Sábado, 12 de septiembre de 2015 | Hoy
LITERATURA › EL ESCRITOR JUAN FORN HABLA SOBRE LOS TEXTOS DE LOS VIERNES
El autor de Nadar de noche reunió en tres tomos –dos de ellos ya publicados– las contratapas que viene escribiendo en Página/12 desde 2008. Forn reivindica el carácter literario de estos trabajos, que le permitieron bucear en “otras formas de narrar”.
Por Silvina Friera
La belleza de los textos de Juan Forn se parece a la espuma blanca que queda en la orilla cuando el agua se retira. Hay tantas resonancias íntimas como lectores que, semana tras semana, participan del ritual de paladear esos textos mestizos publicados en las contratapas de Página/12 desde 2008. El pequeño formato literario le permite bucear en ese punto exacto en que proporción y simetría son las agujas con que se trenzan recuerdos y anécdotas, como el cadete que fue Forn cuando empezó a trabajar en Emecé y conoció a Adolfo Bioy Casares; relatos protagonizados por un Federico Fellini en un estado de intensa felicidad, el personaje desesperado de Fatty Arbuckle, el cómico que termina mal; y la potencia de la literatura de la disidencia soviética –desde Ajmátova y Pasternak a Vasili Grossman y Josef Brodsky– en comparación con la disidencia anticastrista de Guillermo Cabrera Infante, por mencionar apenas un puñado de estrellas y hallazgos de esa galaxia. “La contratapa ha sido un laboratorio de experimentación de formas de narrar. Si uno tiene la suficiente paciencia y perseverancia, la historia te dice cómo ser contada”, subraya el escritor que está publicando una selección de estos textos en Los viernes (Emecé). El tomo dos ya se puede conseguir en las librerías y habrá un tercer tomo más.
“Yo siempre encaré la contratapa como un texto literario. Cuando hacíamos Radar, me acuerdo que el discurso que les había hecho a los colaboradores era que el periodismo es nuestra coartada, nuestro camuflaje; que tratemos de trabajar con la sustancia más literaria posible, que contemos historias –recuerda Forn–. El formato de la contratapa empecé a hacerlo porque me quedé vacío después de terminar María Domecq, y venía leyendo un montón desde que estaba en Gesell. Cuando terminás de leer un libro quedás lleno de algo y eso generalmente se disuelve en tu interior; es muy raro lograr que eso que te queda se deposite en algún lado. De pronto encontré esta frecuencia de escribir sobre lo que leía, convertirlo en una especie de rutina semanal. Y me dije qué pasa si lo convierto en el centro de mi literatura, cosa que me permitía trabajar con un nivel de densidad”. El escritor que trabajó quince años como editor de Emecé y Planeta le saca chispas a esa brevedad y logra que los textos “digan más cosas de las que están dichas en palabras”, aclara el ex director del suplemento Radar.
“Siempre traté de escribir la contratapa intentando que en la cabeza del lector se notara el ambiente de fondo: Japón, Rusia, México, lo que fuera. En fin, tratar de dar un mundo y una vida. Para mí son contratapas literarias, hablen de escritores o hablen de cualquiera, incluso aunque hablen de mí. El criterio es literario y en determinado momento lo primero que pensé es que estaba haciendo un mapa de lecturas y después dije: ‘no, lo que estoy haciendo es un mapa de mis intereses’. No sé si son literatura, pero son mi literatura”, advierte el autor de las novelas Corazones (1987), Frivolidad (1995) y María Domecq (2007); y los cuentos Nadar de noche 1991), entre otros títulos.
–¿Por qué las contratapas se transformaron en el centro de su literatura?
–Todos mis desvelos como lector y como escritor están puestos ahí: mis experimentos formales, los temas que me preocupan, la manera de canalizar y muchas veces purgar cuestiones personales. No sé si fue por vivir en Villa Gesell o por la manera en que empecé a leer, pero creo que tiene que ver el tiempo disponible. En determinado momento sentí que entré en una zona en donde algo se dice en la contratapa y yo soy una especie de canal.
–Hay una combinación entre narración y reflexión, ¿no?
–Sí, es como una película contada, es un cuentito, tiene aspiración poética. Yo las escribo como el poeta escribe sus poemas, no estuve pensando en el formato libro en todos estos años como generalmente piensa el narrador. Muchas veces me dicen que debería ser más sistemático, que debería juntar todos los textos sobre rusos por un lado, pero es un proceso que no decido del todo porque es un libro que me cae en la mano, el libro que me habla... Y después salir a caminar a la playa hasta encontrar exactamente lo que tengo para decir y qué es lo que tiene que ver conmigo esa historia.
–En “El mar, modo de uso”, el primer texto del volumen uno, aparece ese “leer, caminar, escribir” como una especie de postulado que comprende a todas las contratapas.
–Sí, es mi ars poética... por supuesto que esa no fue la primera contratapa que hice, pero lo que sentí en determinado momento es que explicaba el procedimiento. Las contratapas son mi refugio, voy a hacer esto hasta el fin de mis días. No me importan más los libros, me importa esta comunión semanal con los lectores. Después, como se me daba fácil, ahí empecé a desconfiar. Y salió la posibilidad de publicar los libros en varios tomos. Mi sueño es que algún día estén en una cajita, como la cajita de las novelas de (Mario) Levrero. Lo que me pasó es que me volví demasiado rapaz y todas mis lecturas estaban orientadas a la contratapa y eso es malo. La mejor manera de leer es estar abierto y no “al servicio de”. Yo creo en la lectura hedónica, en el sentido de la lectura de libros que te hablan. Me di cuenta de que se había vuelto un mecanismo que estaba demasiado pautado; entonces lo quiero romper, quiero ver si puedo probar otros formatos y por lo pronto sacarme la esclavitud de la entrega semanal y en vez de buscar siempre la densidad y la síntesis dejar que una historia crezca en mí y tratarla de otra manera.
–¿Probar otros formatos, dejar que una historia crezca, implica necesariamente dejar de escribir la contratapa?
–No. Lo que va a pasar ahora es que va a ser más natural. Cuando me cruce con un libro que da para contratapa haré contratapa y mientras tanto trataré de hacer otra cosa. Cuando termine de armar el tercer tomo, sospecho que podré sacar la cabeza afuera del agua y estar más poroso a lo que venga. Toda mi vida fue así: no sabía qué hacer hasta que venía un pálpito del lugar siempre más inesperado y aparecía algo. Ahora es cuestión de sentarse a esperar. O sea que vuelvo a estar en la misma situación de todos los escritores: ¿ahora qué escribo?
El teléfono celular suena y él atiende como si aún estuviera perdido en medio del eco de sus pensamientos, en ese barajar y dar de nuevo que implica cada nuevo inicio. Un punto de inflexión en su vida como lector fue la relación con la literatura anglosajona. “En inglés leí a Isaac Bashevis Singer, a Josef Brodsky, a Yasunari Kawabata, para mí el inglés fue el acceso a otras literaturas también –plantea Forn–. Me acuerdo que cuando tenía veinte años y leía Para leer al Pato Donald o escuchaba a Luis Zamora que decía ‘el imperialismo nos lava la cabeza y nos mete ideas’, me parecía una locura. La literatura norteamericana del siglo XX es la más potente que hay. ¿Cómo negarse a eso? Todos los que éramos fans de la literatura norteamericana hasta los años 80 vimos un declive muy visible de la literatura y de una cosa que me gustaba muchísimo: el periodismo cultural en lengua inglesa y la manera que tenían de hacer revistas, que se ha venido abajo de una manera patética. Entonces empecé a abrir la cabeza y a ir para atrás. Esa famosa frase de Borges que siempre la repite Ernesto Montequin: ‘tenemos todo el pasado por delante’, por suerte, ¿no? Yo me consideré siempre re contemporáneo y una de las razones por las que pude laburar bien como editor editorial y de suplementos era que sentía bien el zeitgeist de la época y sabía canalizarlo. De pronto descubrí que me interesa más el pasado que el presente, señal inequívoca de vejez.”
–A veces estar con todas las antenas puestas en lo contemporáneo, además de agotador, puede implicar que haya agujeros negros en la biblioteca, lecturas de clásicos que faltan, ciertas omisiones o descuidos...
–Los autodidactas nos caracterizamos por tener agujeros negros: leés vorazmente, desordenadamente, se te empiezan a formar islitas en tu océano de ignorancia y lentamente descubrís que esas islas se unen con otros pequeños islotes y lo que antes era un mar de ignorancia lentamente se reduce. Entonces por lo general el autodidacta lee cubriendo agujeros. Por otro lado, lo que me pasaba es que siempre me gustó la literatura de mi época. A mí me gustan los libros que me hablan. Yo consideraba mi presente a (Ernest) Hemingway o Dublineses de (James) Joyce, El jardín de los Finzi-Contini (de Giorgio Bassani); libros disímiles que me hablan. A veces leés un libro de 1950 que parece escrito por Stendhal, si Stendhal hubiera vivido hasta 1880, una cosa rarísima. La casualidad de haberme ido a vivir a Gesell a los 40 años y empezar a ver Buenos Aires desde afuera –vivir en el interior es como ir a vivir al pasado, ahora con las redes sociales un poco menos– me hizo descubrir que ya no era de mi tiempo, que yo era del siglo XX y no del XXI. También coincidió con una sensación de que le empecé a ver cada vez menos gracia a inventar un personaje y me empezó a gustar cada vez más el cruce y la relación con la realidad. Antes leía un 80 por ciento de ficción y un veinte por ciento de no ficción y lentamente esas proporciones se fueron invirtiendo: empecé a leer libros de historia, ensayos sociológicos y antropológicos, y me interesa muchísimo la prosa de los poetas. Los poetas que escriben prosa trabajan algo que me fascina, tipos de los más disímiles, desde Josef Brodsky a Fabio Morabito, desde E.H. Carr, que escribió Los exiliados románticos, la historia de los libertarios rusos, o Christian Ferrer, Osvaldo Baigorria y Carlos Monsiváis. El concepto que tenía “Biblioteca del Sur” en su momento era el mestizaje. Yo creía que en una colección de narrativa podían coexistir textos de Arturo Carrera, Martín Caparrós, Tomás Abraham, Rep, tipos muy disímiles. La novela tuvo un ciclo de expresividad y hubo un momento en donde dejó de tenerla.
–¿La novela es un género que se está agotando? ¿Qué pasa con la novela hoy, en el siglo XXI?
–La novela fue siempre el cajón de sastre de la literatura, de hecho es el lugar donde más se puede deformar. El cuento no te permite deformar tanto porque es una especie de mecanismo de relojería. Justamente esta cosa medio deforme que tiene la novela hace que tenga alta tolerancia a la inclusión. Me parece que las novelas más interesantes de los últimos tiempos son libros que trabajan con la realidad. Una novela como Los detectives salvajes de Roberto Bolaño me gusta mucho; el noruego (Karl Ove) Knausgard no me gusta tanto, pero también usa la novela de otra manera. Cada uno la inclina para el lado que quiere. La manera en que Bolaño usa la escena poética mexicana de los es un telón de fondo que le da más vividez a los personajes que inventa. La técnica de biografía coral en determinados momentos, la mezcla de personajes reales con personajes inventados, hace todo más intenso y más vívido que si lo hubiera inventado. La escena “poetas jóvenes que quieren patear el tablero” la podés trasladar a Zurich en 1917, a Florida y Boedo en 1920, a los antropófagos brasileños en los 40 y 50... Siempre pasa. La situación que cristaliza una novela es una situación que es más o menos arquetípica de diferentes momentos. La gran diferencia es que como escritor de ficción siempre tuve el complejo de que no se me ocurre nada, de que no tengo imaginación. Vivimos en una época con una proliferación de información tan grande que me parece que las posibilidades de trabajar con el efecto pin ball en la cabeza del lector es muy tentador. El margen para la alusión y el sobrentendido es muy interesante.
–¿Cuáles serían los riesgos?
–El riesgo es escribir algo en clave, con muchos guiños para entendidos. Escribir para entendidos no es lo mío, me parece un poco esnob cerrar el círculo por la manera en que llegué a la literatura. Hay dos clases de lectores: los canutos, lo que descubren algo y no quieren que nadie más lo descubra; y los divulgativos, que son los evangélicos, los que quieren transmitir la buena nueva de decir: “lean a (Sándor) Márai, lean a quien sea”. Por naturaleza, por la manera en que me formé, soy evangélico y politeísta. Lo más lindo que tiene la literatura es el efecto residual. Yo apuesto a inyectar bacilos que después producirán algo sobre los lectores, que es lo que me pasó a mí. Lo único que hago es lo que aprendí a hacer.
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