Jueves, 24 de marzo de 2016 | Hoy
LITERATURA › EL LIBRO FERNANDO GARCIA CURTEN. UN REFLEJO EN LA PENUMBRA
El volumen realizado por Carlos Kramer entrega un disfrutable retrato, cercano a la poesía, del artista que convirtió su casa de San Pedro en un museo que es visitado por más de 15 mil personas al año: un auténtico tesoro de dibujos, pinturas y esculturas.
Por Silvina Friera
“El arte es aquello que hacemos con la angustia.” Esta frase de uno de los poetas más importantes en lengua alemana, Rainer Maria Rilke, la suele repetir Fernando García Curten, uno de los artistas plásticos argentinos más secretamente reconocidos por sus contemporáneos –Ernesto Sabato, Osvaldo Bayer y Abelardo Castillo, entre otros–, celebrado como el “escultor de los desechos”, un artista inclasificable –ay, las etiquetas, tan simplificadoras...– que vive en su propia Casa Museo en San Pedro, donde nació y trabaja, donde exhibe su inmenso tesoro, una obra compuesta por dibujos, pinturas y esculturas; un lugar que es visitado por más de 15 mil personas al año. “Creamos porque vivimos en la miseria de un mundo injusto. Si hubiera justicia, no sería necesaria la creación. Esta civilización miserable e injusta sólo acepta el arte cuando lo consume como objeto valuable y prestigioso, es decir: lo corrompen. Los aspectos sagrados del arte no pueden ser comprendidos ni aceptados por esta civilización”, argumenta este descomunal artista en Fernando García Curten. Un reflejo en la penumbra (Milena Caserola), un libro bellísimo de Marcos Kramer.
Kramer (Buenos Aires, 1987), escritor y licenciado en artes visuales, ensaya una entrevista y entrevista ensayando a García Curten (San Pedro, 18 de enero de 1939). El resultado es un texto que transita por distintos “estados”, siempre muy próximos a la poesía. “Yo le tengo un poco de miedo a las tormentas. Parezco el hombre de las cavernas. Porque acá los techos son muy débiles y si cae granizo, por ejemplo, puede destruir parte de la casa”, confiesa el artista que ha creado esculturas emblemáticas como “La silla vacía”, “El ciclista de Hiroshima” y “Cristo para armar”. A mediados de los sesenta, en Estados Unidos, más precisamente en Los Angeles, empezó a pintar desesperadamente un poco a lo Cézanne, un poco a lo Van Gogh, mientras limpiaba baños para ganarse la vida junto con su mujer, la poeta Susana Tosso. En Los Angeles conoció al pintor colombiano Carlos López Ruiz, el primer gran maestro que tuvo, quien le enseñó a encontrarse a sí mismo y quien también le mostró las pinturas del Expresionismo alemán de Emil Nolde y Otto Müller. La voz de García Curten se siente “como saliendo de una lata oxidada, oxidada por el paso del tiempo”, revela Kramer, intentando atrapar los sonidos y sensaciones más emocionantes de los encuentros con el artista.
La experiencia estadounidense duró apenas dos años. García Curten regresó a Buenos Aires y expuso por primera vez en Rosario en 1968. Entonces inició lo que él mismo denomina su período de “Pintura Negra”, bajo el influjo de Goya. “Yo soy un tipo de un escepticismo tremendo, bordeando el pesimismo y, aunque hago lo humanamente posible para no caerme del todo, mi obra lo refleja: soy lo que hago”. Durante la última dictadura cívico-militar, al principio, se presentó a concursos regionales o nacionales, pero sus dibujos y pinturas volvían rechazados. “Era un problema de censura, porque lo que yo pintaba eran cosas muy fuertes. No es mi intención, pero se ve que está dentro de uno el dolor, y que así deber ser: tenés que ser el dolor, no representarlo, porque a lo mejor si vos estuviste alguna vez en una mesa de tortura es imposible que puedas después pintar o escribir”. El trayecto del texto no sigue la estricta cronología; más bien se despliega al azar de la conversación, las intuiciones y lo que los silencios “dicen”; hipotéticas y magníficas traducciones de Kramer, momentos donde el autor del libro interviene para subrayar una forma de estar en el mundo del artista: “Las Casas-Museos son hoy la única opción democrática y plural al monopolio de la exhibición que tienen los museos del mundo, el mismo poder monopólico que les otorga la capacidad de legitimar. La democratización de los grandes museos será falsa hasta tanto no se democraticen o se modifiquen los modos de acercamiento a las obras de arte, porque un museo gratuito no implica que sea necesariamente ‘accesible a todos’”.
El segundo día que Kramer se entrevistó con García Curten, el artista le entregó un inventario de insultos que recopiló, que parece un poema: “Me han dicho: drogadicto/ comunista/ loco/ mantenido/ transido/ sudaca (en EE.UU.)/ argentino (en España)/ terrorista (en los 70)/ cornudo/ mantenido, presunto pintor/ anarquista simulador/ naïf/ basura/ sadomasoquista/ viejo trolo/ papa Noel/ viejo choto/ Bin Laden/ cruel/ nazi”. Hay momentos epifánicos, como cuando el artista recuerda una visita que trastocó la manera de entender su origen. “Hace unos años un psiquiatra que estuvo acá, discípulo de Pichon-Rivière, me preguntó sobre mis antecedentes artísticos dentro de la familia. Y le conté que la familia Curten, de origen suizo-alemán, de los primeros que llegaron a Baradero, eran campesinos y vinieron porque en Suiza era todo una mishiadura. Después le expliqué que mi abuelo García había sido minero en Asturias. ‘De ahí sale su obra –me dijo–, ¿no ve que está llena de agujeros?, ¿no ve las manchas negras en sus dibujos’?”.
Una gran revelación de García Curten es el modo en que relaciona los materiales de sus obras y la frase de una gran creadora de la danza. “Hubo una gran bailarina, Marta Graham, que bailó hasta que tuvo noventa años y que fue la creadora de la técnica Graham, que estudiaron mi mujer y mis dos hijas. Y ella decía una cosa que tenemos escrita allá en la pared del taller: ‘Lo único eterno es el cambio’. A veces me dicen: ‘Pero usted trabaja con material de desecho, con material efímero’. En realidad el tipo que trabaja con mármol también trabaja con un material efímero. Es una piedra metamórfica que el viento, la presión o el tiempo van deteriorando. Tarda más, claro, pero es tan efímero como todo ese desecho”. Pero la coreografía del movimiento y el pensamiento continúan. “La escultura termina donde termina la luz”, dice el artista. “Yo creo que en una escultura lo importante es cómo trastorna el espacio, no cuando lo ocupa nada más. Tiene que expandirse, como un bailarín. Si vos ves hacer el mismo movimiento a Varyshnikov y a Juan de los Palotes, vas a notar algo que irradia allí más allá de su cuerpo: su alma se expande. La escultura tiene que tener la misma cosa, trastornar el espacio”.
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