LITERATURA › ABELARDO CASTILLO, EL KONEX Y EL SENTIDO DE LOS DIARIOS
El autor analiza el modo en que sus anotaciones han servido de laboratorio y relativiza la supuesta “intimidad”: “Me expongo más en mis obras de ficción o al contestar una entrevista. Hay algo inquietante que es el dar a conocer lo que uno ha hecho”.
› Por Silvina Friera
¿Se podrá ser sincero en un diario? Arrojada sin preámbulos, la pregunta parece el resto suspendido de una explosión, una amenaza que pesa en el aire. La primera anotación de un joven escritor de 19 años, que todavía no había publicado nada y recién comienza a tantear la escritura, es de febrero de 1954. “Vagamente se recuerda haber soñado, y esto ya es desagradable. Se piensa entonces: ¿y los sueños olvidados, esos que ya no recordaremos nunca? O mejor: los que no recordamos en absoluto al despertar, los que ignoramos haber tenido. Y es espantoso. He soñado mil sueños diminutos de los que no tengo conciencia. Esas caras, esos paisajes, ¿han sido para qué?” En la entrada siguiente continúa: “La elección de cada expresión, en la prosa, debería ser algo así como la elección de los ritmos del verso”. La publicación de los Diarios (1954-1991) de Abelardo Castillo –que hoy recibirá el premio Konex de Brillante compartido con Ricardo Piglia, ver aparte– es un acontecimiento literario, no sólo por lo que significa paladear un volumen de 603 páginas. Estos “borradores mentales” funcionan en conjunto como el laboratorio donde el escritor se desafía a mansalva y destilan una escritura de alto vuelo poético en aquellos momentos en que opta por callar o no decirlo todo.
La distinción de Dimitri –el gato de Castillo y Sylvia Iparraguirre– es incalculablemente bella y delicada. Cualquier voz femenina que no reconoce puede ser la peor pesadilla: una veterinaria que viene a revisarlo. La intrusa de Página/12 es recibida con suma cautela y recelo. “Los premios son una consecuencia lógica –y a veces no tan lógica– del trabajo literario. No cambian la vida de un escritor, salvo cuando son esos premios fastuosos, con mucho dinero, que en general llegan muy tarde, como el Nobel. Son reconocimientos que no siempre son merecidos, pero que son recibidos con alegría por los escritores. Me pone muy contento que el Konex de Brillante lo hayan ganado antes escritores como Borges, Bioy Casares y Tizón. Este tipo de premios le importa ganar a un escritor porque no se postula. Vale decir que no es que mandé una obra de teatro, un libro de cuentos o una novela, sino que me eligió un grupo de pares –escritores, periodistas y críticos literarios– y es muy gratificante. Macedonio Fernández sostenía que si a un hombre –supongo que decía a él– lo dejaran pensar realmente todo el tiempo solo podría descubrir todas las ideas de la humanidad. La condición era vivir lo suficiente. Si en la Argentina uno vive lo suficiente termina ganando todos los premios”, bromea el escritor.
Dimitri decide vigilar a la ino-portuna visita en la mejor posición posible para un gato: atrincherado pacientemente bajo el escritorio, desde donde puede mirar sin ser visto. Castillo dice que el premio más importante que recibió fue por su obra de teatro El otro Judas, en 1959. “Yo mandé la pieza a ese concurso a instancias de Nicolás Guillén y me dieron el primer premio, que significaba la edición y representación de la obra. Yo tenía 22 años, no me conocía nadie, no le había leído nada a nadie, salvo a mi novia y a un amigo. Recuerdo todavía que un día me llama papá de San Pedro y me dice: ‘Hijo, he leído en el diario que ganaste un premio con una novela’. Yo publiqué una novela mucho más tarde y dije: es El otro Judas. Fue mi entrada a la Gaceta Literaria y de ahí sale El grillo de papel; con eso se inició el Abelardo Castillo que ahora está conversando”, afirma el escritor. “Ni cuando le dieron a Israfel el Premio Internacional de la Unesco volví a sentir la íntima alegría cercana a la felicidad que tuve el día que me llamó papá por teléfono. Después los premios se transforman en una especie de ceremonia de la ceremonia de la literatura y hay algunos que los recibís muy agradecidos y con mucha alegría, como el Konex.”
–Al principio no empezó para ser leído, sino con tanta posibilidad de ser leído como cualquier otra cosa que escribía porque eran cuadernos escolares en los que anotaba mi relación con la literatura: el cuento que se me ocurría, el poema que estaba escribiendo, incluso el diario estaba lleno de poemas que después corté y tiré o los conservé de otra manera, como textos poéticos. No tenían el sentido que suelen tener los diarios, no era una especie de autoconfesión periódica acerca de cosas que me pasaban, incluso el diario dice en un momento “escribir todo lo que se me ocurre y nada de lo que ocurre”. Con el tiempo empecé a sentir la necesidad de escribir un diario tradicional, probablemente influido por los Diarios de (Franz) Kafka o los diarios que había leído, que no eran diarios, sino que eran libros que estaban escritos como diarios. Uno de ellos era Los cuadernos de André Walter de André Gide, que fue el primer libro que publicó y es una especie de novela muy extraña. Un libro que para mí fue esencial a los 18 o 19 años fue Los cuadernos de Malte Laurids Brigge de (Rainer Maria) Rilke. De ahí cierto tono literario más que confesional que tienen mis diarios. Después cayeron en mis manos los diarios de (Cesare) Pavese y de Kafka, y sobre todo el de Kafka me parece inigualable en cuanto a sinceridad e intensidad. Me influyó mucho la lectura de una de las obras más impresionantes y desgarradoras que he leído de (Fiódor) Dostoievski, las Memorias del subsuelo, una ficción que alude a momentos muy profundos del propio Dostoievski en la que está la pregunta que me he hecho toda la vida: ¿se puede ser verdaderamente sincero en un texto confesional?
–A veces me la he respondido como sí, trato de ser lo más sincero que puedo en el diario. Y a veces descubro que por no parecer insincero estoy exagerando mi autodestrucción. Y ahí empieza la otra pregunta: ¿la estoy exagerando para quién? Quiere decir que estoy poniendo también un lector. Se publiquen o no, en los diarios siempre hay un lector que está esperando. Esto se cumple definitivamente con la segunda parte de los Diarios, que va del ’91 y termina en 2006 por varias razones: una es que murió alguien que yo quería mucho, una ex alumna mía, Paola Kaufmann. Pero sobre todo porque sentí que en algún momento tengo que dejar de publicar los Diarios para poder seguir escribiéndolos, porque me encontré con que, a partir del momento en que empecé a trabajar en la publicación y en las correcciones, era como si alguien me estuviera espiando sobre el hombro. Escribir un diario con la idea segura de que va a terminar publicado es casi imposible, porque te embellecés sin quererlo o te autoflagelás para parecer sincero, entonces empieza a perder la naturalidad que tenía el diario de anotar cualquier cosa. Tuve que recuperar esa especie de impunidad que era el hecho de que un diario es en gran medida un acto secreto. Que se lea después que te mueras, que alguien lo recoja, que un día decidas quemarlo, ya está todo en el futuro.
–Sí, el diario es una especie de laboratorio de mi escritura. Hay una cantidad de ideas que anoto para Crónica de un iniciado y el diario sigue puntualmente Crónica..., a veces sin decirlo. Pueden parecer cosas que me ocurrieron, pero son cosas que estaban pensadas para incluir en la novela. Vale decir que el diario es una suerte de taller literario personal. Sylvia descubrió que ciertas cosas esenciales de mi vida no están en el diario.
–Como recuerdo la razón por las que he olvidado, no voy a conversar sobre eso (risas). Ahí viene la otra pregunta que me hago permanentemente: ¿puede un diario ser sincero? Sí, puede ser sincero, pero no tiene la necesidad de decirlo todo. A veces resulta más sincera una obra de ficción. Leído con atención, en mi diario casi no hay alusiones al alcoholismo. Hay un momento en que digo que prácticamente dejé de tomar y es mentira. Yo dejé en octubre del ’74, lo sé porque los otros días se cumplieron cuarenta años. Sin embargo hay alusiones a que “hoy he tomado mucho”, como si fuera un bebedor social. Y yo era un alcohólico crónico desde 1966. Me hacía el bebedor social y que el alcohol no me interesaba tanto. Ni siquiera era consciente. Un día tomé conciencia de que no era un bebedor fuerte o una especie de poeta maldito. Pero tardé un año más en dejar la bebida. Si vos quisieras saber realmente qué pasó conmigo y la bebida tendrías que leer El que tiene sed y no mi diario. La sinceridad en un diario no siempre está en narrar hechos puntuales, a veces está en una reflexión que remite a un hecho puntual.
–Sí. La gente cree que la pérdida de un gran amor, la pérdida de un ser querido, son la única realidad dramática y que al mismo tiempo son las cosas que uno puede nombrar como la vida. Para cierto tipo de personas, entre las que me incluyo a veces, la lectura de un libro o el encuentro con un autor muerto es tan importante como un suceso biográfico. Yo recuerdo que con Malcolm Lowry fue un especie de catástrofe mundial, sobre todo porque ya había escrito buena parte de El que tiene sed y siempre había planeado una novela sobre el alcoholismo. Me aburría la lectura de Lowry, toda la primera parte de Bajo el volcán sentía un enorme tedio. En un viaje de Córdoba a Buenos Aires vine leyendo el libro y me atrapó. Yo tenía una botella de ginebra como una especie de trofeo, una especie de Konex de Brillante, en un barcito que estaba contra la pared a medio tomar para demostrar que podía tener una botella de ginebra, verla y no tomar si no quería. Lo que era una ilusión total. Sentía que no podía leer Bajo el volcán estando sobrio. En homenaje a Lowry me tomé un vaso o dos de ginebra y no paré después durante seis meses. La impresión que me causó ese libro o ciertos textos de Miguel de Unamuno o de Jean-Paul Sartre son tan biográficos como un encuentro con una mujer o la pérdida de un amigo. Hay libros que me llegaron de modo que no me llegaron ciertas cosas que ocurren en lo que llamamos la vida real. Pasa un poco como en los sueños. Una noche soñé con papá después que papá había muerto. Estaba tan vivo en el sueño, era tan radiante, tan vital y yo sentía por él un afecto tan profundo que cuando desperté sentí que nunca había visto a papá tan real. La literatura tiene como un trasfondo de sueño, de cosa que ocurre en otro lado, que entra por canales que no podría descifrar y que pertenecen a mi vida. Escribir sobre un libro o escribir sobre una persona, si el diario es auténtico, da exactamente lo mismo.
–Perder una lapicera me puede sacar de quicio. En alguna parte el diario dice que me he pasado la vida persiguiendo mujeres y buscando cosas perdidas (risas). A Marechal lo veía todas las semanas, por lo menos una vez por semana. Sin embargo, no hay muchas entradas de Marechal, como si estuviera sintetizado todo en el momento en que murió. Incluso recuerdo que una de las satisfacciones que sentí es que Sylvia haya alcanzado a conocerlo, porque yo la conocí a Sylvia en el ’69 y en el ’70 murió Marechal. Estar con Marechal, oírlo hablar, conversar con él, era una especie de fiesta. El era tan apacible, tan sereno, como si estuviera flotando por encima de las cosas, que te transformabas en un ser humano afable.
–Me pasa permanentemente aún hoy, incluso con este diario. Desde que publiqué los Diarios me enfermé dos veces, tuve una especie de depresión y sentí que no debería haberlo publicado. Pero no por la exposición, que me importa un pepino, porque me expongo más en mis obras de ficción o al contestar una entrevista. Hay algo inquietante que es el dar a conocer lo que uno ha hecho, que tendrá que ver con misterios de mi inconsciente que no quiero investigar, pero que me produce una reacción casi inmediata. De Las otras puertas salió un cuento que estoy corrigiendo ahora, que debe llevar más de sesenta años de haber sido escrito y que nunca consideré publicable. Tardé años en terminar Crónica de un iniciado. No puedo publicar borradores ni cosas a medio terminar, es mi manera de enfrentarme con la literatura. Al día siguiente, o a los quince días, me pregunto ¿para qué lo publiqué? (risas).
“Los diarios posteriores al 2006 no se publicarán”, subraya Abelardo Castillo. “Hay una frase de Sartre que me llegó profundamente. Cuando tenía alrededor de 70 años había perdido su capacidad para escribir porque estaba casi ciego, y le preguntaron ‘¿qué hace un escritor cuando siente que lo ha dicho todo?’. Sartre dijo algo que para mí y para cualquier escritor es muy importante: cuando un escritor siente que ha dicho todo, es cuando puede empezar de nuevo a decirlo todo. Cuando ya no tiene nada que decir, puede empezar a decirlo todo porque así es como empezás a escribir. Uno cuando empieza a escribir no tiene nada que decir. Cuando lo dijiste todo, hay que empezar de nuevo. En esa situación me encuentro no solo con mis diarios, que se escribirán para nadie, sino también con mi literatura. Un escritor es un hombre que sigue escribiendo y haciendo lo que sabe hacer, sin andar pensando que tiene que escribir grandes obras.” Quizás algún día Castillo publique un “último” libro con los poemas que escribió, que sobrevivieron a la destrucción y al descarte. “En contra de todas mis teorías, en la poesía el único interlocutor que tengo soy yo”, afirma. “Ese libro, si se publica algún día, se va a llamar La fiesta secreta. La poesía es una fiesta que sucede conmigo mismo y que me remite a mis orígenes.”
Los premios Konex se entregarán hoy a las 18.30 en la Ciudad Cultural Konex. Recibirán Konex de Platino Luis Gusmán (novela, 2004-2007), Guillermo Saccomanno (novela, 2008-2010), Antonio Dal Masetto y Sylvia Iparraguirre (novela, 2011-2013), Abelardo Castillo (cuento, 2004-2008), Liliana Heker y Ana María Shua (cuento, 2009-2013), Tamara Kamenszain (poesía, 2004-2008), María Negroni (poesía, 2009-2013), Ricardo Piglia (ensayo literario), Jorge Eugenio Dotti (ensayo filosófico), José Emilio Burucúa (h) (ensayo de arte), Carlos Altamirano (ensayo sociológico), Mauricio Kartun y Rafael Spregelburd (teatro), María Teresa Andruetto (infantil), Liliana Bodoc (juvenil), Margarita Fleming de Cornejo (folklore), Alvaro Abós y Alicia Dujovne Ortiz (biografías y memorias), Martín Caparrós (crónica y testimonios), Roberto Cortés Conde y José Carlos Chiaramonte (historia), Cristina Piña (traducción) y Adriana Hidalgo (labor editorial).
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