujano que intuye que el bisturí de la reivindicación no es suficiente para remover el daño hecho. “En mitad del siglo XIX hubo un pintor puertorriqueño, Francisco Oller, al que no conoce nadie. El está en los orígenes del impresionismo. Viajó a París y entró al taller de (Gustave) Courbet. Y fue amigo de (Camille) Pissarro; en el diario de Pissarro hay una entrada en la que dice que Oller le trajo a un joven de Marsella, que es (Paul) Cézanne. ¡Un pintor puertorriqueño le presenta a Cézanne! Toda la obra de Oller de esa época tiene la misma experimentación que los demás, pero no sale en ningún sitio en las historias oficiales de arte –aclara el escritor–. Oller luego regresó a Puerto Rico, a Bayamón, y fue cambiando su arte. Se volvió más realista, porque el impresionismo era impresentable en una provincia perdida en el Caribe.” Cuando estudiaba en París, decidió ir al Museo de Louvre para ver El estudiante, el cuadro de Oller que la librería La Tertulia, de Puerto Rico, reproducía en las bolsas que entregaba. “Lo busqué en la sección de impresionismo y no lo encontré. En la administración pregunté y me dijeron que ese cuadro no estaba en el Louvre. Luego descubrí la historia: está en los depósitos del Louvre, no está exhibido. Oller lo donó al Louvre en el siglo XIX, seguramente porque se volvía a Puerto Rico y no podía llevarse todo. Como vivió en un hotel de París que se llamaba Saint-Jean du Bresil –San Juan del Brasil–, el museo del Louvre hizo mal la ficha y puso que Oller es brasileño. Al final de su vida, Oller no tenía ni lienzos. Muchos de sus últimos cuadros están pintados en pencas de palma real. Esa es la invisibilidad de la que hablo.”
–Sí, eso me pasó. A su manera, la escritura y el arte pueden ser muy opresivos. La naturaleza de la escritura es un discurso lineal, y a no ser que estés delirando, tiene que tener una sintaxis, tiene que tener un orden, hay una estructura. Esa estructura es muy poderosa y acá entra toda la cuestión lacanania del lenguaje, la implantación de la ley del lenguaje. El arte visual, sobre todo si uno ha tenido una formación verbal y lingüística, es otra forma de actividad cerebral. Yo puedo trabajar hablando, pero es imposible escribir hablando con alguien. O mucho más difícil. Tienes un tren mental muy libre cuando estás con un hacha, tallando madera, o cuando estás pintando. Y en ese sentido es muy liberador. Por otro lado, hay una inmediatez: se puede hacer una obra en muy poco tiempo, mientras que un libro es un proceso larguísimo. No sé si hay una oposición tan dramática entre arte visual y escritura. Hay una cuestión de energía: es muy difícil hacer simultáneamente dos obras. En mi caso, cuando pintaba y esculpía, no escribía. Son canales diferentes. Era una época donde publicar para mí todavía no era una cosa dada. No era sólo producir un texto, sino ver quién se interesaba; una posición diferente a la que estoy hoy.
–Puerto Rico es uno de esos países del mundo donde más de la mitad de la gente que se dice puertorriqueña vive fuera del país. No es que se han ido cinco millones de puertorriqueños recientemente. Aun con todos los problemas políticos que tiene esa sociedad, hay gente que nunca ha visitado Puerto Rico, no ha nacido allí, no ha vuelto y se considera aún puertorriqueña, sobre todo en Estados Unidos. Y así se denomina: puertorriqueña, no se denomina estadounidense. Puerto Rico es una sociedad marcada por la inmigración. Hoy día parece ser que el único proyecto que queda es emigrar. En la última década la población del país se redujo. Es muy común, en ese sentido, que haya un adentro y un afuera. Muchos de los que eran mis amigos ya no están en Puerto Rico. Muchos de los que fueron mis compañeros de la universidad tampoco están. Soy casi el único que queda. Y ahora dirigen departamentos en universidades muy prestigiosas y han labrado una vida que implica muchas renuncias, pero también les ha abierto muchas posibilidades. El Caribe es la frontera extrema de América latina y quizá Puerto Rico es la frontera máxima de América latina. Piensa la cantidad de cubanos que están fuera de Cuba, la cantidad de dominicanos... Y esto marca de muchas maneras a estas sociedades. La primera noción que uno tiene al ver a Sudamérica es lo lejos que está de Norteamérica y las posibilidades que eso le ha brindado históricamente. No es el “patio de atrás”, como decía Estados Unidos del Caribe y Centroamérica, que es una denominación horrosa. Puerto Rico es el único país de América latina invadido. Ha habido como una “guerra de Irak” y Estados Unidos decidió permanecer. Lo que pasó en Irak en la última década fue muy parecido a lo que fue el comienzo del siglo XX en Puerto Rico. Estados Unidos invadió Puerto Rico y se quedó.
–Esa es la mirada del extranjero, una mirada turística, un cliché terrible. La condición humana de los puertorriqueños es muchísimo más amplia y yo, conscientemente, me he rebelado siempre ante esas imposturas. La cultura cubana ha invisibilizado la otra cultura del Caribe, a través de una imagen que se ha adoptado con mucha conciencia de hacerse los exóticos: “Podemos ser miserables, pero gozamos como nadie”. Esa imagen es terriblemente colonizadora a mi juicio y siempre la he rechazado. La cultura caribeña tiene mucha dificultad de mirarse por dentro. El concepto de la fiesta siempre es exuberante, ruidoso, pero también es un proceso de autodestrucción terrible. En el Caribe, la expresión de dolor es considerada muchas veces una expresión de debilidad o una marginalidad de la que se tiene vergüenza. El Caribe es un espacio muy triste; Puerto Rico es una sociedad mal fraguada que la gente abandona.
–En pocas palabras, estamos condenados al inmovilismo. El Estado Libre Asociado es una palabra vacía con la que trató de ocultarse un fracaso. De hecho, en la jurisprudencia de Estado Unidos no existe el Estado Libre Asociado; a Puerto Rico no se lo llama el Free Associated State, sino Commonwealth. Puerto Rico es propiedad de Estados Unidos, es un territorio no incorporado, un territorio producto de la invasión. Y eso está ahí anquilosado, osificado. El partido Pro Estadidad es la derecha, es lo mismo que acá Macri y Massa. Es exactamente la misma gente. Los argentinos que emigran a Puerto Rico en un 90 por ciento favorecen al partido Pro Estadidad; se ve que quieren ser “protegidos” por Estados Unidos. Lo peor es que se apela a la ignorancia y se dice: “Si no tenemos a Estados Unidos, nos morimos de hambre y nos quitan las ayudas sociales y tendremos una guerra civil y van a llegar acá los comunistas y van a apropiarse de todo”. Es el mismo discurso de la derecha en cualquier parte del mundo.
–Hoy en día es muy poca. Imagínate lo que es ser invadido por Estados Unidos... El puertorriqueño Oscar López es probablemente el preso latinoamericano con más años de cárcel en la historia. Lleva 32 años en una cárcel de Estados Unidos. Nunca mató a nadie, nunca puso una bomba. Lo único que hizo Oscar López fue estar en un grupo clandestino que pedía la independencia. Las clases políticas han optado por ser colaboracionistas porque es su forma de sobrevivir. Como digo en alguno de mis libros, nosotros vivimos la globalización antes de que el término existiera. En ese sentido, los puertorriqueños somos una cultura de la resistencia a esos fenómenos violentísimos que han impactado a las sociedades del mundo. Nosotros estamos llenos de cicatrices y a veces medio atontados por el golpe. Pero hemos sobrevivido. Todavía estamos en la pelea. No sabemos si llegamos al último round y si vamos a ganar. Probablemente si llegamos a un empate, salimos bien.
Eduardo Lalo nació en Cuba en 1960 y vive en Puerto Rico desde chico. Es autor de libros en los que reúne su pasión por la palabra y la imagen: La isla silente, donde, Los pies de San Juan, Los países invisibles y El deseo del lápiz. Dirigió, además, los mediometrajes donde y La ciudad perdida. Su obra visual se ha reunido en múltiples exposiciones.
–Creo que sí, me lo han hecho saber durante tres décadas (risas). Puedo certificar que soy excéntrico cuando me enteré esta semana de que la Academia Puertorriqueña de la Lengua decidió no hacer nada con respecto a mí y al premio Rómulo Gallegos. Ni siquiera mandarme una carta. Creo que eso indica algo, ¿no? La sociedad puertorriqueña juega constantemente al juego de la silla. La concesión del premio es como descubrir que yo no estaba jugando en el juego y de pronto me ven sentado en un sillón mirándolos jugar en la mejor silla posible: “¿Cómo este cabrón está sentado allá afuera si ni siquiera estaba luchando aquí por empujar a ver dónde se sentaba?”. Mi compromiso siempre fue con el texto, con una literatura que me pareciera válida y que honrara una tradición con la que yo quería relacionarme. He publicado hasta el presente nueve libros. Hay muy pocas páginas de crítica literaria en la prensa puertorriqueña general y sólo quedaba una. La mujer que escribía esa página se retiró dos meses antes de que yo ganara el Rómulo Gallegos. Nunca reseñó mis libros. Cuando eres un escritor joven, eso hace mucho daño. Publicas algo con lágrimas, sudor y sangre y sólo encuentras el silencio y la indiferencia.
–Saer me gusta mucho. Primero leí Nadie, nada, nunca, cuando yo estaba en París, y me gustó esa escritura diferente. Pero ya vuelto a Puerto Rico, un día en el barrio de las librerías Río Piedras vi una edición mexicana de El entenado y me la compré. Es la novela de Saer que más me ha gustado. No he leído tantos libros de Saer porque es difícil de encontrar. Cuando Seix Barral empezó a reeditar su obra, los libros llegaron allá. Pero, oye, a veces hay que sacar una hipoteca para comprar un libro español. Son carísimos y no siempre he estado en posición de gastar tanto en libros. Saer es un escritor excéntrico, fuera del centro, como quiere decir la palabra originalmente, que se sale de la norma, del ethos típico argentino.
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