Sábado, 17 de enero de 2015 | Hoy
LITERATURA › A LOS 85 AÑOS MURIO EL POETA ARNALDO CALVEYRA
Enorme poeta, pero también novelista y dramaturgo, vivía en París desde 1961, pero siempre escribió en español y enriqueció su obra con los ritmos y la cadencia de su Entre Ríos natal. Publicó, entre otros, El origen de la luz, Maizal del gregoriano, Diario de Eleusis.
Por Silvina Friera
Cómo no extrañar la bella sonrisa de Arnaldo Calveyra, soñador de ojos sonrientes, tan celestiales como dicharacheros; el “cuchicheo” de una voz entrañable y atenta que jamás cultivó la desmesura en su canto ni tuvo urgencias por publicar. La muerte es fatal y tan traicionera que no avisa. No se anunció el jueves a la noche, en París –ciudad donde vivía desde 1961–, en la casa de su hija Eva, cuando el grandísimo poeta, novelista y dramaturgo entrerriano de 85 años se sintió mal. Llamaron al médico y murió. Al parecer fue un infarto; no estaba enfermo. El único “consuelo” quizá sea que no sufrió o ni se dio cuenta. La última vez que esta cronista lo vio, en mayo del año pasado, cuando presentó Novela (Adriana Hidalgo), estaba entusiasmado, transformando en alegría todo lo que tocaba –ya sea con sus palabras o con su hermosa mirada–, con un nuevo libro entre manos que no sabía muy bien para dónde rumbearía. “Nunca me ganó el apuro, va lento y se verá. Tampoco pienso que es el último libro. No tengo esas pretensiones. Yo sigo hasta que se pueda. Pero qué es, no sé. Sucede en el campo, en el lugar donde viví en Entre Ríos. En el fondo es alguien que se quedó solo en una casa de una familia muy grande. Y no sabe adónde se fueron los padres y hermanos. Está solo en esa casa y espera que vuelvan y les prepara comida. Es todo lo que puedo decir como anécdota. Yo creo que han muerto y que él no tiene mucha capacidad, pero no sé... Avanzo contra viento y marea”, decía en la entrevista con Página/12.
Calveyra fue autor de poemarios, cuentos y novelas como Cartas para que la alegría, El hombre de Luxemburgo, La cama de Aurelia, Si la Argentina fuera una novela, Diario del fumigador de guardia, El origen de la luz, Maizal del gregoriano, Diario de Eleusis y El cuaderno griego, entre otros títulos. Desde el comienzo, Arnaldo necesitó escribir en la calma de una pieza. En la pieza de Mansilla, el pueblo de Entre Ríos donde nació en 1929; en la pieza de Villa Elisa (La Plata), donde estudió y vivió un tiempo; o en la pieza de París. También supo tempranamente que la búsqueda de la página escrita –aprendizaje y anhelo de largo aliento, según apunta en uno de los ensayos de El caballo blanco de Mozart (La Bestia Equilátera)– es como “buscar un alfabeto, o encontrar la posición de una palabra en la frase”. Nunca dejó el nido de la lengua que acunó en Mansilla. El ritmo sereno de su “cuchicheo” era la marca de su infancia entrerriana, de ese castellano que tanto amaba, la fuente de su preocupación vital y de su alegría, la lengua madre en la que escribió hasta el final, a la que definía como “una corriente de agua que está todo el tiempo vibrando y corriendo”. Nunca probó el francés porque lo consideraba “muy estático y asertivo” y solía comentar que su traductora al francés, la entrañable Laure Bataillon, le decía que era “un poeta difícil de traducir”.
Qué descomunal poeta es Arnaldo, entre los grandes de la lengua, a la par de Juan Gelman. “Poema es, ante todo, poder contemplar a través de la lengua”, plantea en uno de sus ensayos. De su pueblo lo asombraba el habla de la gente. “Recuerdo que estaba esperando un ómnibus y llovía. Un hombre que conocía poco pero respetaba mucho, Salomón –de una familia de protestantes–, me dijo: ‘Ahora cosas pocas no hay...’ Yo era sensible aún de chico a este tipo de frases. Ahí está la propensión a la literatura, de algún lado tendrá que venir, ¿no? Y vino por el entorno, por los estibadores. Yo trabajaba durante los veranos en un galpón en Mansilla y anotaba los kilos de bolsas que se mandaban por tren. Y también anotaba todo lo que oía; era oro en polvo, tendría que haberles pagado yo por estar ahí”, reconocía el poeta. Tenía 15 años cuando su madre le pagó la publicación de Ha nacido un hombre –libro que se encargó de destruir y de excluir de su obra—, mucho antes de que conociera al poeta Carlos Mastronardi (1901-1976), una figura que sería decisiva para el itinerario literario que emprendería Calveyra.
Cuando editó su primer poemario Cartas para que la alegría (1959), Mastronardi comentó el libro en la revista Sur: “El movimiento poético que recorre este libro singular, donde Calveyra intenta un osado experimento estilístico, aparece regido por una suerte de música que viene de su infancia y a cuyo ritmo se muestra dócil”. A fines de la década del 50 llegaría el primer viaje a París, ciudad donde, tiempo después, conocería a Julio Cortázar, con quien mantuvo una amistad estrecha y duradera; y a Alejandra Pizarnik. “Lograr un poema es la patriada mayor, así sea de tres sílabas, de tres líneas –afirmaba a este diario–. He trabajado como traductor para la Unesco y llegaba un momento en que estaba tan cansado de cargar con palabras ajenas que andar con las mías ni por las tapas... En eso he sido muy pero muy duro para conmigo mismo. Menos plata, menos lo que quieras, pero tiempo para escribir. Hice todo lo posible para que quedara tiempo, que hubiera un margen entre un trabajo y mi trabajo.”
A la mente viene una catarata de fragmentos subrayados en muchos de sus libros: “Andaba yo y los años con las manos en los bolsillos, con los bolsillos llenos de palabras, jugando, jugándome, jugando a que las canjeaba por otras palabras como figuritas por figuritas –se lee en Diario de Eleusis—. Y por momentos jugaba a ser ellas. Cuando menos lo esperas, en medio de una pausa –mitad de la vida–, reaparecen. Con mi mano las escribo, cuaderno borrador dejado en blanco a la cabecera de mi cama, grande es su gana de silencio. Y no aciertas a saber cuáles de entre ellas podrían convertirse en años, años de una luz pareja, años de un solo parpadeo. Y el hombre en la intemperie no sabe que ya llegaron, que ya están aquí”. También cuando recomienda: “Tomar la mayor cantidad posible de palabras, estar con ellas el mayor tiempo posible: en la ciudad, en el campo, en el baño, en el empleo. Jugar con ellas mucho rato todas las tardes, todas las mañanas, todos los días, en suma: entretenerlas lo mejor posible, entretenerlas hasta que, por distracción, algunas de entre ellas viren al poema”. Arnaldo jugaba y escribía –verbos que él transformaba en sinónimos–, le tomaba la temperatura a las palabras –como sólo él podía hacerlo–, maduraba poemas y silencios, sin que le importara el reconocimiento, en soledad. En los años noventa, su obra fue conquistando más visibilidad gracias a la revista Diario de Poesía y, de un tiempo a esta parte, al impulso de la editorial Adriana Hidalgo, que ha publicado una parte fundamental de sus libros: Maizal del gregoriano (2005), Diario de Eleusis (2006), El cuaderno griego (2010), Allá en lo verde Hudson (2012) y Poesía reunida (la última edición en 2012).
“Lo que asombra del castellano de Calveyra es que suena ‘cierto’, no literario; el más leve examen muestra que, con su viva raíz campesina, no es, empero, una lengua mimética del habla del campo ni de ninguna otra; es un habla –y especialmente una gramática– inventada, fruto a la vez del más fino oído y la mayor libertad inventiva: una cosa habilita la otra –advierten Pablo Gianera y Daniel Samoilovich en el prólogo de “El mundo como biografía”, texto incluido en Poesía Reunida–. Tal vez sea un efecto del hecho de que el español no es, desde hace muchos años, su lengua de comunicación cotidiana, o quizás algo inherente a su persona, o a su vocación de escritor: cada frase, pero también cada momento, persona y animal y planta, parece ser para él un ejemplar de una especie en extinción, parte de un juego donde la finitud es la prenda de una infinita seriedad y la novedad y la sorpresa las prendas de una pánica alegría.” Tenía diarios poéticos inéditos que no publicó porque no quería “atosigar” a los lectores. “Escribir es otra manera bastante privilegiada de estar con uno mismo. No es más que eso; lo que pasa después es otra cosa porque no me siento a escribir para tener al final un poema terminado –explicaba Arnaldo–. A veces pueden estar esperando treinta años y después los retomo y veo qué pasa con ellos. Escribir es como estar en una cuarta dimensión, como en un halo, flotando entre la mano y el papel.”
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