Lunes, 14 de agosto de 2006 | Hoy
LITERATURA › ARTURO CARRERA
En su último poemario, el autor de Potlatch propone, frente a las dificultades en la comunicación, “un acercamiento a la experiencia de lo cotidiano”.
Por Silvina Friera
La foto en blanco y negro está tomada en la calle Stegmann, en Coronel Pringles. Es 1950 y ese niño de dos años, con cara angelical y un gesto a mitad de camino entre la risa y la sorpresa, camina con su pantalón cortito hacia la cámara. A su espalda, un hombre se dirige hacia el sur, donde está el arroyo. Pocas imágenes son tan elocuentes como la que ilustra la portada del nuevo poemario de Arturo Carrera, La inocencia (Mansalva). No hay montaje ni artificio, es una “escena” de la vida cotidiana, una postal de un momento de la infancia del poeta. En la primera página del libro, la cita de Kierkegaard plantea una evocación que está ligada al lenguaje desde un punto de vista cristiano. “La inocencia es el arma que me queda.” Pero apelando a la sabiduría zen de Suzuki, Carrera también piensa en la niñez como un permanente no hablar y no estar o como la inocencia del que no puede decir.
El poeta entra apurado al bar de Córdoba y San Martín y como un niño que al principio protesta y después se entusiasma con un juego ajeno, toma una manzana de la barra para la sesión fotográfica. “La poesía en este libro no es algo que se da sino que se oculta, es como una especie de doblez”, dice el autor de Potlatch y Noche y día. “Después de la destrucción de la experiencia, de la que habla Agamben, el arma que me queda –como dice Kierkegaard– es la inocencia, que nos acerca a lo humano otra vez. Agamben señala que Baudelaire y Rimbaud trabajaron esa destrucción de la experiencia, y que Las flores del mal son los proverbios de lo que no se puede experimentar. Mi intento es trabajar otra vez con la experiencia y en este sentido, la inocencia sería la vida que nos acerca a la vida.”
–¿Qué imágenes aparecen cuando recuerda su infancia?
–Tengo una imagen de mi infancia de “niño industrioso” al que le gustaban las tareas, el trabajo con imágenes, con pinturas, con las grafías. Me acuerdo mucho de una mujer que me contaba cuentos y que había recortado las imágenes de esos cuentos que me leía y las había pegado sobre unas cartulinas gigantes de color negro. Esas cartulinas fueron reemplazadas por las páginas negras de mis primeros libros, Escrito con un nictógrafo y Momento de simetría. También recuerdo cuando mi abuelo construía para mí máquinas fotográficas falsas o cuando me entregaban las cosas de mi madre, que había sido una pintora naïve, su valija de madera con el caballete y sus pinturas. Tenía 17 meses cuando ella murió y 17 años cuando murió mi padre. Y esas muertes dejaron una marca en mi escritura.
–¿Por qué?
–Me decían que mi madre ya no pintaba porque se había muerto y estaba en el cielo, y una vez me encontraron escribiendo, un día que llovía, una carta para mi madre en el cajón de la máquina Singer donde ella cosía, y eso fue como una primera escritura. Y después, cuando murió mi padre, al poco tiempo empecé a escribir de vuelta. Estas muertes marcaron un comienzo en mi escritura.
–¿Cómo aprovecha el poeta la inocencia como tema?
–La inocencia es una experiencia épica que me acerca a una verdad. Ante tanta destrucción, ante tanta imposibilidad de comunicarnos, el alma que me queda es esta inocencia, reconstruida con fragmentos de lo que podría ser esa niñez que imaginamos con y sin la experiencia de lenguaje. Hay que reconquistar otra vez la experiencia que se destruyó en épocas anteriores y que creo que puede ser mi verdad –pero no la de todos los poetas–, un acercamiento a la experiencia de lo cotidiano, a la vida misma.
–¿Cómo funcionan las alusiones a Lewis Carroll y las “sicigias”?
–En mi primer libro, Escrito con un nictógrafo, el nictógrafo era un aparato para escribir en la oscuridad inventado por Carroll. Las sicigias es otro juego que inventó Carroll, puramente lingüístico. Lo que quiero es reconciliarme con el lenguaje y con la vida cotidiana por medio de esta habla imprecisa que es la inocencia. Una amiga griega traductora, EffiYannopoulus, me decía que no sería un problema traducir sicigias porque para los griegos significa la relación entre los amantes. Para ellos es una palabra de todos los días mientras que a nosotros nos parece un tanto enrarecida, extraña, casi un arcaísmo.
–¿Le gusta rescatar y trabajar con ciertos arcaísmos en sus poemas?
–En algunos casos los arcaísmos eran un artificio, pero en mis últimos libros cada vez los uso menos, y cuando los utilizo ya no son tan artificiales, tienen otro sentido y no son una caricatura de la verdad.
–¿Por qué se suele asociar más la infancia con la inocencia que con la crueldad?
–Creo que en la imagen de la inocencia está implícita la idea de la crueldad. Y esto está ligado al lenguaje y nos remite nuevamente a la literatura. La inocencia al mismo tiempo que une separa, es profundamente simbólica y diabólica. Por eso digo que ese niño de la tapa del libro que avanza por la vereda y que parece un ángel, y que está imbuido de inocencia, de golpe se transforma en un diablito ni bien te descuidás (risas).
–¿Hay algo de ese niño que aparece en la foto que usted haya podido preservar como poeta?
–Mi pretensión de hablar, de decir de un modo que quizá no sea el más comprensible, pero al que le busco la manera de llegar siempre al otro.
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