Lunes, 28 de septiembre de 2015 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR COLOMBIANO ANDRéS BURGOS, OTRO DE LOS INVITADOS AL FILBA
Su novela Manual de pelea es un ajustado retrato de lo que significaba vivir en Medellín en los peores años del auge del narcotráfico. “Hay heridas que se curan; te rompían la nariz y la nariz se curaba. Pero hay otras que no se curan”, señala.
Por Silvina Friera
La escritura es el modo de cauterizar las heridas que encontró Andrés Burgos. El narrador y cineasta colombiano –invitado al Filba (Festival Internacional de Literatura) que termino ayer– aprendió a usar las manos para mucho más que repartir puñetazos por las calles de Medellín, la ciudad donde nació hace 41 años. En Manual de pelea –publicada en 2004, editada por primera vez acá por Letranómada–, Santiago, un adolescente paisa que estudia en un colegio privado, crece a los golpes en los años 90. Hay una escena, hacia el final de esta excepcional primera novela, que estremece. Santiago está viendo, junto a sus padres, un informe de última hora del noticiero. “El periodista cuenta que en un allanamiento de un escuadrón especial antinarcóticos a un sector del centro de la ciudad se desmanteló un laboratorio para el procesamiento de cocaína, que funcionaba en un depósito de materiales para construcción. Dice que se capturó a dos hombres y se dio muerte a un individuo que abrió fuego contra las fuerzas de seguridad. No se divulga el nombre de este último porque se trata de un menor de edad. Pero me basta una pasada rápida de la cámara sobre el cadáver, que nadie se ha molestado en cubrir, para captar, sin lugar a confusiones, la expresión de pánico detenida en el rostro rígido de Oscar”. Ese cadáver fue el mejor amigo de Santiago, “mi ídolo durante muchos años”, confiesa el adolescente.
Aunque Burgos ahora vive en Bogotá y tiene tres novelas más publicadas –Nunca en cines, Mudanza y Sofía y el terco, que también filmó y se puede ver en Netflix–, no perdió el acento paisa. “Yo no busco el habla callejera y cotidiana porque sé que se va a sentir, porque la cadencia paisa, la forma en cómo armamos la frase, la extensión de nuestros párrafos, esa musicalidad, va a estar en lo que escribo”, explica el escritor a Página/12. “En Medellín somos de enredar con el lenguaje; pertenecemos a toda una estirpe de comerciantes. La figura del culebrero está muy extendida en mi región. Los culebreros eran unos viajantes que vendían pócimas y lo hacían con una culebra. Le hablaban a la serpiente y le decían: ‘Quieta, Margarita, que Jesucristo estuvo antes que vos y tenés que obedecer’. Y no paraban de hablar hasta vender la pócima para la calvicie o la pócima para los dolores. Tenemos fama de enredadores con el habla. Las fiestas de los paisas no son fiestas de baile –los que bailan son los caribeños..; en nuestras fiestas hablamos todo el tiempo. El baile es con el lenguaje”.
–¿Qué heridas “se curan con mayor facilidad”, como sugiere Santiago González, el narrador-personaje de Manual de pelea?
–Yo creo que las heridas físicas. Una de las premisas del libro es que hemos resuelto muchos de nuestros conflictos a puñetazos; en Colombia decimos “darse en la jeta”, “que te den en la jeta”. Con la llegada del mundo del narcotráfico fuimos conscientes de un nuevo elemento: yo no me puedo dar puñetazos con cualquiera, no puedo pretender la chica de cualquiera... Esto creaba adolescentes prudentes, lo cual es una contradicción en sí. Uno de los detonantes de la historia era contar el final de las peleas a puños. Hay heridas que se curan; te rompían la nariz y la nariz se curaba. La vida seguía, aparte de algún trauma tonto que es parte de crecer. Pero hay otras heridas que no se curan; son esas heridas internas, las marcas que llevamos, las cicatrices, a veces el estigma. A mí me robaron la adolescencia; la violencia me robó la tranquilidad, me robaron muchas relaciones normales. Me inyectaron el miedo. Pero es el mundo que me tocó vivir.
–¿Qué experiencias o sensaciones le prestó al personaje de Santiago?
–Se parece a mí por la rabia, el miedo y el humor malvado, pero yo no tengo un hermano que se haya ido con el narco. Todos teníamos en ese momento un vecino, un familiar, un amigo que estaba en algún enredo extraño. Eso llegó a ser motivo de admiración.
–¿Por qué cree que se admiraba el mundo narco?
–Por el dinero fácil, que se veía como sinónimo de pujanza. Medellín es una sociedad bastante retorcida en ese sentido. Las historias dicen que la mamá de Pablo Escobar, cuando él era chico, le decía: “Consiga plata honradamente, m’hijo. Y si no puede, consiga plata”. Los colombianos somos muy laxos y manejamos una cantidad de matices a la hora de las conveniencias.
–La Medellín que aparece en Manual de pelea hoy no es la misma, ¿no? ¿La violencia y el narcotráfico ya no asedian como lo hacía en los 90?
–Por lo menos no es tan obvio. Yo me fui de Medellín hace muchos años. Hoy en día el narcotráfico no es lo que era; nosotros teníamos bombas en las calles, teníamos bombas todas las noches, nos podían toques de queda no oficiales, toques de queda del cartel de Medellín: “Se van todos a dormir temprano...”. Y teníamos 15 años y queríamos estar en las calles. El narcotráfico sigue existiendo y sigue permeando todas las instancias de la sociedad colombiana con otras formas porque en eso también hay evolución. Uno no eligió ese mundo y te podías volver un ser gris y apocado. Pero lo que siento es que sucedió lo contrario: ¡mierda, vamos a vivir, a florecer ahora, si me voy a morir mañana!... Me puedo morir triste o me puedo morir viviendo a tope.
–La sensación de rabia de Santiago, ¿era su rabia mientras escribía la novela?
–No, sabes que no, porque no es tanto la rabia, aunque en Colombia tenemos una tradición de escritura con rabia. Fernando Vallejo es nuestro gran representante; más que una diatriba y la rabia yo quería mostrar lo que nos tocó vivir y las dificultades que tuvimos. Mi viaje a la meca como escritor era decir: “listo, va una historia sobre el narco, va esta”. Pero nunca me han gustado los temas frontales. El mundo del narcotráfico y la violencia entra en la novela tangencialmente. Manual de pelea no es una novela rabiosa; está más cargada por la ironía y el humor que por la rabia.
–¿Cómo ha evolucionado el Andrés Burgos escritor?
–Me he amariconado (risas). Es como si con Manual de pelea se me hubiera acabado la testosterona de tantos golpes. De un tiempo para acá, en mis siguientes novelas y mi película, me ha dado por escribir sólo historia de mujeres que huyen. Sofía y el terco es la historia de una mujer de 70 años que no conoce el mar y cada año su marido encuentra una excusa, hasta que ella decide que se va a ir. Mi novela Mudanza es la historia de una chica colombiana que se va a vivir a Estados Unidos huyendo de su familia. Vamos a ver si a estas alturas recupero mi masculinidad... Yo me considero un escritor lado B en Colombia.
–¿Tiene más inserción o reconocimiento como cineasta que como escritor?
–No tengo ni idea... Me parece muy probable que me suceda lo que les sucedía a Les Luthiers: los comediantes decían que eran buenos músicos y los músicos decían que eran buenos comediantes. Es probable que los cineastas digan que yo debo ser buen escritor y que los escritores digan que a lo mejor están bien mis películas (risas).
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