Martes, 19 de agosto de 2014 | Hoy
LITERATURA › ARIANA HARWICZ Y SU SEGUNDA NOVELA, LA DéBIL MENTAL
Madre e hija, ambas inadaptadas sociales, son los personajes que eligió la escritora argentina –radicada en un pequeño pueblito francés– para un libro que describe como “la narración de una infancia atravesada por la mirada sexual de los otros”.
Por Silvina Friera
La vagabunda, una morocha argentina que a veces anda en pijama por el campo donde vive –El estanque de las granjas–, a 180 kilómetros de París, afila la cuchilla del lenguaje hasta trozar en mil pedazos las pupilas extasiadas de los lectores. Sus cortes son como hachazos que desgarran las fibras más íntimas y ocultas de una relación simbiótica y feroz entre dos inadaptadas sociales que son madre e hija. “El mundo es una cueva, un corazón de piedra que aplasta, un vértigo plano. El mundo es una luna cortada a latigazos negros, a flechazos, a escopetazos. Cuánto hay que cavar para dar con el desprecio, para que mis días ardan”, se lee en las primeras líneas de La débil mental (Mardulce), segunda novela de Ariana Harwicz, una bomba nuclear de la literatura argentina reciente de una potencia excepcional por sus personajes febriles, dos mujeres de factura barroca, dos hembras bravas en una suerte de “chiquero” campestre que acaban “enteras y ensangrentadas”.
En 2007, después de haber terminado la carrera de dramaturgia, después de haber hecho algunas “obritas” de teatro y dar clases de guión cinematográfico, Harwicz decidió que era el momento de barajar y dar de nuevo. Se fue a estudiar a Francia historia del arte primero y luego literatura comparada en la Sorbonne. Entonces tenía un conocimiento rudimentario del francés. Poco a poco las palabras de la lengua de Flaubert se multiplicaron como peces en las aguas de las conversaciones cotidianas. Vivió en París cuatro años como estudiante, el estatuto ideal para vivir en esa ciudad. En sus planes estaba la tentativa de escribir, pero nació su hijo. “A los vanos intentos de escribir sin hijo se le acopló los imposibles intentos de escribir con hijo en un espacio físico reducido, con el ahorcamiento de lo financiero en París”, recuerda la escritora en la entrevista con Página/12. “Me parecía una locura vivir en el campo. Yo soy porteña ciento por ciento, viví treinta años entre Villa Crespo y Palermo. Me preguntaba qué iba a hacer yo en el campo. Y me mudé al campo, al cual ya iba de manera esporádica. Mi casa está en la región central de Francia, en un minipueblito de ocho casitas que se llama El estanque de las granjas. Voy a París todas las semanas, así que la tapa de una estación de tren para La débil mental no está tan mal porque biográficamente vivo arriba de un tren, entre las idas y vueltas del campo a la ciudad.”
–¿Cuál fue el principio de la novela? ¿La relación simbiótica y enfermiza entre madre-hija?
–En realidad, no; es un error partir de conceptos como la simbiosis materna o la perversión humana. Así como Matate, amor, mi primera novela, partió de la imagen de un ciervo que me miraba, La débil mental empezó con la imagen de unos vecinos que se llaman “casos sociales”, bastante marginales. Y hay de todo: desde la mujer que se encierra en la casa con los perros y no sale nunca hasta cosas más raras. Hay una chica de unos veintitantos años siempre en calza, con el pelo medio quemado, que estaba arrancando pasto en las cunetas. Obviamente no trabaja; hay mucha gente que no trabaja y eso me gusta del campo, que está un poco corrido de la sociedad; es otro tipo de marginalidad, menos brutal respecto de las ciudades. La cuestión es que esta chica estaba no haciendo nada y tenía un bebito. ¿Qué le pasa a esta chica? Alguien dijo que “será una débil mental”, una desviada, una loca. Después me la crucé en el camarote del tren, ella también iba a París y como somos vecinas me puse a hablar por primera vez. Iba a ver a un hombre casado, no estaba loca para nada y no era en absoluto una débil mental. De ella surgió la escritura de la novela, de la imagen de esta mujer aparentemente débil mental. Después me acordé de frases como “pueblo chico, infierno grande”. Y pensé: ¿qué dirán de mí? Ella es una débil mental, ¿y yo? Yo voy a caminar, salgo en pijama, ¿seré también yo una débil mental? (Risas.)
–¿Cómo fue escribir una novela en la que el lenguaje busca romper constantemente las palabras? Hay mucha violencia en lo que se narra, incluso en aquellas escenas que son aparentemente bucólicas, la palabra está puesta en estado de violencia larvaria.
–Si Matate, amor surgió con un ciervo entre matorrales y ésta con una débil mental arrancando yuyos, en realidad lo que busco al escribir es que me aparezca el lenguaje, como si el lenguaje fuera un ciervo. Que me aparezca el lenguaje como una imagen, como un objeto. Hasta que no se da esa revelación del lenguaje no tengo nada. No tengo antes la historia ni los personajes, ni el conflicto dramático. Lo que tiene que aparecerme es el lenguaje. Es verdad que parece como si el lenguaje estuviera todo el tiempo pinchando, cortando, lastimando...
–El lenguaje está agazapado y a punto de estallar. ¿Esto fue buscado, trabajado?
–No sé teóricamente nada de música, pero trabajo mucho con ciertos pianistas que tocan sonatas de manera muy acelerada. La literatura que me gustaría escribir tiene que reproducir ese ritmo frenético del piano, esas aceleraciones traspasadas a la escritura. La misma pasión desmedida que sienten los personajes es la pasión que tienen que tener los dedos al escribir. Tiene que haber esa amalgama entre el desborde de pasión de los personajes y la escritura. El lenguaje está asimilado a la pasión de los personajes. Cuando hay alguna que otra frase con otro tempo, la elimino. Todo tiene que ser febril; por eso son capítulos breves porque la fiebre no se puede mantener mucho tiempo. Uno necesita el corte, si no te asfixiás. La escritura demanda cortes por el nivel de intensidad. Yo termino exhausta, no puedo más.
–¿Cada capítulo es concebido como una escena?
–Hablo siempre de escenas, no de capítulos. Me obligo a decir capítulo para que no me digan que no es un guión o una obra de teatro. La madre aplaudiendo la primera masturbación de su niña púber en la pileta de plástico es una escena de cine; corte y la chica se cubre y se va corriendo. La escena en la que ella sale a buscar a la madre que desapareció hasta que la encuentra haciendo pis debajo de un puente –ese hilito de pis entre las dos piernitas desnudas– es una escena fílmica. Las escenas donde comen el pollo con las manos, las escenas donde cocinan, quizá sean más teatrales.
–Las situaciones domésticas tienen una carga muy fuerte. Lo más violento es aquello que se intuye que va a explotar y no explota, ¿no?
–Es verdad. Un amigo escritor que leyó la novela me dijo que hay mucha comida, pero no da hambre. Hay pollo, hay ensalada y no dan ganas de comer, no provoca apetito. Es interesante pensar la mesa servida desde la saturación, desde la no hambre, hasta el asco se podría llegar a decir, aunque no está explicitado. En cuanto a la violencia en las escenas cotidianas, quizá ellas sean inadaptadas sociales. No las imagino teniendo cuenta bancaria, trabajo, jubilación ni cierta inserción social.
–Sin embargo, aparece una preocupación por lo económico y lo laboral, de qué van a vivir. ¿Esta preocupación sería como el último eslabón que les queda, lo último que las podría conectar con una trama social más amplia?
–Sí, podría ser... Creo que son dos extranjeras en el sentido del exilio, no político sino espiritual. La extranjería en lo espiritual está unida a mi vida, independientemente de la patria, la sensación de ser extranjera la tengo en París, en el campo y en el barrio de Palermo. Ellas son extranjeras, aunque una intenta trabajar. Quizás en ese sentido el trabajo es el último eslabón que les queda para estar insertas de un hilito. Toda mi vida trabajé dando clases en instituciones, pero ahora ya no trabajo en ninguna institución ni tengo jefe, aunque escribir para mí sea un trabajo. Es una libertad inquietante y al mismo tiempo a veces no sé qué día es. La escritura es un acto de solipsismo, pero en mi caso es un solipsismo por dos porque estoy en el campo. La escritura es un acto de soledad extrema, aunque estés en Santa Fe y Callao. Pero no estoy en Santa Fe y Callao, estoy en la nada, los vecinos no se escuchan, no hay luces. Me interesa esta forma de vivir, pero tiene sus consecuencias. De ahí esa radicalidad que me lleva a escribir así, pero a veces es un poquito peligrosa y por eso me tomo el tren y me voy a París: me tengo que vestir, me tengo que maquillar, me pongo los tacos... A veces no manejo plata ni tengo dinero un montón de días. No veo a nadie, excepto la gente que vive conmigo. Busco esto, me interesa, pero cuando termino de escribir corto con eso y por ejemplo vengo a Buenos Aires y salgo al mundo (risas).
–Madre e hija podrían ser como desprendimientos de personajes beckettianos en el siglo XXI. Hay algo de Beckett dando vueltas, ¿no?
–Sí, pero no desde el punto de vista de lo ambicioso. Estos personajes son espiritualmente beckettianos y socialmente chejovianos. Y debo agregar a Tennessee Williams y El zoo de cristal; mi maestro Mauricio Kartun nos hablaba muchísimo de esta obra. Son personajes beckettianos por muchas razones, por lo fragmentado, por el estar fuera del mundo, por la angustia existencial, por el no Dios... Las referencias son dramatúrgicas. Y también me influyen (August) Strindberg e (Henrik) Ibsen. A esto habría que agregar la película de Gaspar Noé Solo contra todos, una película que me influyó mucho y quince años después me doy cuenta de que sigo pensando en ese monólogo del principio. Entonces como estudiante de cine, pensaba que así quería escribir yo, con ese espíritu, con esa brutalidad de Gaspar Noé y también la de Lars von Trier.
–¿Cómo impacta este tipo de influencias dramáticas y cinematográficas en la escritura?
–No le doy respiro al libro, no me puedo permitir frases o fragmentos anodinos donde la escritura transite por lugares un poco más amables. Si no explota nada, si no sucede nada, lo borro. Tengo la necesidad de que la escritura sea fiebre o nada.
–La maternidad está condensada en una frase, “tener un hijo no es nada más que eso”.
–Los hijos están vistos como espías, como intrusos; alguien que viene a desarmar toda belleza posible. Digo espía porque hasta que tuve un hijo, ¿quién espiaba mi vida? Mis padres no, porque ya era una mujer independiente que hacía lo que quería. Ahora veo a mi hijo como alguien que espía mi vida. En esta novela, la madre perdió a su hombre, a su rubio, cuando se embarazó. Después la hija pierde a su hombre porque hay otro embarazo. Otra vez el hijo viene a estorbar, a interrumpir altas bellezas eróticas. Y a la vez está la pulsión de desear un hijo: si tengo un hijo, sería con él. Aunque ya sea tarde, hay un deseo de maternidad. Se permiten decir que un hijo no es más que un coito. Los hijos vienen a romper lazos, a molestar, a interrumpir. Si tuviera que decir de qué trata la novela –alguien me dijo que se trata sobre la imposible maternidad–, diría que se trata de la imposible infancia, porque es la narración de una infancia atravesada por la mirada sexual de los otros. La madre perversamente aparece acelerando el fin de esa infancia para que su hija se vuelva compinche y vayan juntas a los bares.
–En un momento aparece la frase “callate, barroca”, como si fuera un insulto. ¿La escritura está más conectada con un concepto de lo barroco?
–Sí y no. Me parece que hay cierta interpretación clásica de lo barroco como lo abundante, lo sobrecargado, lo suntuoso... Siento que hay algo de eso, pero que también hay una cosa cruda, sucia, despojada, de surrealismo sucio... No sé qué categoría usar, pero cierta cosa de ruta, de autopista... Y “terminan dándose por el culo en el sofá” me suena más a los autores norteamericanos. Me gusta mucho (John) Cheever, una escritura más marginal desde otro lado. Me gusta esa visión sucia del sexo, pero también hay momentos en que es más lírico, más barroco.
–La desmesura barroca está en los personajes, pero la escritura no sería barroca. Por ritmo, impronta, intensidad, la escritura tiene otro corte que no coincidiría con lo barroco, ¿no?
–Y si coincidiera, para mí sería negativo. No hay fórmulas en la escritura, pero si los personajes son desmesurados y por ende tienen almas barrocas y la escritura es barroca, se empasta todo... A veces soy una vagabunda, ando con dos medias distintas, el pantalón agujereado, pero después enseguida me rescato (risas). Dicen que hay que rendirle tributo a la escritura. Algunos se visten de gala, con el vaso de whisky en la mano. Lo vagabundo es mi tributo a la escritura. Yo no tengo plan B, me voy a dedicar toda mi vida a escribir.
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