LITERATURA › LA ESCRITORA VLADY KOCIANCICH Y EL RESCATE DE SU NOVELA ABISINIA
Auténtica pieza “perdida” de la autora de La octava maravilla, editada por primera vez en 1985, tiene como protagonista –escindido en dos personajes– a Xavier Durand, un legendario pintor porteño que en 1887 se confesó para la posteridad.
› Por Silvina Friera
El temblor de una vieja pregunta regresa. Quizá nunca se fue de la escena. Aunque el vendaval escéptico de la historia se haya empeñado en eclipsar no sólo las páginas que se escribirán mañana sino la posibilidad de intervenir sobre el incierto porvenir. “¡Fama póstuma! ¿Qué es esta cosa curiosa que uno sólo puede disfrutar cuando ya no está?” Menudo interrogante sembró el poeta, novelista y dramaturgo alemán Heinrich von Kleist en el amanecer del siglo XIX. Más de cien años después de su suicidio –“ahora, ¡oh inmortalidad!, eres toda mía”, plantea en uno de sus versos inscripto como epitafio–, llegaría el reconocimiento de sus obras, que desde entonces integran el repertorio clásico de la literatura alemana. Cada línea de Abisinia, joya secreta de la literatura argentina de Vlady Kociancich –reeditada por Edhasa luego de casi tres décadas de su primera publicación–, es una luz perfecta que ilumina y asedia esta cuestión con una prosa de refinamiento excepcional. “No es extraño que un hombre como yo piense en la posteridad. Sí que la tome como confidente, que ocupe sus noches tratando de imaginar los rasgos de esa cara impasible.” El hombre es Xavier Durand, un legendario pintor porteño con la muerte pisándole los talones, que se confiesa con “tardío arrepentimiento” –el 20 de septiembre de 1887– sobre esos hijos que excluyó deliberadamente de su futuro porque lo colmaba su obra.
Cinco años antes, más precisamente el 3 de febrero de 1882 –jornada que hermanó a todo Buenos Aires en el “orgullo” de sufrir la temperatura más alta del año–, Xavier Durand quedó inválido con el cruel diagnóstico de que nunca más volvería a pararse frente a un caballete. Lo acompañarán hasta el final su criado Juan, su marchand Piquet y la joven Irene, que será fundamental en su vida. Abisinia transita por ese “antes” y “después”, que se traduce en la espléndida escisión narrativa de dos Xavier Durand: uno más cruel y feroz; el otro, en cambio, que confía en el legado de su obra. “Alguien cuyos pasos oigo un siglo antes de que esos pies caminen vendrá a contemplarla con ojos amistosos y tristes.” El rescate de esta pieza “perdida” –editada por primera vez en 1985– amerita un preludio. En la década del ’70, la escritora que había publicado su primer libro de cuentos Coraje, trabajaba para una revista de turismo. Los numerosos viajes laborales le permitieron sacar provecho de la situación y registrar qué se estaba escribiendo y publicando en el mundo. “Me llamó la atención que se había dejado la novela de experimentación, que había estado muy de moda. Aunque persistía la tendencia latinoamericana por el Boom, sobre todo en Europa, empezaba a gustar lo que llamaríamos la novela clásica. Siempre había pensado, incluso con La octava maravilla, que jamás publicarían mis libros porque mis novelas, aunque no son evidentemente clásicas, tienen una estructura complicada. No tengo una novela lineal. Esa, supongo, va a ser una novela póstuma porque cada vez que intento ser lineal no puedo y termino jugando con el espacio y el tiempo”, recuerda Kociancich en la entrevista con Página/12.
En esa década del ’70, la escritora advertía que estaban surgiendo, para gusto del lector –“no tanto para los críticos, que siempre están una era atrás de cualquier movimiento literario”–, ficciones cuya estructura se podría simplificar en comienzo, medio y final. “Esa novela que estaba apareciendo, en la que me sentía cómoda, me quitó el miedo de pensar quién va a leer lo que escriba. El caso de Abisinia fue que se pasó por alto acá porque todavía no había llegado ese tipo de libros y estaba considerado muy decadente situar una novela en otra época. Ahora estamos inundados de novelas históricas, pero hubo un momento, no demasiado largo, en que eso estaba mal visto.”
Como no relee sus libros, excepto cuando son traducidos, cuenta que no puede reponer el proceso intelectual y cómo concibió la estructura. “Hay algo de lo que me acuerdo como si fuera hoy. Me veo parada en la calle Uruguay, una cuadra antes de Corrientes, mirando la vidriera de una casa de cuadernos de arte y pintura, buscando el color del rubor que tenía que tener Irene. Entonces estaba ahí y, ¡oh maravilla!, había una gran caja importada de acuarelas y una decía ‘magenta real’. Estaba tan feliz que ni siquiera lo anoté y volví caminando a mi casa diciendo: ‘magenta real’, ‘magenta real’... Me acuerdo perfectamente de todos los detalles que hicieron verosímil la historia porque ésa era la parte placentera. Lo complicado era ir cambiando de tono con dos personajes que eran una misma persona.”
–¿Por qué Xavier Durand no sólo piensa en la posteridad sino que la toma como confidente?
–Todo empezó con esa sombra que llevamos los que escribimos, los que hacemos música, los artistas en general, que es la pregunta, la inquietud y el temor de qué sucedería si no pudiéramos escribir más, si no pudiéramos pintar más, si no pudiéramos componer o tocar música. Siempre hay un temor, hasta en los actores. Gene Hackman, que había recibido un Oscar, se preguntaba: ¿me van a volver a llamar para otra película? No es por la obra que se posterga, no es tanto por eso. La vida de un artista o la mitad de esa vida queda cortada; es como la media muerte de la identidad. Ese tema estaba dando vueltas junto con un prejuicio; se sigue separando la vida del arte o vida y obra: en la vida tal cosa, en la obra tal otra... Lo que es absurdo porque es una mezcla. Pero el proceso creativo es un misterio hasta para el mismo creador. Por lo tanto, nunca se saben los motivos que puede tener para escribir, pintar o componer; eso queda relegado cuando está hecha la obra. Es muy difícil ir a buscar las fuentes. Nos puede divertir, nos puede gustar, sin duda es muy interesante analizar los puntos de vista, pero el impulso creador siempre será inalcanzable. Y está también la soledad que resulta de esa pregunta, que además se la hice a un pintor amigo y me odió por eso: ¿qué harías si no pudieras pintar más esos grandes cuadros? Porque pintaba unos cuadros casi monumentales. Como escritora, sé que los escritores tenemos muchos recursos. La literatura es la legión extranjera de las artes. No te pide que hayas estudiado, no te pide demasiadas cosas, no te pregunta por tu identidad. Vos te alistás y además tenés muchos géneros. Si no hacés ficción, harás un ensayo. Si no hacés un ensayo, escribirás tus memorias. Pero en el caso de la pintura, en el caso de la música también, en el caso de la arquitectura u otras maravillas del arte, se necesita que el cuerpo acompañe. Si no podés hablar, no podés actuar. Si te rompiste una pierna, no podrás bailar. Siempre hay un miedo, un temor. Este amigo pintor me dijo: “Creo que me moriría”... Aparece la idea de la muerte, de dejar de ser quien es, por lo cual sería una sombra de la persona que fue.
–Y ahí aparece un personaje en la novela: Xavier Durand.
–Un personaje mucho más vulnerable, indefenso. Alguien como Xavier Durand todavía joven, con éxito, buen mozo, seductor y talentoso. Y de pronto lo mata la invalidez. El artista continúa creando de alguna manera, sigue imaginando y proponiendo ese cuadro que sabe que no va a hacer. En todas las biografías de escritores se percibe que se escribe hasta el último momento. Y si no se escribe, se tiene el título, se tiene el proyecto, se anuncia. No se pierde esa necesidad de conservar la identidad que cuesta tanto formar, que lleva tiempo, así como lo llevan los libros. ¿Con quién podía hablar un personaje como Xavier Durand, solo, inválido, enfermo? Al situarlo en el siglo XIX, puede hablar con la posteridad, porque la palabra todavía estaba en uso, como anteriormente la palabra gloria.
–En cambio ahora la palabra posteridad ya no importa, ¿no?
–Ahora es el éxito, que tiene que ser inmediato. No se piensa, como decía Stendhal, que dentro de cien años seré reconocido. Más bien se cree que dentro de cien años nadie se va a acordar. Hasta el siglo XIX estaba explícito, aunque algunos autores lo quieran negar, el impulso de dejar obra, de permanecer, la idea de trascendencia. En el siglo XX se empieza a perder y en el siglo XXI lo que se espera es una repercusión inmediata, no tanto por ansiedad sino por escepticismo sobre eso que llamábamos posteridad, trascendencia. De ahí vino la idea de usar esa confesión a la posteridad que, obviamente, divide al hombre en dos: el artista que todavía quiere pintar y conservar su obra y el hombre que recuerda que quiere vivir, que quiere amor, que quiere belleza, que quiere lo que es humanamente comprensible. Esa escisión que no es tal entre vida y arte es un tema que se sigue discutiendo. Xavier Durand encuentra la forma de vencer la muerte y de sentirse continuado no en la obra sino en la vida, a través de la obra que, paradójicamente, no hizo.
–En algún momento se hizo la pregunta ¿qué pasaría si no pudiera escribir más?
–No. Cuando empecé a escribir, no pensaba en publicar. Eso de por sí es bastante curioso. Estuve mucho tiempo escribiendo cosas sin la menor intención de publicarlas, porque me parecía que me faltaba mano, información; era una rara autoexigencia, hasta el punto de que mis tres primeras novelas estuvieron inéditas durante varios años. Cuando dejé la revista de turismo, me propuse ser una escritora full time. Se me dijo –y lo sabía– que esa decisión me podía llevar al suicidio. No me pasó.
Escribí una novela tras otra: La octava maravilla, Ultimos días de William Shakespeare y Abisinia. La octava maravilla iba siendo rechazada hasta que finalmente la tomaron en España, lo que fue mucho mejor. A partir de ahí no tuve más problemas de publicación. Y cruzo los dedos porque la pregunta de los escritores es: ¿nos seguirán publicando? Pero no, no tuve dudas... Tal vez porque soy del tipo de novelista que está todo el tiempo observando al prójimo no analicé mi situación. Esa sombra es la que observaba en los otros. Como raramente hago trabajo de introspección porque me aburro soberanamente, escribo novelas porque estoy escribiendo sobre otros, en otra parte, en otro mundo, en otra época. Eso es un desafío y es lo que me gusta. Por eso no tengo segundas partes de mis libros; además pasan en distintos lugares, aunque obviamente Buenos Aires es el anclaje. Abisinia es un libro en el que verdaderamente siento un amor no confesado antes por Buenos Aires. Creo que es muy obvio, ¿no? Casi lo más tierno que tiene el personaje es el amor por ese patio, por ese lugar, por las voces, por la gente de Buenos Aires.
–Más allá de la amistad con Borges, al empezar a leer Abisinia, el primer párrafo suena levemente borgeano.
–Creo que es inevitable que se me asocie con Borges de acá hasta que me muera. No he escrito ningún libro de mi larga amistad con Borges. No he usado nunca el nombre de Borges. Entre todos los amigos de Borges, soy novelista y he seguido una obra de ficción que a esta altura me define. Quizá sea un halago para mí cuando hay mucha gente con la que se lo puede relacionar a Borges. Sylvia Iparraguirre dice que soy la única escritora que piensa que los escritores somos la sal de la tierra, mientras en general los escritores opinan mal de los escritores y del mundo literario. Yo no, siempre estoy en defensa de nuestro trabajo. El tema de la fama, de la celebridad, naturalmente debió interesarme por los casos que me tocó conocer, como Jerzy Kosinski, con quien compartí un congreso en Toronto. Esta anécdota de mi breve amistad con Kosinski puede definir el efecto malsano de la celebridad o de la fama. Un día delante de mí había un hombre elegante, muy europeo tanto en su vestimenta como en su forma de hablar. Cuando saqué un cigarrillo, él me lo encendió; en ese momento todavía se podía fumar. Y teníamos nuestras etiquetas –Kosinski y Kociancich– y bromeamos por el parecido de nuestros apellidos. A partir de entonces me reservaba siempre una silla. Hablamos de literatura y mucho de caballos, porque él jugaba al polo. Nadie se acercaba mucho a él. Lo que recuerdo es que estaba muy solo; la única compañía o conversación que tenía era conmigo o con la prensa. El insistía en que yo no fumara. El había dejado de fumar y me hablaba del tema de la salud, hasta me preguntaba si había días en que no fumaba. Cuando nos estábamos despidiendo, la mujer de Kosinski me dijo: “Jerzy quiere que nos visites en Nueva York”. No fui porque se adelantó otro viaje que tenía y dos meses después me enteré de que se había suicidado de la manera más terrible y grotesca que se pueda imaginar. Lo encontraron con una sobredosis y una bolsa de plástico en la cabeza. Después supe que estaba perseguido por alguien que decía que había escrito uno de sus libros. A Borges nunca se le hubiera ocurrido hablar con la posteridad. Precisamente él me decía que quería el olvido.
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