Sábado, 8 de agosto de 2015 | Hoy
LITERATURA › EL CATALAN VICTOR DEL ARBOL EN EL FESTIVAL BAN!, QUE TERMINA HOY
El escritor, que trabajó veinte años como policía por rebeldía contra su padre, vino a presentar Un millón de gotas, una novela que despliega una trama compleja de interrogantes y rencores que arranca en la década del ’30 del siglo XX en Moscú y termina en Barcelona.
Por Silvina Friera
El novelón –668 páginas que se devoran con el corazón en la boca– no deja falsos ídolos en pie. ¿Cómo un hombre “heroico”, Elías Gil, el resistente comunista que desaparece “misteriosamente” en 1967 –la versión familiar que impone su mujer es que lo mató las fuerzas de seguridad franquistas–, puede convertirse en una aberración? ¿En qué momento perdió la brújula y se volvió un monstruo? Un millón de gotas (Destino) de Víctor del Arbol –escritor que trabajó como policía durante veinte años por rebeldía contra su padre– despliega una trama compleja de interrogantes, secretos y rencores que arranca en la década del ’30 del siglo XX en Moscú hasta el 2002 en Barcelona, el presente de una narración que va alternando la actualidad de la historia con el pasado. La síntesis es demasiado incompleta y ajustada; cuesta abarcar las cuerdas que pulsa a partir de la crisis existencial de Gonzalo Gil, un abogado que empieza a cuestionar y revisar su vida cuando se entera de que su hermana Laura se suicidó después de haber matado al asesino de su hijo. El escritor catalán, invitado al BAN! (Buenos Aires Negra), festival internacional de Novela Policial que termina hoy, se define como “un apasionado” de la literatura rusa en la entrevista de Página/12.
“Dostoievski es el precursor del existencialismo. Aunque Un millón de gotas la han catalogado como thriller, para mí es una novela existencialista porque aborda la dicotomía entre el bien y el mal que hay dentro de nosotros, algo propio de la literatura rusa. El tema del gulag, que está en la primera parte de la novela, siempre me ha interesado por el contexto histórico. La gran utopía del siglo XX fue el comunismo”, plantea Del Arbol (Barcelona, 1968). “Los grandes movimientos totalitarios del siglo XX son el fascismo y el comunismo. ¿Pero cuál es la diferencia para mí? Yo soy militante de izquierdas, entonces juzgar al fascismo es muy fácil. En cambio, el fracaso del comunismo es mucho peor porque tiene una vocación universalista e igualitaria. Como la revolución rusa acaba en manos de los burócratas del poder, se convierte en una dictadura exactamente igual en las formas y en el fondo que el nazismo. Eso me parece una terrible traición.”
–¿Qué elementos de la novela negra tiene Un millón de gotas?
–Los personajes tienen que ir de un punto a otro y en ese recorrido tienen que evolucionar. No pueden llegar de la misma manera en que partieron. El personaje va mutando no sólo en la mente del lector, sino también en el texto. Laura, que muere en las primeras páginas, es como una atmósfera que flota. Lo interesante es que el lector nunca va a tener la certeza de cómo es. Se construye a través de la visión subjetiva de los demás. Un millón de gotas no es una novela policial por el tratamiento que yo le doy, no está encaminada a resolver quién mató al niño Roberto. Yo soy más de Juan Marsé que de Manuel Vázquez Montalbán. O por poner otro ejemplo: soy más de Ernst Hemingway que de Scott Fitzgerald. O soy más de Dostoievski que de Tolstoi. O soy más de Gabriel García Márquez que de Mario Vargas Llosa. Quizá porque he trabajado veinte años en la policía me interesa poco la novela policíaca.
–¿Cómo fue que se hizo policía?
–Mi padre se enfadó bastante y creo que ésa es una de las razones por las que me hice policía (risas). Después de cuarenta años de dictadura, ser madero (policía), ser gofia (soplón), era lo peor. Yo vengo de un barrio de Barcelona que se llama Torre Baró, un barrio de chabolas. Yo fui seminarista de los 14 a los 19 años y viajé por el mundo antes de ser policía. Era muy joven y estaba muy cansado de andar a los tumbos. Me acuerdo de un cartel que decía que se buscaba gente joven para fundar una policía nueva con valores democráticos. Yo siempre he sido un rebelde, una persona a la que le ha gustado ser protagonista de su propia vida. Como había vivido la policía como una cosa muy conflictiva, pensé que se podía cambiar desde adentro. No pensaba estar mucho tiempo; era algo de paso. Calculaba que sería dos o tres años policía y fueron veinte. Al final, te das cuenta de que tú no puedes cambiar el mundo. Que el mundo te cambia a ti. Y yo siempre había querido ser escritor, ésa era mi vocación y seguía escribiendo mientras era policía. En el 2006 tuve la suerte de ganar un premio en España con mi primera novela publicada, El peso de los muertos, y me lo empecé a tomar más en serio. En 2011, cuando publiqué La tristeza del samurái, que fue un éxito muy grande, decidí marcharme de la policía.
–¿Es complicado ganarse la vida con la escritura?
–Sí, pero nunca me ha preocupado la seguridad económica. Es muy difícil vivir de la escritura, pero cuando lo consigues es un privilegio increíble. El vivir en crisis es bueno para el escritor porque te mantiene con los pies en el suelo. Yo puedo hablar de la precariedad porque la conozco. No tengo todas las respuestas como escritor, pero tengo muchas preguntas y voy hasta el final. No me resigno, no me conformo, no soy un escritor aburguesado, tampoco soy un escritor iconoclasta. Yo no soy un maldito ni quiero jugar a eso. Me interesa como motor dramático la emoción entendida como una forma de inteligencia, no como una pornografía sentimental.
–Una pregunta que se desprende de la novela es “qué es la identidad”. ¿Le interesa intentar responder esta pregunta cuando escribe?
–Sí, me interesa mucho. La identidad es una invención. Nos construimos a partir de lo que deseamos y desde la mirada de los otros. Al final, la identidad no es nada, es un rompecabezas que vamos construyendo a lo largo de nuestra vida. Pero de repente viene un golpe de viento o un terremoto y todo eso se destruye. ¿Qué soy yo, si no soy lo que creía que era? Un hombre desnudo frente al mundo que tiene que aceptarse pequeño y frágil. La identidad es un discurso que vamos elaborando con mucho cuidado para sentirnos más o menos bien con nosotros mismos frente a los demás. Es una máscara que vamos adoptando y al final el personaje nos acaba fagocitando. La identidad es un juego de espejos.
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