LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR COLOMBIANO FERNANDO VALLEJO
En ¡Llegaron!, su última novela, el autor de La virgen de los sicarios vuelve sobre los pasos de su familia. Su narrador es un gramático radical, consciente de que sólo afilando la cuchilla de la lengua puede amar y odiar con rigor quirúrgico.
› Por Silvina Friera
El “loquito” colombiano cultiva el rabioso don de la palabra. Fernando Vallejo, tan cordial y amable cuando habla, ruge con la endemoniada irreverencia de quien sabe gatillar, desafiante y procaz, la música colérica del insulto torrencial en primera persona. El narrador de sus novelas arroja adjetivos como bombas que explotan contra la crueldad de las religiones y de la Iglesia Católica, la clase política de Colombia, Gabriel García Márquez, los pobres y las mujeres que se reproducen –el personaje, a su madre, la llama “paridora homicida”–, variaciones de un mismo tema que deviene obsesión literaria. En cada libro, en cada línea que escribe, avanza extremando las pasiones y se vuelve más hiperbólico porque “si no hay odio no puede haber amor así como si no existiera el frío no existiría el calor”. En ¡Llegaron! (Alfaguara), los muertos de la familia que anota en su libreta andan medio vivos en la desaparecida finca de la infancia, en las afueras de Medellín, después de haberlo dejado medio muerto a ese narrador que deambula “como un alma en pena sin posible salvación”. La nostalgia por ese paraíso perdido se prolonga durante un viaje en avión en la forma del diálogo con otro pasajero, que resulta ser un psicoanalista y psiquiatra del Círculo de Viena, Arnaldo Flores Tapia.
Lo que importa es viajar, no llegar: el autor de La virgen de los sicarios y El desbarrancadero, entre otras novelas, se saca chispas a sí mismo en la entrevista de Página/12. Nadie insulta como Vallejo o –cabe aclarar– como su personaje. “‘Raquelita’ llamaban por cariño a mi bisabuela. Pero como también a su hija, mi abuela, le decían igual, ¿cómo distinguir una arenita de otra arenita? Ahí les dejo a los españoles, que detestan los diminutivos, el problemita. Gachupines: me dice mi bola de cristal que os vais a liberar por fin del Borbón zángano asesino de animales. ¡Enhorabuena! Vais a jubilar por fin las rodilleras. ¡Ay, dizque el Cid, Rodrigo Díaz de Vivar, ‘el que sería buen vasallo si tuviese buen señor’. ¡Vasallos! ¡Lacayos! ¡Rastreros! ¡Barberos! ¡Carantoñeros!”, despotrica el narrador de ¡Llegaron! como si tuviera un instrumento personal para medir la temperatura que tiene cada adjetivo. De Vladimir Putin, el presidente de Rusia, dice: “¡Y pensar que este putico alzado va a ser nuestro verdadero redentor! Va a desatar la Tercera Guerra Mundial, la que acabará con todas las guerras y de paso con el género humano. Magnífico. Gracias, Putin. Nos vas a regresar en bloque, no digo a la Edad de Piedra o la era de los dinosaurios, que están cerca: a la apacible nada donde reina Dios. Adiós partidos de fútbol, adiós entierros de princesas, adiós bendiciones papales, adiós elecciones generales, adiós bodas reales, adiós teléfonos celulares, adiós iPads, adiós, WhatsApp, adiós sopa Maggi. ¡Se acabó por fin esta mierda!”.
A veces llora el narrador. Si escucha el bolero “Sabor de engaño” cantado por Eva Garza puede morir “deshidratado por los ojos”. Audaz y exquisito estudioso del idioma, el personaje de sus novelas es una suerte de gramático radical que desmonta imprecisiones y vaguedades, consciente de que sólo afilando la cuchilla de la lengua puede amar y odiar con rigor quirúrgico. “Lo que en pretérito fue pura acción –destruimos, tumbamos, talamos, quemamos– en imperfecto se diluye en costumbre: destruíamos, tumbábamos, talábamos, quemábamos. En imperfecto la acción pierde fuerza, a nadie le importa la costumbre. Propongo suprimir el imperfecto del relato –sugiere el narrador de su última novela–. Y sacar a Dios de la religión, que Dios es un monstruo inexistente y la religión un negocio de curas. En cuanto las veintidós academias de este desastre que llaman idioma (presididas por los zánganos reales de la española), ni rajan ni prestan el hacha, ni hacen ni dejan hacer. No más financiamiento a congresos de esos haraganes. Que no viajen. Que se levanten de sus culos y se vayan a sus casas. Que se queden en las parcelitas estrechas de sus estrechas almas”.
El título de la última novela del escritor colombiano refiere a la llegada del aluvión zoológico de nietos, entre ellos el propio narrador junto a sus hermanas y hermanos, a la finca Santa Anita. “Eramos el tifón, el huracán, el tornado, y habíamos llegado a destruir. Lo que estábamos bien lo dañábamos, lo que estaba mal lo empeorábamos y lo que estaba aquí lo poníamos allá”. El narrador extraña esa especie de zona liberada de los juegos y las travesuras infantiles ahora que envejece y siente que se está desconectando poco a poco. Hay momentos en que atempera el sarcasmo para que emerja la ternura desgarrada. “Nunca he tenido un sueño feliz –confiesa el narrador hacia el final de la novela–. Despierto, en la vigilia, con los ojos abiertos sueño con la felicidad, pero se me va a medida que la persigo como se le iba la dentadura postiza a mi abuelo cuando se le caía al suelo y la trataba de agarrar: él cerraba la mano para tomarla y ella se le resbalaba un tramo y se reía, y así una y otra vez, sin dejarse coger, deslizándose a las carcajadas por el piso liso de baldosas hasta que daba contra una pared donde entre todos, por fin, le echábamos mano a la huidiza”.
–“El tiempo es una saeta y la vida, un raudo vuelo”, dice el narrador de su última novela. ¿¡Llegaron! es un regreso a su infancia, a través de la finca de Santa Anita, para concluir su etapa más autobiográfica de El río del tiempo?
–Parece un regreso a la infancia pero no: es el vuelo en un avión de un loco con su psicoanalista, el doctor Arnaldo Flores Tapia, argentino. ¡Claro que tenía que ser argentino! ¿Dónde más quedan psicoanalistas si no en tu país y en Francia? ¿Es que en Argentina también hay mucho loco?
–Arnaldo Flores Tapia aparece anotado en su Libreta de los muertos en Casablanca la bella, ¿no?
–Es que lo anoté antes de tiempo. Así me ha pasado con varios. Anoté a Wojtyla y se murió. Voy a anotar a Bergoglio a ver qué pasa.
–“Yo me muero, tú te mueres, él se muere, nosotros nos morimos, vosotros os morís, ellos se mueren. Así se conjuga en presente morir, de la tercera conjugación, la de los terminados en ‘ir’ como vivir, reír, dormir... ¡Ah, qué idioma hermoso! ¡Cuál hermoso! Si lo fue algún día, lo volvieron otra alcantarilla”, se lee en una parte de la novela. ¿En qué momento lo volvieron otra alcantarilla?
–Desde siempre lo han estado volviendo una alcantarilla. Así son los idiomas, reflejo de la humanidad. Al paso a que va la anglización del español, tanto de su vocabulario como de su sintaxis, en poco tiempo podremos traducirnos al inglés literalmente, palabra por palabra. Los países de Hispanoamérica eran católicos: por la influencia de los Estados Unidos se están volviendo protestantes, y por eso el último cónclave eligió papa a tu paisano Bergoglio: para contener el avance de los evangélicos en Latinoamérica, el bastión del catolicismo que año con año han venido perdiendo. Salimos de una plaga y nos cae otra. Se acabaron los boleros, las cumbias, los tangos, las milongas y los gringos nos impusieron su ruido, la música anglosajona. Nos han anglizado hasta el alma.
–“Vivo que muere, muerto que anoto”, es un lema existencial del narrador. ¿Cómo anda la Libreta de los muertos?
–Divinamente bien. Voy por los 850. Aspiro a llegar a mil antes de anotarme en ella de un tiro en la cabeza. Ando en la compra de un revólver.
–El narrador propone incluir las palabras “cornete” y “chimbo” al Diccionario. ¿Qué otras palabras incluiría y por qué?
–El narrador dice eso por joder. Con lo que quiere acabar él es con el Diccionario de la RAE. ¿Sabés de dónde viene RAE? Del verbo raer. Que no hay que confundir con roer. Las ratas roen y los académicos raen.
–Una constante en sus libros es el dolor y la rabia que le genera Colombia, “esa mala patria que me obligó un día a irme”. ¿Por qué le duele tanto Colombia?
–No, a mí no me genera rabia ni me duele. Lo que pasa es que el narrador del libro que comentamos es muy rabioso y caprichoso. ¡Les tiene una tirria a Colombia y al Papa! No le hagas caso.
–“Fuimos pobres porque mi papá fue honrado. Lo desapruebo. Erró. Un padre tiene ante todo obligación con sus hijos, la patria viene luego. Hijos primero, patria después”, revela el narrador de ¡Llegaron! ¿Cuál es la obligación que tiene, ante todo, Fernando Vallejo como escritor?
–Joder.
–Hay palabras que podrían integrar el “diccionario” de sus afectos literarios, como “verraco”, “zafios”, “patirrajado”, “culicagados”, entre otras que aparecen en varias novelas. ¿Cómo trabaja la escritura para que el insulto pueda ser una forma de la pasión?
–Me tenés en alta estima si leés mis libros. ¡Qué buena sos! O qué ociosa.
–“El máximo homenaje que le puede hacer uno a un poeta es grabarse sus versos en el disco duro. Unos se dejan, otros no. Los de Octavio son muy fáciles: fluyen quietos”. Además de los versos de Octavio Paz, ¿qué otros versos preserva en su memoria?
–Antes muchísimos, era todo un Funes el memorioso. Ultimamente el doctor Alzheimer me está borrando el disco duro.
–¿Cuándo empezó el profundo amor que siente por los animales?
–Poco a poco me fui quitando la venda moral que el cristianismo me puso en los ojos desde que nací y que me impedía ver a los animales como mi prójimo. Primero vi a los perros. Antes cuando iba por la calle si se me cruzaba un perro abandonado ni lo veía porque pensaba que era una cosa. Hoy no sólo lo veo sino que me destroza el alma. Habrían de pasar muchos otros años para llegar a descubrir el horror de los mataderos y entonces dejé de comer carne. En ese momento se me acabó de caer la venda moral de los ojos. Luego comprendí que el mal se perpetuaba en Occidente por culpa de esa barbarie que llaman civilización cristiana. Cristo insultaba con nombres de animales, como cualquier Lenin o Fidel Castro. A los fariseos los llamaba “serpientes, raza de víboras”, y le mandaba decir a Herodes Antipas: “Id y decidle a ese zorro que yo predico y hago milagros”. Y este engendro de la maldad y la leyenda es el Hijo de Dios y el paradigma del ser humano, el máximo ejemplo de amor y de bondad que hay que seguir... Pero no estoy insultando a nadie pues no se puede insultar al que no existe. Para empezar hay una veintena de Cristos y no uno solo, y todos posteriores al año 100 y todos inventados, legendarios. En el Nuevo Testamento están tres de esos veinte: uno, el de las epístolas de san Pablo; otro, el de los evangelios de san Mateo, san Lucas y san Marcos; y otro, el del evangelio de san Juan. Pues bien, ni Pablo, ni Mateo, ni Lucas, ni Marcos, ni Juan existieron. Así que váyanles quitando el san, que lo que no existe no puede ser santo. Esos textos imbéciles (como lo son el Nuevo Testamento en su conjunto y la Biblia judía o Antiguo Testamento) los escribieron muchos, centenares, según se puede deducir del montón de papiros y pergaminos del siglo III, los más viejos que quedan. Católicos, protestantes y ortodoxos por igual ni saben que el Nuevo Testamento está escrito en griego. En “griego de mercado” según el filósofo neoplatónico Porfirio, que era un hombre de alma grande: el autor de un libro del que sólo nos queda el título, Contra el consumo de carne, y de otro, del que nos quedan muchos fragmentos gracias a la pretendida refutación que le hace el cristiano Magensius Magnes: “Contra los cristianos” (kata christianon en griego). Léanse La puta de Babilonia, un libro muy divertido que escribió un loquito colombiano.
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