LITERATURA › A LOS 84 AñOS, MURIó EL NOTABLE ESCRITOR ESTADOUNIDENSE EDGAR LAWRENCE DOCTOROW
Salvo el Nobel, ganó todos los premios posibles. Pero ésa es sólo una de las medidas del autor nacido en Nueva York, cuya consagración literaria llegó con Ragtime, supo experimentar con El lago y tuvo en La feria del mundo su obra más autobiográfica.
› Por Silvina Friera
El ojo se abre y se cierra; mirada y parpadeo que busca formas en el umbral de una revelación. Edgar Lawrence Doctorow está en su casa del Bronx, en Nueva York, a principios de la década del 40. Lee por segunda o tercera vez The call of the wild, la clásica nouvelle de aventuras de Jack London que ha sido traducida al español adoptando el masculino y femenino, según la ocasión: El llamado de la selva o La llamada de la selva. Como sabe lo que va a pasarle a Buck, el perro del protagonista, el niño se pregunta sobre la construcción de la historia; quiere penetrar en la materialidad de ese mundo escrito que lo atrapa una y otra vez. “Esto es para mí”, dice y repite, hipnotizado por el misterio de las palabras en la página. E. L. Doctorow, uno de los narradores más importantes de Estados Unidos, autor de las novelas Ragtime, Billy Bathgate y Homer y Langley, “inmensos documentos sociales” de las esperanzas, sueños y frustraciones de la sociedad estadounidense del siglo pasado, murió el martes a los 84 años por problemas derivados de un cáncer de pulmón. A modo de modesto “consuelo” para sus lectores, el sello español Malpaso confirmó que a fines de agosto publicará los Cuentos completos del escritor norteamericano, que incluirá 31 relatos, cuatro de ellos nunca antes traducidos.
“El hecho de que haya recibido el nombre de Edgar por Edgar Allan Poe implica cierta conciencia por parte de mi padre. En cómo llama un padre a su hijo hay una cierta orden, un cierto deseo. Mi padre tenía una fuerte inclinación filosófica. Podría haber sido un escritor de haber tenido la ocasión. De manera que, desde pequeño, siempre hubo en mí algo que me decía que andar con letras y palabras era lo mío”, recordaba Doctorow en una entrevista con el diario español El mundo, publicada en octubre del año pasado. El escritor nació el 6 de enero de 1931 en Nueva York. Su padre fue vendedor de instrumentos de música y su madre una ama de casa aficionada al piano. Su primera novela, Welcome to Hard Times (1960) –traducida como El hombre malo de Bodie y recientemente con el título Cómo todo acabó y volvió a empezar–, surgió del trabajo que hizo como corrector de guiones de películas del Oeste. En El libro de Daniel (1971) combina ficción y realidad al inspirarse libremente en las figuras del “caso Rosenberg” –Ethel y Julius–, matrimonio ejecutado por espionaje.
“Los relatos nos enseñan las leyes de la comunidad y distribuyen el sufrimiento”, planteaba el escritor. “A través de las historias, el individuo siente que su sufrimiento puede ser compartido por los demás. El relato trae consigo lo que la comunidad debe saber para sobrevivir. La facultad imaginativa, la facultad de ver cosas y hacer conexiones que no serían posibles dentro de parámetros fácticos, son dones del escritor de ficción. ‘Ver lo que está oculto’, decía Henry James. Bellow se sentía ‘como un medium’. El escritor de ficción siente que no tiene obligación moral ninguna hacia las instituciones que rigen nuestra vida, trátese del gobierno, la Iglesia o la familia, y este tipo de testigo es muy valioso para la sociedad.”
La consagración literaria le llegó con Ragtime (1975), que Milos Forman llevó al cine en 1981, una novela que abarca el período previo a la Primera Guerra Mundial y parece un gran archivo de ficciones sobre la situación de los inmigrantes, las primeras huelgas obreras y la discriminación racial. Después, ya en la década del 80, continuaría con El lago, su novela más experimental y posmoderna por su mixtura de narrador omnisciente, monólogo interior, giros en el tiempo, prosa sin puntuación y fragmentos en verso, que tiene como personaje central a Joe, un joven que escapa de la Gran Depresión. En La feria del mundo (1985), acaso su novela más “autobiográfica”, narra la vida de un niño neoyorquino llamado Edgar. Entre los títulos más recientes cabe destacar novelas como La gran marcha (2005), una recreación de “la marcha hacia el mar” del escritor y general unionista William T. Sherman en las postrimerías de la guerra civil americana; Homer y Langley (2009), que toma como punto de partida la historia real de los Collyer, dos hermanos adinerados, solteros y misántropos que murieron en su mansión, olvidados y sepultados bajo una obsesiva colección de diarios, y El cerebro de Andrew (2014), una narración intimista centrada en el enigma de la conciencia, el conocimiento, los deseos y sentimientos. Excepto el Nobel de Literatura, ganó casi los premios más importantes de su país, como el Premio PEN/Faulkner y el National Book Award, entre otros.
“Todas las novelas son sobre el pasado, incluso las que dicen que no lo son. Yo nunca he aceptado la idea de que soy un novelista histórico, porque es una idea muy ingenua del tiempo”, explicaba Doctorow. “Hay una idea que encuentro interesante: la teoría eternalista del tiempo. O sea, que todo pasa simultáneamente en el Universo. La idea de que el tiempo fluye es una mala metáfora. Un río sí fluye de un sitio a otro, pero ¿el tiempo? ¿De sí mismo hasta sí mismo? Yo creo que he descubierto un período de tiempo que es interesante para mí, del mismo modo que Faulkner, por ejemplo, descubrió un lugar, el condado de Yoknapatawpha: la primera década del siglo XX.” El escritor publicó también ensayos y libros de cuentos como Poetas y presidentes (1993) y Wakefield (2008), por mencionar apenas un título para cada género. A la hora de reconocer influencias en la escritura de relatos, ponderaba a Nathaniel Hawthorne, James Joyce y Ernest Hemingway. Pero subrayaba especialmente a Anton Chéjov, “el que más me ha enseñado, sobre todo porque la suya es la voz más natural de la ficción”.
“Mi vida en realidad es muy visible en todos mis libros”, admitía Doctorow. “Una de las novelas, La feria del mundo, es muy cercana –sobre todo en la primera mitad– a cómo fue mi infancia. Pero ahora mismo escribir mis memorias no me interesa. En cierto sentido yo escribo sobre mí mismo, sobre mi energía, pero lo filtro a través de mi imaginación. No escribo acerca de hechos. No soy un reportero, o un cronista. La idea que yo tengo es un poco como ser un archivero de la vida, de encontrar significados que no encuentras si te limitas a contar lo que ves. Literatura era para Henry James mirar dentro de lo que no se ve. Ese es el sentido de mi obra.”
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