LITERATURA › CLARA OBLIGADO Y LA MUERTE JUEGA A LOS DADOS, SU úLTIMO LIBRO
La autora propone una novela policial en capítulos o 18 cuentos hilvanados por un puñado de personajes femeninos que atraviesan, también, su propia historia familiar y política. “Cuento historias de mujeres y no de hombres, que ya están contadas”, dice.
› Por Silvina Friera
“Nada de lo que recordamos es verdad. Nada de lo que imaginamos es mentira”, repite una narradora esa frase misteriosa y trémula, como si fuera el estribillo de la compleja red de historias que se inicia en una casa de la clase alta de Buenos Aires en la década del 30, cuando Héctor Lejárrega aparece muerto con un disparo en la sien, y llega hasta la actualidad de esa mujer, una escritora argentina exiliada en Madrid. La forma mestiza de La muerte juega a los dados (Páginas de Espuma) le sienta de maravillas a Clara Obligado, una escritora excepcional a la hora de moverse en las aguas de una novela policial en capítulos o 18 cuentos hilvanados por un puñado de personajes femeninos como Leonora, la matriarca de armas a tomar, Alma, su hija, frágil y nerviosa, aquejada por “terribles dolores de cabeza”, y la tercera generación, las tres hijas de Alma, las mellizas y Sonia, la joven rebelde que será secuestrada y torturada durante la dictadura cívico militar.
La curiosidad de la niña que fue asoma en la contagiosa sonrisa de Clara –bisnieta del escritor Rafael Obligado–, como si el pasado y el presente corretearan sobre sus mejillas. “Lo que dice el texto, sin revelar quién mató a Lejárrega, es que la verdad es un problema de oportunidad. Si la verdad hubiese sido dicha treinta años antes, se hubiese entendido. El texto pone muy en duda las grandes verdades. Si están desplazadas, pierden sentido”, aclara la escritora en la entrevista con Página/12.
–¿Inventa ficciones para darle sentido a los naufragios, como dice la narradora de “Verano”, último relato o capítulo final del libro?
–Sí, creo que hay dos razones para escribir. Una es la venganza, que es una razón muy potente porque la venganza tiene que ver con la memoria y tiene que ver con el orden. La venganza literaria no es sangrienta en el sentido real, ¿no? Yo no hubiera sido escritora sin naufragios personales; eso es cierto. Cuando uno escribe, de alguna manera flota.
–¿“La muerte juega a los dados” es su libro más autobiográfico?
–Sí, es el único libro que tengo autobiográfico. Es autoficción. El tono general y la visión son personales, aunque el resto está cambiado para que no me mate mi familia (risas). No he tenido malas reacciones, pero entiendo que para mi familia verse estampada en un libro es un tema, aunque no se puede identificar seriamente a nadie porque cuando uno escribe cambia el sentido de las cosas según la necesidad del relato. La verdad de la vida me importa poco literariamente, me importa la verosimilitud, que es distinto.
–¿Quién es Sonia, la hermana que es secuestrada y torturada, que desaparece?
–Sonia soy yo y mi generación, que es una generación que fue exterminada. En estos días estaba pensando en cuáles son mis pares en la escritura en Argentina, y gente de mi edad hay poquísima porque se fue del país, porque murió, porque hizo otros proyectos, porque ser escritor era demasiado complicado en ese momento. Es una generación que siempre está recuperando cosas, como si fuéramos bolitas que nos tiraron para distintos lugares y tuvimos que rearmarnos. También Sonia es un homenaje a los que murieron durante la dictadura. Podría haber tantas Sonias de carne y hueso; es simbólica y real, las dos cosas a la vez.
–Hay una frase que atraviesa el libro: “Vive siempre como si el mundo fuera a explotar bajo tus pies”?
–La madre de Margaret Mitchell, la autora de Lo que el viento se llevó, la llevaba a ver las grandes ruinas de las casas del Sur y le decía: “vive siempre como si el mundo fuera a explotar bajo tus pies”. El mundo me estalló bajo mis pies y creo que es una buena forma de vivir porque el mundo no es un lugar tranquilo. Uno nunca sabe qué va a pasar. Hay que estar abiertos a otras circunstancias. Los sirios, que ahora tienen que huir, ¿estaban preparados para lo que les tocó? ¿Estaba yo preparada para irme del país? El destino siempre es incierto.
–¿El mundo le estalló bajo sus pies sólo por la dictadura y el exilio o también por la historia familiar?
–A mí me educaron para ser la mujer de un hombre rico. Y no hay nada más lejano a lo que yo fui (risas). Las armas que me dieron no sirvieron para la batalla que tenía que librar después. No me educaron para tener una profesión; la idea de que me tenía que mantener es algo misterioso, habría un hombre que me mantendría. Tampoco me dieron una educación sentimental para elegir un hombre bien. La cuota de fracaso es altísima en mi medio social porque estábamos un poco educadas no se sabe muy bien para qué… Yo me temo que para nada. Es algo bastante terrible, ¿no?
–El personaje de Alma, aunque no sea de su generación, es un poco la víctima de ese estar educadas no se sabe bien para qué.
–Alma es mi madre. Cuando mi madre murió, no sabía prender la cocina. No había cocinado nunca. Dicho así, parece muy glamoroso, pero si uno lo piensa en serio es una cosa terrorífica; son mujeres a las que les costaba criar a sus hijos. Sabían ser guapas, pero la belleza es algo que se va perdiendo rápido. Era como si pelearan contra un dragón con un escarbadientes. Escribir este libro fue un proceso de comprensión de la fragilidad de mi madre, con quien tuve una relación muy difícil. Alma tiene un mundo más fracturado: el marido la deja, el dinero no es tanto como en la generación de Leonora, que eran millonarios. Ser millonario simplifica bastante la vida, aunque también la complica. Las hijas de Alma ya no son ricas; es una especie de canto del cisne lo que hago. Creo que es una clase que se suicida por muchas razones, pero también es una clase que crea cultura. Trato de dar una visión dual de lo que pasó: ni buenos ni malos, porque eso sólo funciona en las películas de cowboys.
–Las cartas que Leonora le manda a la madre, ¿son documentos que están trabajados de modo literario, que están reescritos?
–Sí, una de las cartas es de mi abuela. Le saqué alguna cacofonía y la acorté un poquito para que me entrara. En esa carta cuenta un primer vuelo en avión que ella hizo en los años veinte de Francia a Inglaterra, que tardaba no sé cuántas horas. Hay un diario que ella escribía a su madre y la saqué de ahí. Ese texto donde ella dice que ve cómo aparecen los tejados, cómo cruzan el Canal de la Mancha, el ruido terrible del avión, eso es verdadero. Mi abuela era una mujer muy moderna para subirse en un avión en los años 20.
–Qué paradoja ese apego a las tradiciones, una mentalidad conservadora, con el afán de aventura, ¿no?
–Eso produce una Victoria Ocampo y una Silvina Ocampo, que son las dos emergentes de una clase social en la que no hay otras mujeres. Hay muy pocas. Y si hay, están bastante borradas, como la hermana de Borges, Norah Borges. Pienso en las ganas que tendrían de ocupar lugares y lo injusta que ha sido la historia en la recuperación de estas mujeres. Todavía uno escucha a los escritores hablar y sólo citan a hombres; una cosa escandalosa cómo persiste esta manera de ver la literatura. Lo que hay que entender es que cuando uno excluye, en esa fila termina una muerte. Por eso cuento historias de mujeres y no de hombres, que ya están contadas.
–¿Por qué hombres y mujeres, padres y madres, son tan poco afectuosos con los hijos en “La muerte juega a los dados”?
–Uno de los grandes temas del libro es el abandono de los niños, que en mi clase social era muy habitual. Mi madre, por ejemplo, no era nada cariñosa. Nosotros fuimos criados por mucamas, por gente a la que queríamos mucho y que están muy presentes en el libro. Yo tuve una institutriz que se llamaba Tanasescu. Era rumana. Esa mujer me educó. Después descubrí que mi amor por las letras no venía tanto por Rafael Obligado como por Tanasescu, que me contaba cuentos en inglés. Estas mujeres que muchas veces por circunstancias ligadas con la guerra europea y con la violencia trabajaban en las grandes casas te cuidaban como madres.
–¿De qué modo apareció la rebeldía en su vida?
–Siempre fui muy simpática, muy sonriente, pero con un carácter fuertísimo. He sido muy contestataria y actué en mi familia como la persona que rompió con ciertas normas: no me casé por iglesia, no tuve hijos pronto. No hice nada de lo que tenía que hacer. Luego me metí en la izquierda y fui militante política durante muchos años, algo que mi madre veía con espanto. En marzo del 68 estuve en París y eso fue un quiebre porque viví el clima previo al “Mayo Francés”. En el 69 me fui de Barrio Norte al Chaco a cosechar con los indígenas con la CUT (Campamentos Universitarios de Trabajo). Yo era muy chica y era muy boba porque no había tenido roce con otras cosas. Era muy ingenua, pero tenía un carácter del demonio. Yo volví del Chaco cantando canciones revolucionarias de la Guerra Civil Española. Mi padre me miraba como si me hubiera vuelto loca. Dentro de todo, en mi familia me respetaron. Nunca me agarraron de los pelos ni me encerraron en un cuarto. Mi padre me pagó el pasaje a España, yo eso lo recuerdo y sé que no pensaba como yo, sino de una manera muy diferente.
–Después de esa experiencia en el Chaco, ¿cómo continuó su militancia?
–Yo estuve en el peronismo de base. Hay una frase que dice: “deseale a tu peor enemigo vivir momentos históricos interesantes”. Me tocó vivir grandes cambios a nivel político, cultural, sexual y social, que hicimos como pudimos. A veces con muchos aciertos y a veces con bastante errores. No hemos cambiado la economía, es evidente, pero cambiamos la cultura. El mundo que vivimos nosotros, el mundo de la posguerra, era muy asfixiante. La mujer volvía a su casa, se convertía en Doris Day, era una señora encantadora, los hijos eran divinos y rubios… era un espanto lo que escondía todo eso. Creo que fuimos capaces de hacer una sociedad más abierta. Eso es nuestro y no está mal, ¿no?
–¿Es optimista, a pesar de lo revuelto y complejo que está el mundo?
–Yo me he vuelto una militante democrática y una persona que apuesta por el optimismo sin ser imbécil. Cuando vemos el mundo como blanco y negro y siempre somos los buenos, carecemos de talante democrático. Si no encontramos vías para hablar, estamos perdidos. Yo no quiero definirme por oposición. Yo quiero ser capaz de pensar, que es otra cosa. Sé que es difícil porque entiendo que el mundo está revuelto, pero me niego a considerar que alguien sea el demonio porque piensa distinto. Quitando de aquí, por supuesto, a torturadores y delincuentes. Yo trabajo dando talleres de escritura y tengo gente de todos los colores. A veces empezamos a hablar y no hay forma de hablar que no sea gritando. El tema de la Guerra Civil es un tema del que casi no se puede hablar. Todavía intento que las partes puedan hablar, que cuando estamos en clase haya respeto.
–¿Por qué no se puede hablar de la Guerra Civil?
–Porque no se habló en su momento. En España lo que se hizo fue callar y el silencio es malísimo. Argentina no es consciente del nivel de lo que hizo con el tema de los derechos humanos; es único en el mundo, ningún país ha hecho eso. Ni (Nelson) Mandela consiguió algo así.
–La política de derechos humanos del Estado argentino desde que Mauricio Macri es presidente está en riesgo. El propio Macri y parte de su gabinete están cuestionando los 30 mil desaparecidos. ¿Cómo está viviendo esta situación?
–Estar de acuerdo con la tortura quiere decir estar de acuerdo con la tortura. No quiere decir otra cosa. Quiere decir que está de acuerdo con los nazis, con los exterminios, con la barbarie. Decir que no son 30 mil los desaparecidos es ponerse del lado de la barbarie. Yo creo en la palabra, soy escritora.
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