Viernes, 24 de julio de 2015 | Hoy
LITERATURA › CONFERENCIA SOBRE LA LLUVIA, DE JUAN VILLORO, ACABA DE SER PUBLICADO POR INTERZONA
El escritor mexicano escribió este texto para inaugurar el teatro de la Biblioteca de México. El protagonista, por tanto, es un bibliotecario, cuyos devaneos en forma de conferencia tienen que ver con “el distraído arte de decir una cosa para hablar de otra”.
Por Silvina Friera
El riesgo de hablar sin guión es como moverse en la línea del vértigo: el abismo de la mente en blanco y el extravío de los nombres pueden conspirar en contra. El atribulado conferencista empieza con el pie izquierdo. Quizá ponga el pecho a los proyectiles que lanzan las miradas inquisidoras. “Perder los papeles es perder la compostura”, confiesa este bibliotecario a quien se le escapan las cosas y tiene que avanzar sobre el tema de su charla: la lluvia y la poesía amorosa. “La literatura es un lugar en el que llueve. He dedicado buena parte de mi vida a coleccionar chubascos literarios. Me he quemado las pestañas buscando citas. La frase es arcaica, lo sé. Es más vieja que yo, viene de cuando se leía con velas. Pero las pestañas de los grandes lectores se siguen quemando. Ahora se queman por autocombustión. Arden al advertir la lumbre de los textos. Apenas me quedan pestañas. Dirán que nunca las tuve. Falso: las ofrendé como ofrendé mi vista. Una biblioteca es un banco de ojos. Allí están las miradas que han donado los lectores”, advierte el protagonista del monólogo teatral Conferencia sobre la lluvia (Interzona), de Juan Villoro, intentando demostrar que, a pesar de la perplejidad inicial, los pedales de la bicicleta verbal responden y pronto llegarán los versos sobre la materia en cuestión. “Podría haber empezado con la ‘Lluvia oblicua’ de Pessoa, que cae con la discreción que el poeta tuvo en vida –reconoce el bibliotecario–. La lluvia matiza las cosas, por eso a Pessoa le gusta que caiga en diagonal. No es una lluvia enfática, destructiva; cae con la timidez de lo que arruina un poco sin estropear nada.”
En el inefable arte de la digresión, este librito –diminutivo literal, apenas 58 páginas– deviene librazo, un gran mosaico narrativo de Villoro que incluye versos y frases de Leopoldo Lugones (“lo que tiene de lágrima toda gota al caer”), de César Vallejo (“me moriré en París con aguacero”), de Pablo Neruda (“llueve como llueve Dios”), de Julio Cortázar (“no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto”), de E. E. Cummings (“nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan delicadas”) y Paul Verlaine (“llora en mi corazón como llueve en la ciudad”), entre otros. El conferencista en cuestión se ha dedicado a ordenar libros y los libros le han desordenado la vida. “Te preguntarás si no he tenido la tentación de escribir un libro, si no he querido ser, también yo, esa variante sublime del mamífero: un autor. ¡Para nada! No necesito herrar un volumen con mi nombre como una res que va al matadero. Porque eso es el mercado, no me digan otra cosa (...) El éxito es la estadística de los cretinos.” En el tono de este precipitado conferencista se percibe, a contrapelo de buena parte de la narrativa contemporánea encabezada por personajes reticentes, una suerte de impertinencia torrencial, una comicidad perspicaz y desacralizadora que arremete contra las poses. Es el filo exquisito que le infunde la ironía al monólogo de Villoro.
“En la cultura no hay tarea pequeña, eso pensaba Alfonso Reyes, dueño de una biblioteca majestuosa –continúa el bibliotecario en su rol de conferencista–. Envidio la silla que tenía. Mandó hacer un mueble para el lector absoluto. Tenía brazos amplios, de madera pulida, con un atril para libros pesados y otro para libros más pequeños. Incluía cenicero, posavasos, recipiente para lupas y una lamparita imperfecta. Su silla era un monumento a la inmovilidad. Sin quietud no hay lectura. El que tenga hormigas en el culo que no se siente a leer, que se lleve de excursión a sus hormigas. Hay que estar fijo ante la página, mantener la tensión: el movimiento de la mente exige que se suprima el del cuerpo. ¡Pero no me vengan con las poses de El pensador! Esa es inteligencia para turistas. Rodin podrá ser un genio, pero me choca que haya creado ese arquetipo. Si se fijan en esa estatua, todo en ella es común.”
En el prefacio del libro, el escritor mexicano cuenta que escribió Conferencia sobre la lluvia para inaugurar el teatro Antonieta Rivas Mercado de la Biblioteca de México, en agosto de 2013. “Me pareció lógico que el protagonista fuera un bibliotecario y que su modo de expresión se basara en un género que practico con temor y entusiasmo: la conferencia. Siempre me ha intrigado la posibilidad de perder el hilo del discurso y convertir la exposición de ideas en una confesión. ¿Hasta dónde controlamos lo que decimos? Al modo de un actor, el conferencista puede olvidar sus parlamentos o sucumbir a la tentación de revelar algo incómodo o devastador”, plantea Villoro, autor de las piezas teatrales Muerte parcial y El filósofo declara, que en Buenos Aires fue adaptada por Javier Daulte con el título de Filosofía de vida (publicada también por Interzona). “Los devaneos de mi bibliotecario se inscriben en la larga estirpe literaria de la digresión, es decir, en el distraído arte de decir una cosa para hablar de otra”, define el autor de El testigo y agrega que la obra maestra de la digresión la escribió Laurence Sterne con Tristram Shandy, “monumental novela cuyo tema es el cambio de tema”. Entre los seguidores de esta línea, para el narrador mexicano, se destacan Anton Chéjov, en un breve y sugerente ejercicio para actores, Sobre el daño que causa el tabaco, y el actor y dramaturgo norteamericano Spalding Grey en sus monólogos-conferencias.
Villoro (México, 1956), autor de las novelas Arrecife y Llamadas de Amsterdam, y de libros de cuentos como La casa pierde y Los culpables, tradujo la tragedia Egmont de Johann Wolfgang von Goethe y la pieza dramática Cuarteto de Heiner Müller. El escritor mexicano se reserva una sorpresa, un interlocutor a quien finalmente se dirige el conferencista, obsequio amoroso que le recuerda la vida que no pudo atrapar en el nombre de una mujer. Como un estribillo, suenan los versos de Octavio Paz: “Pasan los años, regresan los instantes”.
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