Martes, 26 de mayo de 2015 | Hoy
LITERATURA › ANA ARZOUMANIAN DEL VODKA HECHO CON MORAS
La escritora señala que la ficción debería salir “de los espacios cómodos para ir hacia lugares impuros y molestos”. Es lo que hace su novela que, más allá de la memoria de los armenios de la diáspora, asume “la voz del reclamo del presente de la Armenia actual”.
Por Silvina Friera
El extravío en la intemperie, sobre las ruinas fronterizas que proyectan sus sombras en la trama de lo oculto, deviene réquiem de una voz en extinción, la voz de un ex soldado armenio que peleó en la guerra de Karabagh. El conflicto empezó cuando la república de Nagorno Karabagh proclamó su independencia en 1991, meses antes de la caída de la Unión Soviética, y terminó en 1994, aunque nunca llegó la paz a esa zona de Karabagh, cuyo nombre más antiguo es Artsaj y correspondió a una de las quince provincias de la Armenia histórica. “Yo quise que todo se detuviera. Y se detuvo. ¿Cuánto tiempo uno puede seguir sosteniendo las imágenes? Tenía razón Tácito cuando decía que la guerra empieza a perderse por los ojos. Que una guerra la ganan los fantasmas de los soldados muertos”, le cuenta el soldado a una argentina, descendiente de armenios, dos cuerpos sin nombres y con identidades diluidas que intentan sobrepasar los límites amorosos de una corroída geografía en un bello y desgarrador texto anfibio, una suerte de novela lírica, Del vodka hecho con moras (Libros del Zorzal) de Ana Arzoumanian.
“El libro empezó a escribirse con las visitas que hice a Armenia para tratar de entender qué pasaba ahí –cuenta Arzoumanian a Página/12–. Hay un hueco y una tensión entre los armenios de la diáspora y los armenios de Armenia y yo sentía una cierta desconfianza de unos a otros y quería averiguar por qué. La única manera era meterme profundamente en el texto, que tiene que ver con una cosa amorosa, un amor cruel, una relación especial, rara, entre una armenia de la diáspora y un armenio de Armenia, un encuentro casi imposible. La gente mayor de cincuenta años añora algo que pensaba que era mucho mejor porque tenían los servicios y la salud garantizados y los escritores podían publicar sus libros. Pero con la caída de la Unión Soviética de golpe tuvieron que empezar a competir de una manera que no sabían. Los más jóvenes enseguida se asociaron a nuevas formas. Por un lado, corren detrás del dinero y por otro sienten que el dinero y todo ese mundo es mezquino y snob.” Uno de esos viajes a la tierra de donde huyó su abuelo, el primero que hizo la narradora, poeta, ensayista y traductora, fue en 2010 para la filmación de A-Un diálogo sin fronteras, dirigida por Ignacio Dimattia.
–En la novela aparecen muchas expresiones rusas y en un momento se menciona una reforma ortográfica del armenio. Lo interesante para los lectores es la proximidad extrema entre armenios y rusos. ¿Qué pasó con la lengua armenia?
–Con la pertenencia a la Unión Soviética, la lingua franca era el ruso; entonces se enseñaba en los colegios el armenio, pero era obligatorio saber ruso. En 2010 todavía los carteles de los supermercados armenios estaban escritos en ruso. La pronunciación del armenio no es como la pronunciación del armenio de la diáspora.
–Por eso en un momento él le dice a ella que habla raro, que no le entiende bien el armenio, ¿no?
–Sí, el juego que se da entre los cuerpos es un juego de tensión entre las lenguas porque no se comprenden. Pero también llevado al extremo es un juego entre ese bloque soviético anterior o contemporáneo a la Guerra Fría y Occidente, esa lucha que todavía se percibe. Esa reforma ortográfica se suponía que era para evitar la comunicación y entonces cada vez se pudieron escribir menos, se entendían menos; la idea fue cerrar el vínculo del armenio soviético con el armenio diaspórico. El personaje masculino del libro es un ex soldado que sigue sirviendo a su ejército, pero que en realidad muere por una mala práctica del propio ejército, muere afuera de la zona del combate y muere más allá del combate, algo que ha sucedido luego de la guerra y que ha sido poco estudiado, excepto por algunas fotógrafas que han tomado imágenes en la zona. Habla de esa locura que está rondando tanto en el ejército como afuera. Karabagh es una zona muy compleja, que está al límite. Esa sensación de ver que la gente está al borde es conmovedora. Por un lado, parece muy vital porque quieren ofrecerlo todo, pero ofrecen todo porque sienten que podrían perderlo todo al día siguiente.
–En un momento de la novela se define a Armenia como un país viajero: “No somos caucásicos, pero vivimos en el Cáucaso”. Es una definición no exenta de polémica porque estaría excluyendo a quienes nunca han salido del país...
–Sí. Un académico francés quiere promover la idea de una Armenia transnacional, en el sentido de que abarcaría todos los lugares de esos viajes. A los armenios de Armenia no les gusta que digan que Armenia es un país viajero. Hay una tensión entre cierto sedentarismo y el nomadismo; hay dos vertientes de la pertenencia y de armar tienditas en cualquier espacio, que se traduce en el libro en esa relación amorosa rara de armar una tienda en cualquier espacio del cuerpo. No hay un espacio en el cuerpo donde él o ella puedan habitar del todo; las ideas románticas o del amor tradicional no los albergan. Me interesaba trabajar qué pasaba en el cuerpo de ellos; el texto va en los márgenes dando cuenta de lo que está pasando, de este telón de fondo, pero en la escena primera están ellos dos. La palabra que los representa a ellos y a la cuestión política es la dilución, algo que se disuelve. Se disolvió la unión, se disolvió la aparente hermandad entre los países, se disolvió la lengua, se disolvió la frontera. Ellos quieren y no disolverse uno en el otro. Y lo logran apenas en una región que es Armenia, pero que no es, porque esa zona de Karabagh no es Armenia.
–¿Qué pasa con esas identidades tan al límite?
–También se pone en cuestión la identidad argentina, qué es ser argentino en el sur del sur, cómo se le mezclan las cosas también. Un director de cine que leyó el libro me dijo que le parecía una autopsia de la identidad y que utilizaba el sexo para esa autopsia. Puede ser.... es verdad, porque los personajes no tienen una identidad definida. Quizá sea parte de estos tiempos que no haya una identidad única, sino múltiple. El personaje masculino que fue soldado y pertenece a una tierra y parece tener una identidad más fija, igual se le diluye en su propio cuerpo, con su propia muerte, cuando le dice a ella que no le cuente a nadie. Este es un tiempo movedizo donde lo fijo se ve cuestionado. Son dos identidades parecidas, pero que se contraponen. Me parece que la consigna tiene que ser pensar en Armenias en plural. El deslizamiento de las lenguas entre el armenio, el castellano y el ruso da cierta idea de confusión. El territorio del lenguaje tampoco es tan claro, ahí también hay algo que se desliza.
–Hay un planteo polémico en la novela cuando él le dice a ella: “No hablemos del millón quinientos mil famoso”. No es una postura negacionista del genocidio, pero parece demandar la necesidad de olvidar.
–Ese es el lugar más difícil del libro para mí porque vengo trabajando por la memoria del millón quinientos mil, pero en mis viajes a Armenia me encontré con otras necesidades. Varios escritores armenios me decían: “Si ustedes –por la Armenia diaspórica– pusieran toda esa energía sobre el genocidio en nosotros que nos estamos muriendo –ya han dejado un millón y pico el país por cuestiones económicas y se han ido a Rusia o a Estados Unidos– y ahora somos menos de tres millones de habitantes”. Fue un reclamo muy fuerte y yo me sentí tocada en la responsabilidad de trabajar por la memoria, por esos muertos que son parte de nuestra familia, pero también por la responsabilidad del presente. Yo tenía una idea más romántica y pensaba que si uno trabajaba sobre la memoria, uno evitaba que las cosas vuelvan a suceder. Y viendo que las cosas siguen sucediendo, uno se cuestiona y se pregunta qué hacemos con esto. Me pareció que estaba bien poner al límite esta cuestión en la ficción y hacerla visible, transparentarla. El sitio de la memoria del genocidio es puro, pero en vez de dejarlo en un lugar tan puro, le di esta voz que es la voz del reclamo del presente de la Armenia actual. Que es la voz del reclamo del armenio de Armenia y que el armenio de la diáspora no escucha de ninguna manera y cuando aparece una discusión de este tenor siempre hay una pelea fuerte. Estuve en la frontera con Turquía del lado armenio, en una aldea, con una mujer de unos cincuenta años que parecía una señora mayor, que apenas tenía para subsistir, no tenía trabajo y sus hijos se habían ido del lugar. Cuando salimos al patio-campo de la casa, se veía una montaña que decía: “Sólo es feliz quien nace en Turquía”. Esa mujer, cada vez que sale de su casa, ve eso... A mí me impactó tanto que me puse a llorar. Ella me abrazó y me dijo: “No te hagas problema, la gente de la diáspora viene, ve estas cosas, llora y después se va”. Yo sentí una gran responsabilidad y al mismo tiempo una gran desazón y pensaba: “Nunca más voy a poder escribir”. ¿Con qué atrevimiento puedo hablar de lo armenio cuando esta gente pone su cuerpo todos los días y está viviendo esta realidad? Mientras, yo estoy tranquila en mi casa, en una sociedad que me garantiza cosas, y escribo. Lo primero que pensé es que no iba a escribir más de lo armenio. Pero después pasó el tiempo y algo se volvió a armar...
El suspiro de Ana, como si algo se volviera a desarmar al narrarlo, no logra sortear el cúmulo de imágenes que regresan. Después de visitar esa aldea fue a un colegio en el medio de la nada, casi derruido, con niños que estaban en la clase de danza. “Me puse a llorar también ahí porque los chicos estaban impecables, vestidos como si estuvieran en el Bolshoi. El maestro les exigía a chicos de cinco, seis años, que fueran precisos en cada paso, en cada movimiento. Y el maestro estaba vestido de traje. Sentí esa obstinación por construir a pesar de todo. Me pareció que había que remover los espacios de comodidad de la diáspora y también de todos los otros lugares de memoria; hay espacios de memoria que son cómodos porque está bien estar en ese sitio. ¿Quién diría que construir memoria es malo?”, pregunta la escritora. “Me parece que hay que tocar esos espacios cómodos para estar atentos a que no oculte otras cosas. La literatura se tiene que correr de la pureza y los espacios cómodos para ir hacia lugares impuros y molestos. Yo no podría decir esto fuera de la ficción, pero sí me atreví a ponerlo en boca de un personaje.”
–Hay algo más osado que dice este personaje: “Matar no es asesinar”. ¿Cómo explicaría esta afirmación?
–Cuando dice eso, está pensando en la guerra de Karabagh. El forma parte de una realidad donde matar es la defensa de la vida. En uno de mis viajes a Armenia fui a una escuela primaria donde los chicos de doce años tenían un taller militar, algo que me resultó imposible desde nuestra realidad. La maestra, que hablaba un castellano medio ruso, me preguntaba por qué me asombraba: “Si estos chicos no saben esto, los van a matar los otros, así de simple. O matamos nosotros o nos matan”. Hay un resto de violencia no elaborada que sigue rondando. Esa violencia todavía está efervescente y se alimenta de los jóvenes. Atravesar la situación de saber que uno puede morir en cualquier momento o puede matar en cualquier momento es tan extrema que hace que todo ocupe otro espacio y otro lugar. Lo más interesante es trabajar con las zonas de la pérdida. Si bien la asimilación con las sociedades donde se vive está bueno porque es asomarse a esa cultura que alberga, por otro lado es considerado como una aculturación, como una pérdida de la cultura original. Pero eso lleva a pensar acerca de qué es el origen. Qué es ser europeo o asiático, porque la novela empieza en el límite entre Europa y Asia, que es bien complejo y que también implica una responsabilidad para los propios europeos que se desentienden de ese límite y están en una zona de confort y establecen qué guerras son buenas o cuáles son malas. O plantean que se puede invadir tranquilamente lo asiático porque hay algo de salvaje en lo asiático. Quizá sea más fácil desde América poner en crítica esta zona europea porque mucha de la diáspora armenia en Europa tiene una posición más europeizante y de comodidad con el discurso que se maneja, que después no se condice con la realidad. Acá, desde América, tenemos una visión mucha más rica porque podemos ver los matices y la opacidad de toda esa concepción que los europeos defienden a ultranza. Los poetas armenios me preguntaban: ¿qué les interesa a los argentinos de la poesía armenia?. Les cuesta entender que acá exista esta curiosidad por todo ese mundo; distancia que nosotros queremos achicar desde la literatura y el arte. Estamos atentos y siempre ávidos de las cosas que pasan en los Balcanes, en Medio Oriente, y eso nos da otra visión que no tiene el armenio de Europa.
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