Lunes, 20 de julio de 2015 | Hoy
LITERATURA › TAMARA KAMENSZAIN HABLA DE EL LIBRO DE LOS DIVANES
Tras La novela de la poesía, que reunía su producción hasta 2012, la autora se planteó si volvería a escribir. Su nuevo poemario es la respuesta, que abre nuevas preguntas sobre el asma, el psicoanálisis, la teoría, la política, las voces ajenas y los sueños.
Por Silvina Friera
Una pregunta puede ventilar un mundo hilvanado por la poesía, el asma, el psicoanálisis, la teoría, la política, las voces ajenas, los sueños. “¿Cuándo acabará la novela de mi vida para que empiece su realidad?”, se lee en el epígrafe del nuevo poemario de Tamara Kamenszain, El libro de los divanes (Adriana Hidalgo), que cuenta con un prólogo de María Moreno. “¿Escribir y asociar libremente/ tienen algo que ver?/ Se lo tengo que preguntar a la que seguramente hoy/ se va a quedar callada./ Lo primero que hago cuando me acuesto/ es quejarme quiero que me tenga lástima/ pero cuando sintonizo otra frecuencia y un poco salvaje/ un poco naïf ella concluye/ ‘esto que dijo es para escribirlo’/ ya sé que lo que destella en el diván/ sobre la página va a dar vergüenza ajena”, confiesa esta voz del poema en primera persona que no deja de interpelarse con cierta saña (“¿me analizo sin remedio para sentirme joven/ o escribo para remediar mis libros viejos?”) sin que le importen las respuestas. Como si el estado de interrogación permanente mitigara la “bicicleta del tiempo” o pudiera burlar el discurso fechado.
“La vulgata imagina el psicoanálisis como peligroso por arrastrar a la razón pulsiones oscuras e imágenes ambiguas que sólo el misterio preservaría para la poesía. Es exactamente lo contrario, ya que el saber que un poeta saca del diván a la vereda no es el del capital de conocimiento ni el del archivo abierto sobre seguro de la novela familiar del neurótico reescrita. Como que el psicoanálisis, la literatura, la teoría y política son la materia poética de Tamara Kamenszain, materia que no la hace recibirse porque nadie tuvo nunca un diploma de poeta, como tampoco de lector y escritor: en la escritura son todos estudiantes crónicos”, plantea Moreno en el prólogo titulado “La musa freudiana”. Kamenszain sorteó un fantasma que acecha cada vez que una poeta compila su obra: el temor de no volver a escribir, que no haya otra línea, otro verso, otro poema. Ella publicó La novela de la poesía, su poesía reunida, en 2012. “Siempre escribí con materiales íntimos, personales, con lo que tengo delante de mis narices, nunca con la imaginación o inventando mundos ficcionales”, cuenta la poeta a Página/12.
El libro de los divanes, organizado en cinco capítulos, comienza con un poema que extiende el territorio inicial de preguntas: “¿Será entonces que cuando escribo yo ventilo/ las quejas, las falencias, las taras/ que aparecen y desparecen al ritmo/ de mis sucesivos análisis?”.
–¿Entonces escribir es ventilar?
–Ni me había dado cuenta de que usé ese verbo. Ventilar es algo vinculado con el asma. Incluso los médicos te dicen: “este medicamento la va a ventilar”... ¡Qué bárbaro!, pero no me di cuenta cuando lo escribí. No fue adrede. Ventilar también lo usás cuando un lugar está muy cerrado y hay que airearlo. Escribir no es ventilar en el sentido de desahogarse, aunque a veces también lo pueda ser. Si querés escribir para los otros, tenés que hacer un trabajito que te vuelve a ahogar. Decís: “Ay, dios mío, ¿cómo hago para que esto me salga y le interese a los otros y no sea un puro ventilarme yo?”. Escribir evidentemente es muy catártico. Pero la reescritura implica un estado de responsabilidad con el otro. Aparece la convivencia con el lector y ahí es otro estado de ventilación: ahí hiperventilo (risas).
–¿Cómo surgió la idea de escribir El libro de los divanes?
–Estaba por salir La novela de la poesía, y una amiga que quiero mucho, pero que tiene comentarios punzantes, me dijo: “Cuidado con eso de la obra reunida porque después no escribís más nada; te paraliza”. Me pregunté si la obra reunida dejaría algo abierto y, además, tenía la gran duda sobre si incluir mi primer libro, De este lado del Mediterráneo. No releo mis libros porque releo mucho mientras los escribo, pero después no quiero ni verlos, porque me da una fobia extrema y no me gustan. Tener que enfrentarme con mi primer libro de mis veintipico fue terrible. ¿Para qué ponerlo? ¿Podría perfectamente no ponerlo en mi obra reunida? Algunos amigos que lo habían leído me decían que tenía que estar. Entonces empecé a hablar un poco de esto en la terapia: si seguiría escribiendo después de mi obra reunida y qué haría con mi primer libro. En un bar al que suelo ir, me puse a anotar lo que hablaba con mi analista. Y así empezó el libro.
–¿Por qué no aparecen los nombres de los analistas?
–No los voy a escrachar (risas). Cuando fui a la presentación del libro de Fogwill, La gran ventana de los sueños, estaba uno de los analistas, Jorge Palant. Fogwill ya había muerto y me acuerdo que ahí recordé que yo muchas había pensado en escribir sobre mis analistas. A mi analista actual, que es de la que más hablo, le dediqué un ensayo que salió en un libro colectivo. Hay una cosa entre ficción y no ficción, y es bueno lo que me pregunta, porque hay personas que nombro y otras que no nombro o soy más discreta. No sé por qué. Ahora, ya habiendo salido el libro, me doy cuenta de que un libro que me marcó mucho fue Poemas, de Osvaldo Lamborghini. En uno de sus primeros poemas le habla a su analista: “Analista/ Analista/ Analista/ Paula,/ el malentendido se da desde el comienzo/ Su rol tiene un nombre: anal-ista/ Pero su relación con el analizado es/ es oral”. ¡Ese es Osvaldo! Me había impresionado mucho que le hablara a la analista por el nombre. Qué osado que es este loco, pensé. Se ve que lo tenía como una influencia muy velada.
–¿Ninguno de los poemas que escribió, antes de este libro, está dirigido a alguno de sus analistas?
–En uno de los poemas cito un pedacito de un poema del ’86: “Se interna sigilosa la sujeta...” En ese poema, que era hermético, porque en esa época escribía re barroca, estaba hablando de mi segundo analista, porque estaba hablando de cómo otro escucha un sueño que le contás, pero eso lo entendía sólo yo. Ahora que volví a leer ese poema de la sujeta me di cuenta de que era sobre interpretar un sueño.
–Es curioso que justamente uno de sus poemas más conocidos por la “sujeta” quiera aclararlo, ¿no?
–Es una deuda con el lector. Me impresionó que ese poema esté en tercera persona; “la sujeta” es como un personaje que armé. Pero no sé, no tengo mucha idea (risas).
–“Si Evita viviera sería Montonera gritábamos/ con mi amiga Agata cuando en el balcón de Gaspar Campos/ apareció Perón y dijo lo que dijo.” Este verso tiene algo de confesión, de “yo estuve ahí”, un registro que no es frecuente en su estilo, ¿no?
–Sí. El libro mismo de la respuesta en otro poema: “Cuando volvimos de Gaspar Campos cansadas transpiradas/ yo estaba escribiendo De este lado del Mediterráneo/ y nunca se me hubiera ocurrido consignar aquel presente./ Para parecer más grande me inventé/ un pasado, un mito de origen la infancia judía/ como leyenda bíblica los Beatles descubiertos/ en Israel cuando escuchaba una radio árabe./ No Perón, no Evita, ni siquiera Montoneros,/ mi vida era la novela de mi vida/ y la realidad un invento de los otros”. Esas cosas eran demasiado realistas y yo estaba en contra del realismo. En aquella época, para mí la literatura pasaba radicalmente por otro lado. Ahora encuentro otras maneras de consignar la realidad sin ser tan barroca ni pedagógica.
–¿Su familia supo que simpatizaba con el peronismo?
–Sí. Mi viejo, que era socialista y gorila, estaba absolutamente en desacuerdo y me decía: “Ya vas a ver, te vas a arrepentir”. Pero fueron muy tolerantes, mis viejos, a pesar de que ellos tenían convicciones muy firmes tanto respecto del judaísmo como del socialismo. Deben haber sufrido, sin que yo me entere tanto. No se mostraban como víctimas y eso se los agradezco.
–No hay épica ni heroísmo respecto de los años ’70, pero tampoco cae en esa especie de escepticismo y cinismo tan peligroso, ¿no?
–Creo que no, por lo menos no quise eso. Lo que sí me importa es no mistificar nada, esa cosa de que el pasado es mejor y blablablá... El arte justamente es el que borra los estereotipos; está para eso, para disolverlos. Cuando creíste que algo era definitivo, viene un Picasso y te pone un ojo acá y otro acá y te disolvió la idea de que una cara es de determinada manera.
–¿Cuál fue su primera experiencia con el psicoanálisis?
–Empecé a ir por el asma. Yo tenía ataques muy fuertes de asma. Cuando tenía 15 o 16, alguien más avivado me dijo que a lo mejor el asma era psicosomático. Y le dije a mi papá de empezar terapia. Y como era él, con esa cosa del socialista comprensivo, me dijo que no estaba de acuerdo, que no creía en eso, pero que si yo quería, él me lo iba a pagar. Y ahí empecé y me di cuenta de que no iba por el asma (risas).
–Empezó psicoanálisis mucho antes de que empezara a escribir, cuando lo más común es que sea en simultáneo o posterior a la escritura, ¿no?
–Sí, es cierto, tiene razón.
–Aparece en el libro la cuestión de dejar el análisis, un hecho que no excluye o clausura la posibilidad de volver. ¿Nunca dejó de analizarse?
–Sí, dejé muchas veces. Cuando viví en México, dejé cinco años. Muchos amigos argentinos se analizaban, pero a mí ni se me ocurrió en México. Estaba en otro momento de mi vida, con chicos chiquitos. He dejado períodos largos. Pero siempre está eso de que uno puede volver. Muchas veces pienso que no voy a escribir más, por eso cuando salió la obra reunida el comentario de esa amiga dio en un nudo: no se me va a ocurrir nada... No es algo muy original, pero a muchísimos escritores les pasa, sobre todo a los que no estamos escribiendo permanentemente. Paso períodos sin escribir, no es que estoy siempre escribiendo. Pero a la vez sé que puedo volver. La puerta está abierta. Siempre fui comparada con algunos compañeros de generación, pero soy más exigua, escribo más breve. Eso me preocupa o me da vergüenza: ¿por qué lo mío es tan breve? A veces me digo “qué lindo sería escribir un libro de largo aliento, muy ventilado”. Pero la verdad es que no me sale.
–¿Intentó escribir poemas más largos?
–Sí. Este libro intenté seguirlo un poco más, pero me vino el final y se cerró solo. Es algo que no puedo manejar... Me acuerdo de que Luis Chitarroni, que era mi editor en Sudamericana, agarraba el original que yo le llevaba con una mano, como si lo pesara, y me decía: “Es más o menos igual que los otros (risas)”.
–¿Por qué eligió citar un verso de Juana Bignozzi: “Tarde nací para las ideas en que nací”?
–Me parece una maravilla. La admiro muchísimo en cuanto a cómo supo y sabe trabajar con la realidad. Juana es un ejemplo, como (Joaquín) Giannuzzi, pero ella más porque es mujer y su subjetividad aparece mucho. Ella es muy desmitificadora y fue muy iluminadora para esa parte del libro donde se cruza lo íntimo y lo público, política y literatura. Esos cruces me parece que hoy, las generaciones más jóvenes, lo hacen naturalmente y no pretenden ni escandalizar, ni pasar un mensaje heroico ni nada de todo eso. Los más jóvenes escriben sin estar pendientes de si hay una teoría que habilite lo que están escribiendo. Mi generación estaba más pendiente de la teoría; necesitábamos alguien que nos autorizara.
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