LITERATURA › OPINION
› Por Sergio Ramírez *
Borges dice que “cuando un poeta como Darío ha pasado por una literatura, todo en ella cambia. No importa nuestro juicio personal, no importan aversiones o preferencias, casi no importa que lo hayamos leído. Una transformación misteriosa, inasible y sutil ha tenido lugar sin que lo sepamos”. Esta afirmación es válida para toda nuestra lengua, que él renovó desde la raíz, y por supuesto para Nicaragua, donde dejó una herencia cultural que tiene que ver con la identidad nacional, no sólo con la literatura. No encuentro ningún otro país latinoamericano que tenga por héroe patrio a un poeta que nunca se subió a un caballo para pelear una batalla, ni vistió uniforme militar, ni se ciñó la espada, más que para presentar credenciales como embajador en Madrid, como era la usanza entonces. De modo que uno aprende desde niño a recitar sus poemas en las veladas escolares y los concursos de declamación, y a familiarizarse con su rostro adusto que está en los billetes de banco, y en las tapas de los cuadernos escolares. Nos entra así en la cabeza por el oído. Porque es antes que nada un poeta musical, fácil a la memoria, y hábil en la rima. Como afirmaba Sten- dhal, la memoria necesita de la rima.
Además, entre sus poemas que más siguen gustando, en cualquiera de nuestros países, están los que cuentan historias fantásticas, escritos en su adolescencia al influjo de Las mil y una noches, como “La cabeza del Rawí” y “El negro Alí”, por ejemplo, y otros cuentos en verso posteriores, como “La sonatina”, “Los motivos del lobo” o “A Margarita Debayle”, ese famoso relato de la niña que se robó una estrella, irresistible para la memoria infantil. Pero está el otro Rubén Darío, el hombre triste de los trópicos sobresaltado a cada paso ante la idea de la muerte, y atormentado por la lujuria teñida por la oscuridad del pecado. Un prisionero de la dualidad entre “la carne que tienta con sus frescos racimos, y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos”, expresada en “Lo fatal”, que para García Márquez, otro que venía del Caribe revuelto, era el mejor poema de la lengua. Moderno y antiguo a la vez, vivió “entre la catedral y las ruinas paganas”. La catedral medieval que significa la culpa ante el pecado, y las ruinas paganas de entre las que brota la flor del erotismo que lo desvela igual que la muerte. El sexo, que siempre hizo arder todos sus sentidos, “en el muslo viril patas de chivo, y dos cuernos de sátiro en la frente”.
En su poema “Divina Psiquis” la dulce mariposa invisible aletea desde los abismos, “sabia de la Lujuria que sabe antiguas ciencias”, para posarse en la viña donde nace el vino del Diablo, y en los senos y en los vientres. La mujer que en su desnudez, duerme al lado del abismo de la muerte. Esta es su poesía más honda y perturbadora, la que evoca los misterios de la existencia. Un clásico universal que por clásico admitirá siempre nuevas lecturas. Entre Tánatos y Eros, su escritura es siempre una aventura de búsqueda y renovación.
* Escritor.
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