¿Intenta construir personajes desde las contratapas? Su madre, que a veces aparece, sería un ejemplo, ¿no?

–Es inevitable que se cuele la vida cotidiana en estos años. Mi primer y mi segundo libro están bajo la sombra de la muerte del padre. Mi primera novela es la historia de un pibe de 13 años al que se le muere el padre y la escribí cuando a mis 24 años se murieron, en dos años, mi abuelo, mi abuela y mi padre. El cuento “Nadar de noche” es el cuento del padre muerto. Una cosa que hemos conversado mucho con (Guillermo) Saccomanno es cuánto más garpa literariamente la figura del padre que la de la madre. Después, a mi manera, en el final de María Domecq aparece mi hija, igual trato de cuidar la privacidad de ella. Mientras escribía las contratapas mi vieja se fue quedando ciega, me la llevé a vivir conmigo a Gesell y fue un fracaso, empezó el Alzheimer y la tuve que internar en un geriátrico, se le fueron muriendo todas sus amigas y sus hermanos. Yo estoy escribiendo sobre un siglo que se acabó. A la vez estoy asistiendo a un cierre en lo que le está pasando a mi vieja mucho más áspero, más triste y solitario...

–¿Su madre lo reconoce?

–Sí, me reconoce, pero ya casi no habla. Lo triste de las agonías muy largas es el acostumbramiento... En cada uno de los tomos de Los viernes debe haber uno dos textos que hablan de mi vieja, pero no hablan solamente de ella, sino del antisemitismo larval de ciertas clases sociales o qué pasa cuando sos la loca de la familia, la que manifiesta sus sentimientos cuando todos los demás lo caretean, o lo desvalida que se siente la persona cuando además de envejecer empieza a perder recursos de vida interior. Un montón de gente me dijo que el cuento “Nadar de noche” les hizo procesar la muerte de sus padres; hay ciertos momentos en los que sentís que tocás un nervio y sos canal de algo que se dice a través de uno.