Martes, 10 de diciembre de 2013 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA A ALVARO ENRIGUE POR SU NOVELA MUERTE SúBITA, QUE REVELA LA INFLUENCIA DE BORGES
El escritor mexicano ganó el Premio Herralde de Novela por este libro, que presentó en la FIL. “Me ha sorprendido la recepción porque finalmente escribí un libro que no están leyendo sólo los iniciados”, le dijo a Página/12 en Guadalajara.
Por Silvina Friera
La ventaja de ser cuarentón es que las influencias se metabolizan y se descubre el placer donde antes imperaba el combate feroz por disimular las huellas de esos autores que se incrustan en la corteza cerebral. Alvaro Enrigue ya no es el “joven punzante” y molesto de la literatura mexicana simplemente porque tiene 44 años. Pero sus textos son extremos y fronterizos, artefactos anfibios de factura compleja que aguijonean a sus lectores. En Muerte súbita, Premio Herralde de Novela que presentó en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL), eleva la apuesta jugando un partido de tenis imaginario entre el pintor Caravaggio y el poeta Francisco de Quevedo, en las canchas de la Plaza Navona (Roma), en 1599. “Me pregunto si esta vez fui capaz de publicar un libro cuyas instrucciones el lector entiende. O si es que, después de muchísimo trabajo, me gané un lugar. Me ha sorprendido la recepción de esta novela porque finalmente escribí un libro que no están leyendo sólo los iniciados. Y con esto estoy pensando en la crítica conservadora española, que nunca entendió ni una palabra de lo que estaba haciendo cuando escribía –recuerda Enrigue a Página/12–. Ahora las reseñas que han salido son las de unos señores que comprendieron el libro que escribí. Tal vez sea menos raro... Quizás encontré un punto de equilibrio en que la rareza no excluye a otro tipo de lectores, que ha sido lo que me había pasado toda la vida. No tenía ningún problema en ser un escritor de capillas, pero también es emocionante tirarse a la alberca con agua fría de otro tipo de lectores.”
–Sí. Julio Patán, un escritor y conductor de un programa sobre libros, dice que es una novela pringosa, una novela pegajosa. El período era así. No es una novela histórica ni pretende recrear un momento en la historia. De hecho, todo lo que se cuenta no sucedió. Pero sí intenta representar el mundo del Barroco y de la Contrarreforma tal como creo que fue: un mundo muy desaseado, de claroscuros, un mundo en el que los cerebros de las personas producían ese tipo de arte. La cancha de tenis es como el gran teatro del mundo, una idea tan cara para los artistas del Barroco.
–Imagino que todas las generaciones tienen que volver a producir sus discursos en torno de las mitologías nacionales e internacionales. La verdad es que lo único que no estaba planeado en la novela –no soy como (Mario) Vargas Llosa, que hace cuadros sinópticos y tarjetas– fue la figura de Cortés. Sí el plantear un espejo entre el tenis primitivo, que por cierto en España se llamaba juego de pelota, y el juego de pelota prehispánico, que era bastante parecido. Me parece que hay un juego estructural de tenis en el alma humana, y todas las culturas lo reproducen. Fue por ahí donde se coló la figura de Cortés. Una vez ahí, era imposible no tratar de leerlo desde la información que tenemos ahora y también desde nuestros contemporáneos: no el héroe de bronce, tampoco el maldito que vino y nos jodió, sino un cuarentón que tomó la decisión de cambiar al mundo con una irresponsabilidad inverosímil. Y lo cambió. Para mal, pero lo cambió. Hay cosas que te permite decir una novela que no te permite un ensayo.
–El asunto de la Malinche y Cortés. Si pusieras juntas todas las biografías de Cortés y trazaras unas líneas, te darías cuenta de que el momento en que Cortés fue un estratega brillante y un político deslumbrante fue cuando vivió con la Malinche. Me parece clarísimo que el cerebro militar y el cerebro político era ella. Es como Woody Allen con Mia Farrow: no volvió a hacer tan buenas películas como las que hacía con Mia Farrow, aunque ha hecho muy buenas películas. Match Point es una referencia total en esta novela, es una novela escrita haciendo un gran esfuerzo para que no se parezca demasiado a Match Point (risas).
–Quería trabajar en el límite de la construcción de una novela, como he hecho siempre. Que la novela esté escrita en el punto en que podría dejar de ser una novela en cualquier momento. Y es divertido hacerlo porque sigue siendo una novela, hagas lo que hagas. Me da gusto que ahora ya nadie duda de que sea una novela. Durante años publicaba libros y la gente no se atrevía a decir la palabra “novela”. Ahora cuánto menos le dicen novela.
–Sí, pero siempre he discutido muy fuerte con (Jorge) Herralde; tenemos una relación muy intensa. Cuando él decidió publicar Hipotermia, tuvimos una discusión fortísima en la que yo le decía: “Jorge, esto es una novela”. Y él decía que no. Al final decidió sacarlo como un libro de relatos. Ahorita gano un premio de novela. Algo hice bien... En ese sentido es satisfactorio el asunto. Pero lo que me interesa es el borde; una novela balzaciana no me interesaría escribirla ni sabría cómo hacerla.
–He trabajado con el formato cuento, o sea descomponer una novela en cuentos. O al revés: componer un libro de cuentos hasta que sea una novela. También he trabajado de manera más remota con la memoria familiar, con la ilusión de autobiografía. Nunca he sido un escritor autobiográfico, pero sí he trabajado para generar la impresión al lector de que lo que está leyendo es verdad. Que es un poco el juego con Muerte súbita; para eso sirven los documentos. Muchos de los documentos están intervenidos. La definición del juego de pelota del Diccionario de autoridades es muchísimo más corta. La intervine para que sirviera a los objetivos de la novela. Tomás Moro nunca escribió que el tenis era el peor vicio que tenían los británicos de su tiempo. Muchos documentos están intervenidos para generar la ilusión de que son verdad.
–Absolutamente. Borges es un escritor tan importante para mí que me pasé toda la vida peleando para que no se me notara (risas). He hecho un esfuerzo consciente para no usar nunca la palabra “acaso”. Muerte súbita es una novela escrita desde la comodidad del cuarentón. Ya no tengo nada que demostrarle a nadie más que a mis hijos. Se puede sobrevivir haciendo lo que quieres; todo lo demás ya no me interesa. Como ejercicio de libertad que supuso escribir esta novela como se me daba la gana, si salía Cortés, se jodían. Desde ese lugar mucho más cómodo una plataforma central era que ya no me importa que Borges se me notara. Durante toda la vida me pasé borrando a Borges de lo que escribía, pero en este caso sentí que ya me podía dar el permiso de plancharlo con el placer con el que se plancha a Borges, el mejor prosista del siglo XX con Kafka y Joyce. No hay una figura más alta que Borges para mí. El privilegio de ser cuarentón es que lo imito sin miedo al fracaso. Mi sentido del humor es bastante más sucio que el de Borges, pero también hay un sentido del humor que es heredero de él. Cuando cumples 40 años, no te preocupa parecerte a tu padre. Eso se puede leer en cualquier sentido. Me siento como volviendo a casa, escribiendo con libertad. Además, sigue siendo el autor que más leí y al que más regreso. Por supuesto, también Quevedo. Ambos son escritores que tienen la facultad de imprimirse en mi cerebro, ambos arrojan luz sobre un espacio del mundo.
–Caravaggio ha sido una obsesión. Se parece más a un artista contemporáneo –pensemos en Andy Warhol– que a Miguel Angel, en el sentido de que era un artista a quien lo que le interesaba era el procedimiento y no el producto final. Para Caravaggio, el cuadro era solamente un registro del trabajo que él había hecho en su estudio. Lo importante para Caravaggio era la representación de la escena bíblica con pobres en su estudio. El copiaba eso y vendía el resultado. Eso lo hace estrictamente contemporáneo a nosotros. Además del hecho de que el artista barroco que inventó la pintura barroca tal como la conocemos fuera abiertamente gay, fuera un gran jugador de tenis y fuera un asesino. Eso pide una novela a gritos, ¿no?
Enrigue podría ser el cazador mexicano de cuadros de Caravaggio, el enfant terrible de la pintura italiana barroca. “Vivimos en un mundo de reproducción magnífica, pero la experiencia nunca es la misma. Si has estudiado el cuadro, llegar a un museo es una cosa muy emocionante. Es algo a lo que se asciende: asciendes a Caravaggio. Tengo memorizados todos sus cuadros; en la novela hay un ejercicio de interpretación de los cuadros desde un punto de vista que no es necesariamente el mío: desde la cochambre de la vida sexual de los romanos del siglo XVII”, explica.
–Tengo una lectura muy compleja de Caravaggio porque sé casi qué desayunaba (risas). Me parece que el cuadro en el que rompe todo es Judith cortando la cabeza de Holofernes. Hay una manera distinta de enfrentar el arte a partir de ese cuadro; es también el primer cuadro en el que hizo lo que se le dio la gana, que es para mí un valor en tanto escritor que le ha costado trabajo abrirse camino. A partir de entonces, a Caravaggio le dejó de importar lo que se esperaba de él. Cuando le encargaron un cuadro sobre la Virgen para San Pedro, eso suponía absolutamente su consagración. El sabía qué tipo de rol estaba jugando, pero hizo el cuadro de la Virgen en donde la modelo era una puta muy conocida del período, que por supuesto había atendido a todos los obispos. Pintó ese cuadro, lo llevó y no se lo compraron. Eso suponía un fracaso en su carrera, pero era un triunfo de la libertad creativa. Caravaggio era el pintor que pintaba lo que se le daba la gana. Y al que no le gustara, que le comprara al siguiente artista.
–Vivimos en un mundo tan informado e interneteado que lo que diga puede ser una cursilería. A mí sólo me interesa escribir novelas en las que se cuestiona el género. Me parece que no estoy solo en ese esfuerzo. La narrativa latinoamericana está en un momento de explosión como no lo había estado en muchos años. Es la única región en el mundo en que precisamente tratamos al género con mucha desconfianza. La novela es un género del que dudamos, que cuestionamos; y las novelas que no pretendan hacer ese cuestionamiento no me interesan en lo más mínimo.
–Tengo la impresión de que he ido ganando lector por lector. Solamente eso. Ha sido un esfuerzo continuado, siempre desde lugares que no son tan cómodos: la novela deconstruida y la editorial independiente... Sé que Anagrama difícilmente pasa por editorial independiente. Pero, en cualquier caso, no es una editorial cuyos libros lleguen a todos los aeropuertos. A lo mejor es que cumplí 40 años y ahora me siento cómodo.
Alvaro Enrigue (México, 1969) vive en Nueva York. Su primera novela, La muerte de un instalador, obtuvo el Premio de Primera Novela Joaquín Mortiz en 1996. Ha publicado Virtudes capitales (1998), El cementerio de sillas (2002), Hipotermia (2006), Vidas perpendiculares (2008), Decencia (2011) y Valiente clase media (2013). Desde 2011 es miembro del Centro Cullman para Académicos y Escritores de la Biblioteca Pública de Nueva York, donde comenzó a escribir Muerte súbita. En uno de los capítulos de esta novela, “Sobre la falta del sentido del humor de casi todos los papas”, aparece mencionado el poeta Leónidas Lamborghini, “un raro que escribió una novela magnífica sobre la Contrarreforma, Trento”, recuerda el escritor mexicano que ha sido profesor en la Universidad de Maryland y editor del Fondo de Cultura Económica y Conaculta.
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