Domingo, 24 de septiembre de 2006 | Hoy
LITERATURA › EN EL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DEL NOVELISTA JIM THOMPSON
El autor de El asesino dentro de mí y de 1280 almas fue uno de los creadores mayores de la novela negra norteamericana.
Por Juan Sasturain
Nacido el 27 de septiembre de 1906 en Anadarko, Oklahoma, hace exactamente un siglo, James Myers Thompson fue siempre Jim. Para usar el “James” ya estaba su padre, sheriff del condado entonces, borrado en México en los años siguientes, petrolero en Texas después, figura ambigua y poderosa que cuando murió en un asilo y comiéndose el relleno del colchón (sic) hacia 1941, dejó al hijo que empezaba su primera novela en deuda, culposo y absolutamente referido. Un picnic para los críticos que no se han privado de rastrear huellas autobiográficas en una obra –tres decenas de novelas concisas, violentas y inconfundibles– que es la modulación obsesiva de unos pocos temas en unos contados escenarios: los lugares y oficios múltiples que conoció, poblados de cerebrales asesinos, alcohólicos y desgraciados marginales sin salida. Un mundo opresivo de personajes determinados por el contexto social y/o la fatalidad de una índole perversa. Nadie podrá olvidar a Lou Ford y a Nick Corey, los pavorosos y reflexivos narradores de sus novelas más emblemáticas, psicópatas confesos con el asesino dentro de sí...
Sin embargo, el testimonio de su familia –cuando murió en 1977 dejó mujer y tres hijos– y de quienes lo conocieron de cerca ha coincidido siempre en mostrar a un Thompson amoroso y solidario que sacaba de sí, a la hora de ficcionar, oscuridades sin fondo. Acaso para mostrar la vigencia del postulado tácito en cada una de sus tramas: “Nunca nada es lo que parece”. Maltratado por el tabaco y el alcohol precoces, hombre sensible a las inquietudes sociales de su tiempo e incluso adherente fugaz del PC en los treinta, el autor de las autobiográficas Bad Boy y Roughneck estuvo habituado a ver, desde siempre, la cara de la desgracia. Onetti, buen lector, debe haberlo tenido entre sus favoritos del género.
Una particularidad de la narrativa de Jim Thompson es el soporte que eligió para publicarla. Tras sus tres primeros intentos durante los cuarenta con la tradicional edición de tapa dura (hardcover) dentro y fuera del género criminal, a partir de 1952 y en algo menos de cuatro años, produce por encargo para la editorial Lion una serie impresionante de trece novelas en formato de bolsillo –publicaciones de 25 centavos– que constituyen el corazón de su obra. Nadie en ese momento, excepto Robert Bloch y algún otro crítico, vio lo que estaba pasando ahí: Hammett ya fuera del juego, Chandler agotado tras The Long Good Bye, algo nuevo y salvaje que no era el fascismo de Spillane irrumpía desde la selva del kiosco.
Las ráfagas de bonanza que significaron para Thompson que el joven Stanley Kubrick primero lo eligiera –se confesó su admirador– para que metiera mano en el guión de la inicial policíaca The killing (1956) y luego del memorable alegato antibélico de Paths of Glory, con Kirk Douglas, al año siguiente, no alcanzaron para que su carrera despegara. Tenía cincuenta años, viviría veinte más, y mientras escribía ocasionalmente y sin demasiado entusiasmo para la televisión, el cine volvería a reclamarlo con adaptaciones –tardías– de su propia obra. Famosamente, Peckinpah hizo The Getaway con Steve McQueen y Ali McGraw en 1972 y Burt Kennedy The Killer inside Me en 1975. Pero él ya casi no estaba.
Coherentemente y a diferencia de lo que sucedió con casi todos los otros grandes autores yanquis de la llamada novela negra, Jim Thompson se publicó poco y mal en la Argentina. Incluso cuando Ricardo Piglia encaró desde la Serie Negra de editorial Tiempo Contemporáneo, a fines de los sesenta, la reivindicación literaria e ideológica de esos autores –-reeditando a Hammett, Chandler, Cain, Goodis y dando a conocer a McCoy–, el nombre de Thompson no aparece en la lista. Lo curioso es que tampoco había aparecido regularmente en las colecciones populares de kiosco de los años dorados del policial.
Obviamente no está en Séptimo Círculo, Evasión y la Serie Naranja casi por razones de piel; pero ni siquiera figura en Club del Misterio y sobre todo extraña que no lo haya visto Eduardo Goligorsky para sumarlo a los autores duros, violentos y semipornográficos –para la época– que poblaban las llamativas series Cobalto y Pandora de fines de los cincuenta: Ballinger, Chase, Prather, Goodis, McGivern y el siniestro Mickey Spillane. Curiosa, tardíamente, aparece una edición de The Getaway (La huida) en la ya decandente Rastros, mutilada como se solía entonces, y –lo que es increíble– con un final moralizante, un par de párrafos que nunca escribió Thompson... Un auténtico crimen.
Fue necesario para conocerlo que las editoriales españolas, desde mediados de los setenta –Grijalbo y José Batlló– y sobre todo en los ochenta, lo tradujeran masivamente aunque no siempre con prolijidad: Cosecha Roja, de Ediciones B; Etiqueta Negra, de Júcar, y un par de colecciones más monopolizaron los títulos de Thompson. Y es durante esos años, la década inmediata a la oscura muerte del autor en 1977, que se produce también en Estados Unidos su redescubrimiento, tal cual él mismo había previsto cuando, antes de morir, no había un solo título suyo en las librerías de su país.
En realidad, la fama de Jim Thompson, como ocurrió con la de David Goodis –con quien tiene muchos puntos en común, según veremos–, fue un “invento francés”. No es casual que el mítico Marcel Duhamel, director de la Série Noire de Gallimard, le tradujera su primera novela dentro del género, Nothing more than murder –una prolija y bien escrita variación sobre el tema de The postman always rings twice de Cain– ya en 1950, un año después de su publicación original, y que después eligiera Pop 1280 –insólitamente reducida en francés a 1275 âmes...– ,sin duda la mejor y más emblemática de sus novelas, para celebrar el número 1000 de la colección, en 1964. Claro que para entonces lo mejor de Thompson ya estaba escrito.
También de Francia llegaron los tributos mayores y más respetuosos a la hora de ponerlo en la pantalla. En 1978 Alain Corneau hizo Série Noire, su versión de Hell of Woman, y el excelente Bertrand Tavernier ambientó en Africa las sordideces de Pop 1280 en Coup de torchon.
Dice Max Allan Collins, uno que se hizo cargo de los argumentos de Dick Tracy a la muerte de Chester Gould y que sabe y suele escribir con autoridad sobre autores de novela policial norteamericana, que acaso Jim Thompson sea a James Cain lo que Chandler fue a Hammett. Si éstos, entre otras cosas, trabajaron sobre la figura del detective, le dieron humanidad, espesor y psicología, Thompson –como Cain– partió del otro lado del relato, de la fatalidad que lleva al crimen. No hay detective ni investigación, y la autoridad suele ser, precisamente, el asesino.
Y ahí, paradójicamente, se cruza –en negativo– la sombra de David Goodis. El autor de Dark Passage, Nighfall o Black Friday contó sus maravillosas historias sombrías “desde la víctima”. Y su paranoia tiene mucho en común, es el complemento exacto de los sádicos psicópatas de Thompson. Ambos, en esos coloridos libritos baratos que saturaban los kioscos yanquis de hace medio siglo, contaron como nadie la pesadilla en que devino ese sueño americano postergado sin término.
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