Viernes, 22 de julio de 2016 | Hoy
LITERATURA › EDUARDO BERTI Y UN PADRE EXTRANJERO, SU NUEVA NOVELA
El escritor argentino radicado en Francia propone una historia fascinante, por el modo en que ensambla elementos ficcionales con materiales biográficos vinculados con su padre, y siembra interrogantes sobre las versiones y relatos que construyen identidades.
Por Silvina Friera
El cambio de apellido es una especie de cirugía estética, una forma de borrar el pasado y reinventarse. Antes de que estalle la Segunda Guerra Mundial, un hombre joven huye a tiempo de Rumania, llega a Buenos Aires, se casa y tiene un hijo que, con los años, se convierte en escritor. A fines de los años 90, el hijo decide emular al padre y estrenar su extranjería en París. El padre, que nunca regresó a su país natal, emula al hijo y trata de escribir una novela. “El gran secreto de un hombre, descubierto tras su muerte, suele convertirse en un prisma a través del cual se echa una mirada retrospectiva a su vida, de modo tal que cada signo de esa existencia que recuerda algún signo del secreto queda cargado para siempre de un significado”, reescribirá el hijo un texto propio por el impacto de una revelación que lo obliga a revisar la columna vertebral de su identidad: el apellido real de su padre, que empieza con J., es judío. El hijo está intentando escribir una novela en la que un lector, admirador de Jósef, marinero y escritor polaco que vive en Inglaterra, decide asesinar al escritor. Un padre extranjero (Tusquets) es una magnífica novela de Eduardo Berti por el modo en que ensambla los materiales biográficos con la ficción y siembra interrogantes complejos sobre las versiones y relatos que construyen identidades.
La voz del escritor llega nítida desde Burdeos, ciudad portuaria del sudoeste de Francia, donde está viviendo. A fines de septiembre estará en Buenos Aires para presentar Un padre extranjero, participar del Filba (Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires) y también vendrá como miembro del grupo OuLiPo (Ouvroir de Littérature Potentielle), fundado por Raymond Queneau y François Le Lionnais, para acompañar la aparición por primera vez en castellano de una antología de los primeros textos del grupo. La publicará el sello Caja Negra, con traducción de Ezequiel Alemian. “En la novela están las dos nociones de patria, que es una palabra tan próxima a padre. Podríamos pensar en los dos padres que hay en la novela: el padre biológico y el padre literario. No voy a decir que Joseph Conrad es mi padre literario porque sería una mentira. Me convino usar a Conrad porque me servía el personaje, la idea del cambio de idioma y el hecho de ser un extranjero. La figura de un escritor es como otro padre, como todo el mundo de los libros y de la literatura”, compara Berti en la entrevista con Página/12.
–El narrador de Un padre extranjero se encuentra con una coreógrafa y bailarina argelina que está de gira por Gran Bretaña y ella dice que le duele la boca de tanto hablar en inglés. ¿Cómo llegó a esta idea tan clarificadora de que el segundo idioma duele en alguna parte del cuerpo?
–Yo viví durante años con mi padre, que era extranjero, porque en esta novela hay mucha ficción, pero hay también elementos muy biográficos. Mi padre era extranjero y era rumano, eso no lo inventé. Yo viví durante años con él sin imaginarme siquiera que tal vez le dolía la boca. Años más tarde, cuando me vine a vivir a Francia por primera vez, después de un tiempo, empecé a sentir ese dolor en la boca. A veces cuando estás hablando el idioma extranjero en tu país, lo hablás poquito y estás menos pendiente de hablarlo bien. Pero cuando estás viviendo afuera, que hacés un esfuerzo mayor, empezás a sentir el dolor. Y para mí fue una revelación ver cómo ese dolor marcaba una especie de límite o frontera. Pero esa frontera se iba desplazando con el tiempo. Hoy ya es raro que me duela la boca al hablar.
–¿Existen los seis cuadernos que escribió el padre del narrador, ese intento de novela titulada “El Derumbe”, con una sola “r”?
–Los cuadernos existieron y de hecho lo conté en alguna nota hace unos años, antes de imaginar que iba a escribir la novela. Cuando me vine a vivir a Francia la primera vez, se dio casi en simultáneo que estaba elaborando el plan de venirme, sin imaginar que me iba a quedar tanto tiempo, pero sabía que me venía por un año, y al mismo tiempo mi padre me anunció que se había puesto a escribir, sin saber si era un ensayo o si iba a continuar. No sabía si iba a durar y cuán serio era. Me di cuenta de que estábamos viviendo vidas opuestas, casi tratando de entender una de las partes que constituye al otro. Yo no creo que ninguno de los dos fuéramos conscientes de esto. Yo estaba descubriendo un poco qué era ser extranjero; él estaba descubriendo un poco qué era esto de escribir. Mi padre me había contado que cuando él era muy joven había tratado de escribir una biografía novelada de El Greco. A veces ocurren cosas que van más allá de la primera intención cuando uno se pone a escribir una novela. Me di cuenta de que en esa biografía novelada de El Greco y en esa especie de mezcla de biografía y novela que hay con un episodio en la vida de Conrad no había tanta diferencia a priori. Que también había ecos entre las dos cosas, que ni lo pensé al comienzo, me di cuenta ya bastante avanzada la escritura. Para volver a los cuadernos, los encontré después de muerto mi padre, no exactamente como lo cuento en la novela, yo no sabía que había avanzado tanto. Cuando tuve la pila de cuadernos delante de mí, no sabía si la novela estaba terminada o no. Tardé muchísimo en leer esos cuadernos.
–¿Por qué?
–Hubo una dificultad emocional, yo quería leer esos cuadernos en un momento de calma, pero creo que también no los leí por un tiempo como una manera de mantenerlo vivo a mi viejo más tiempo, como si todavía quedara algo de él ahí vivo en esos cuadernos. Te diría que esos cuadernos fueron uno de los grandes puntos de partida del libro o al menos de una parte del libro.
–Un padre extranjero es una novela que sólo podía escribir con su padre muerto, ¿no?
–Sí, no sólo necesitaba que mi padre estuviera muerto, sino que hubiese una distancia. Yo soy ahora un padre extranjero, mi hijo habla castellano y llora cuando pierde Argentina jugando al fútbol y todo eso, pero no deja de ir a la escuela en Francia y de hablar francés de corrido. Y vuelve con los deberes en francés y a veces me hace unas preguntas sobre los deberes que no tengo la menor idea. Y ahí me identifico con mi viejo.
–Un tema central de la novela es la identidad. En el caso de la novela, el padre del narrador modifica el apellido para ocultar la condición de judío y poder sobrevivir. ¿Qué cuestiones se ponen en juego con este cambio, tanto en el padre como en Conrad?
–En la experiencia de emigrar o de ir a vivir a otro lugar, sea obligada o no, creo que hay mucho de ilusión de empezar una nueva vida, de borrar cosas, de dar vuelta la página, de vivir otras vidas u otras experiencias. Es una ilusión muy grande y eso aparece en el personaje de Józef, de Conrad. Pero él cambia de vida, de marinero a escritor, que no es tan drástico como podría creerse. El padre de Conrad había sido traductor y había querido escribir. No es un tosco marinero que se convierte en escritor de un día para el otro, como a veces se quiere simplificar. Lo que es muy apasionante en el caso de Conrad es el cambio a un idioma que no era el previsible. Si había un segundo idioma en el horizonte de Conrad, como se cuenta en la novela, era el francés. Pero él se juega por un tercer idioma. Por eso me gustó jugar con mi primera novela, Agua, que cuenta un poco esa situación. En esa primera novela creía estar inventando de cero una situación y en el fondo era como si hubiese presentido la historia del cambio de apellido de mi padre, que descubrí después de haber escrito y publicado Agua. Me hubiese encantado preguntarle qué le pasó cuando leyó Agua. Por alguna razón en esa novela yo estaba contando, de manera indirecta, uno de sus mayores secretos. Que también casi lo cuento en uno de los cuentos de Los pájaros. Evidentemente hay información que tenemos no sé cómo... No me quiero poner místico (risas).
–Hay en el final de la novela una hipótesis acerca de por qué ese padre mantuvo el secreto hasta el final. Nunca se menciona cuál era el apellido original, sólo se sabe que empieza con la letra “J”…
–Letra que no sólo es la misma de Józef, sino que también sabemos la primera letra de qué es… Y lo que fue esa letra que alguna gente se tenía que colgar en la ropa. De ninguna manera escribí esta novela para tratar de entender cosas. Sería muy ingenuo. Más bien todo lo contrario, yo acepté mezclar realidad con ficción y acepté todo lo que no sabía y que seguramente nunca voy a saber. Yo nunca viajé a Rumania, tal vez algún día viaje y me ponga a investigar. Pero no es una novela de investigación o de pesquisa familiar, como sí hizo Alicia Dujovne sobre su padre. Es otro método, otro sistema, ¿no? Todo lo que no sé también lo novelé. El caso de Meen con Conrad es totalmente exagerado, es como un quijotismo extremo. En la lectura de la novela del padre, el narrador busca secretos y se encuentra con ficción.
–El narrador en un momento define lo que está escribiendo como una novela en la que un lector se dispone a asesinar a un escritor. ¿Cómo explicar esa fantasía de los escritores?
–Tenemos el caso del loco que mató a (John) Lennon, tenemos casos de gente que ha matado a artistas. No sé si hay algún caso de un lector que haya matado a un escritor por algo que ha escrito… Meen estuvo cerca de convertirse en un caso único. O al menos muy raro. Me interesa cuando se indaga en los límites de realidad y ficción. En el caso de Meen, este lector medio chiflado que está convencido de que conoció a Conrad, primera cuestión que no es muy segura, dice después reconocerse en el cuento llamado “Falk”. Y no sólo dice reconocerse en el texto, sino que asegura que Conrad lo deja mal parado; pero al que deja mal parado es a otro personaje. Más allá de la cadena de locuras, hay algo entre realidad y ficción que se ponía en entredicho de una manera muy interesante en una novela donde se mezcla todo el tiempo realidad y ficción. Meen es como un lector extraviado y casi enloquecido. El narrador de la novela también es una especie de lector extraviado ante el libro de su padre. No hay modo de que tenga una lectura reposada y solamente literaria.
–George Simmel plantea que el extranjero no es el que ha llegado hoy para marcharse mañana, sino el que ha llegado para quedarse y pone en tensión dos conceptos en conflicto: errancia y punto fijo. Imposible no recordar la idea de Pascal, que decía que los problemas del hombre empiezan cuando sale de su cuarto, ¿no?
–Los problemas del hombre empiezan cuando sale de su primer cuarto, que es el vientre de la madre (risas). La novela de mi padre tiene como título El derumbe, escrito con una “r”, y yo le hago decir al narrador que en esa errata hay un neologismo interesante porque el “derumbe” mezcla cosas y no está tan lejos de Simmel. Hay una mezcla del derrumbe de la identidad anterior cuando uno va a vivir al extranjero y de nuevos rumbos, de rumbear para otro lado. En esa mezcla, que no es deliberada de parte del padre del narrador, hay un guiño con lo de Simmel.
–Aunque la identidad siempre está en construcción, ¿cómo se reconfigura la de alguien que de pronto descubre que el apellido del padre es otro, y que su padre es judío?
–La pregunta no sólo es qué efectos tiene para adelante, qué va a hacer uno con eso de aquí en más, sino también, como lo que le pasa al narrador de la novela, cómo te hace releer todo lo que pasó. Cada pequeño recuerdo se resignifica. Yo cito en la novela un cuentito que había escrito en La vida imposible, que cambiándole dos o tres palabras se aplica a esta situación. Y también hablo de un cuento que me gusta mucho de Georges Perec, donde un dato nuevo, muy fuerte, muy importante, un libro viejo que no se conocía, obliga a releer de una manera absolutamente distinta todo el canon literario francés porque los mejores poetas resultan ser plagiarios de ese primer libro que nadie conocía y que sale a la luz tarde. El cuento de Perec es un ejercicio un poco más borgeano e intelectual, pero lo mismo puede ocurrir en el caso de una persona con un secreto que tiene que ver con su identidad y cómo eso la obliga a rever todo. La reformulación de la identidad va para atrás y para adelante.
–Es similar a lo que señala Graham Greene, que aparece citado en la novela, que los escritores, de igual modo que en los sueños, extraen sus símbolos tanto del futuro como del pasado.
–Yo intenté escribir esta novela sobre mi padre hace unos años y casi que me había olvidado. De hecho, poniendo orden a viejos papeles y por una avería de una computadora, me di cuenta de que yo había escrito mucho más de lo que creía. Hace como ocho o nueve años había intentado una primera versión de este libro, sin lo de Conrad, sin un montón de cosas. Hay momentos en que estoy escribiendo un libro y siento que todo habla de lo que estoy escribiendo y el libro se convierte en un prisma.
–¿Por qué no viajó a Rumania?
–Tendría que hacer un par de sesiones de terapia para darte la respuesta (risas). Este no es un viaje más, evidentemente. Soy alguien que también lee mucho, pero tardé en leer el libro de mi padre.
–Una hipótesis para explicar por qué no viajó podría ser que esa combinación entre ficción y realidad en Un padre extranjero está resuelta en la novela. Pero queda una puerta abierta, otra escritura posible, en ese viaje a Rumania. Quizá sea un libro que quiere escribir después de ese viaje, pero por alguna razón que desconoce lo posterga.
–Sí, totalmente. En un momento estuve por hacer el viaje, tenía todo servido en bandeja porque con mi mujer nos hicimos muy amigos de una escritora rumana encantadora que nos invitó cuando supo toda la historia de mi padre. Pero sentí que primero tenía que terminar Un padre extranjero y que ese viaje era otro libro. Aunque no lo escriba.
–¿Cómo explica la cuestión de que siempre hay una zona de misterio a la que no se puede acceder en la novela?
–Aunque uno tiene la ilusión de conocer las razones que motivan un acto, sabemos de sobra que nunca hay una única motivación, que es un cóctel. Tenemos armas para inventarnos relatos y para explicarnos las cosas, pero siempre queda algo inasible. Me parece que es la eterna persecución de la literatura o de la razón humana: tratamos de llegar al corazón de las cosas, pero no hay modo de llegar a las motivaciones más profundas. Ese juego del gato y el ratón entre las palabras y la escritura es interminable. Y eso hace que la literatura sea interminable también.
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