Lunes, 12 de septiembre de 2016 | Hoy
LITERATURA › EL MEXICANO EDUARDO RABASA HABLA DE LA SUMA DE LOS CEROS
En su primera novela, el escritor y editor pone el dedo en las llagas de las sociedades latinoamericanas. Sitúa la historia en Villa Miserias, un complejo habitacional tan distópico como reconocible, con un antihéroe que se postula como candidato a presidente.
Por Silvina Friera
La sátira política desnuda las sutilezas del poder. Hay novelas excepcionales, como La suma de los ceros (Ediciones Godot), de Eduardo Rabasa, que ponen el dedo en las llagas de las sociedades latinoamericanas. En Villa Miserias, un complejo habitacional tan distópico como reconocible, hay un antihéroe escindido, Max Michels, que se postula como candidato a la presidencia. “El voto es una gran insignia social para agruparse en clanes. Marcar una boleta permite renunciar a toda idea de congruencia personal. El credo político es eso, credo político, sin ninguna implicación práctica en la vida. Pensar en vivir como se vota es tan absurdo como pedir a una señorita que profese una religión confesional que llegue virgen al matrimonio –dice el candidato en su discurso de campaña–. No es extraño ver cómo los que empuñan el látigo votan por los que en discurso defienden a los que reciben los latigazos. Tampoco que los marginados voten por quienes defienden la necesidad de marginar a los que no encajan en la norma… (…) ¿Qué sucede en estos casos’? ¿Es que acaso votan contra sí mismos? En absoluto. En algún nivel, se sabe que las inercias básicas no están en juego en las urnas. Votar se ha convertido en un asunto más social que político. No en balde el apóstol del buen salvaje postuló que la única forma de que se expresara la voluntad general es que los votantes no se comunicaran entre sí, que no se influenciaran los unos a los otros. ¿Se imaginan lo que pensaría de la dictadura de las encuestas? ¿Tiene algún sentido acudir como ovejas a validar lo que la estadística ya había determinado con precisión científica que habría de suceder?”.
La primera novela de Rabasa (Ciudad de México, 1978), uno de los editores de la editorial Sexto Piso que egresó de la carrera de Ciencias Políticas de la UNAM con una tesis sobre el concepto de poder en la obra de George Orwell, ha sido publicada por Sur + (México), Pepitas de Calabaza (España), Piranha (Francia), Deep Vellum (Estados Unidos) y acá por Ediciones Godot, todas editoriales pequeñas, que tienen una política de construcción de catálogos de largo aliento. “Nadie me obligó a escribir La suma de los ceros, no era algo que tenía necesariamente planeado. De hecho, escribía temprano por la mañana como una cosa casi secreta. Aunque no fue algo premeditado, me siento más cómodo con las pequeñas editoriales”, cuenta el escritor en la entrevista con Página/12.
–¿Qué resonancia tiene Orwell en La suma de los ceros? ¿Quiso escribir una suerte de novela orwelliana del siglo XXI?
–Orwell es un escritor que admiro mucho. Hay un ensayo que se llama Por qué escribo y Orwell dice, quizá con un poco de falsa modestia, que no es tan buen escritor, pero lo que tiene de muy pequeño es una capacidad para tratar de describir las cosas como se le presentan y no endulzarlas o hacerlas más digeribles, sino que puede presentarlas un poco descarnadas. Esa idea de Orwell en términos políticos y literarios me atrae mucho. De ahí a decir que escribí una novela orwelliana del siglo XXI, no sé… me abruma un poco la idea. Hacia el final de 1984 hay una escena, cuando están torturando a Winston, el protagonista, en la que el torturador O’Brien le dice: “Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, imagina una bota aplastando un rostro humano”. Esa imagen donde Orwell condensa un ejercicio del poder muy vinculado a los regímenes totalitarios y al uso brutal de la fuerza, a 60 años de distancia los mecanismos siguen siendo igual de brutales, pero un poco más sutiles. Es como si esa bota, en vez de estar aplastando las cabezas, se hubiera trasladado a las conciencias. Vivimos en sociedades formalmente libres e igualitarias, pero creo que no es para nada la realidad. Yo siento que hay un abismo entre el discurso y la realidad de los individuos.
–“Si la desigualdad es inevitable, ¿por qué no la aceptamos como punto de partida?” Esta provocadora frase de la novela señala una incongruencia en proclamar que se combate la desigualdad, cuando muchos de los que defienden esta idea son los primeros beneficiarios de la desigualdad, ¿no?
–México es un país con unos niveles de pobreza inmensos; prácticamente la mitad de la población vive bajo la pobreza, incluso la pobreza extrema: 50 millones de personas, es muchísimo, ¿no? Evidentemente no es una cuestión accidental, sino que tiene que ver con cómo está estructurada la sociedad y cómo funciona el sistema político mexicano. Algo que me descorazona particularmente es que gente del medio intelectual mexicano, escritores, gente culta, que discursivamente te diría que está en contra de la desigualdad, en los hechos, por ejemplo, habla en inglés para que la empleada doméstica no entienda. Y casi podría asegurar que esa empleada doméstica no tiene seguridad social, no tiene vacaciones, no tiene nada; es decir que está reproduciendo una estructura neo esclavista.
–“Todo es una droga peligrosa, salvo la realidad, que es insoportable”, se dice en la novela. ¿Comparte esta frase?
–Esa frase es de Cyril Connolly, está en La tumba sin sosiego, un libro que me encanta. No sé si la realidad es insoportable, y la verdad no me gusta mucho la figura del escritor atormentado. Trato de escapar, en la medida de lo posible, a ese cliché. No me acuerdo donde lo leí, a lo mejor lo estoy inventando, pero creo que no. Cuando Goethe escribió el Werther, hubo una gran ola de suicidios adolescentes. Y Goethe decía que lo escribió para no suicidarse él. No es que la realidad me resulta insoportable, pero ciertos rasgos que me resultan complicados encuentran su desahogo en la escritura.
–¿Cómo concibió a Max Michels? ¿Podría definirlo como un personaje utópico?
–No lo sé… lo veo más como un antihéroe, como un personaje distópico. Max Michels está escindido entre su cuerpo y su mente, una mente que no controla del todo. La incongruencia entre el discurso y la realidad es como si estuviera en el interior de Max. La novela muestra el recorrido para tratar de escapar de eso. Y hay algo que creo que pasa mucho en la vida: cuanto más trata de salir del agujero, realmente lo que está haciendo es hundirse más.
–¿Por qué hay en la novela cierto pesimismo en torno a la política y a la idea de que se puede cambiar algo a través de las elecciones y el voto?
–Si uno ve el programa de ciertos partidos políticos de izquierda hoy, hace veinte años hubieran sido de extrema derecha. Pasa esto en México, en España, en Francia. México es un país muy racista, muy clasista, muy machista. Aunque sea una lectura marxista, puede cambiar la superestructura por a, b o c, pero realmente la estructura seguirá siendo la misma.
–Se podría versionar la frase de uno de los personajes de La suma de los ceros: “Ahora sí la realidad mexicana se volvió más real”.
–Si no recuerdo mal, eso se dice en la novela cuando los equipos de seguridad van cada vez más armados. La socialdemocracia o los estados de bienestar europeos partían de la idea de que hay cabida para todos, de que van a tener acceso a la salud, a la educación; pero en México son cada vez más evidentes los distintivos de clase a través de la figura de los guardaespaldas. Cuando gana la selección mexicana, que no es muy seguido, la gente va a festejar al monumento que se llama El Ángel de la Independencia, que está en el Paseo de la Reforma. Pero los niños ricos en México, que ahora se les llama “mirreyes”, como tienen su sentido patriótico pero no les gusta mezclarse con el pueblo a festejar, van a una fuente en la colonia Las Lomas, donde ellos viven, con sus guardaespaldas y sus coches.
–Mientras los mecanismos de poder se vuelven cada vez más sutiles, la violencia se vuelve más brutal. ¿Hay una relación entre la sutileza del poder y la violencia?
–Sí, creo que sí. La violencia por el narcotráfico es espeluznante en México. A diario hay decapitados, calcinados, desmembrados, al grado que la verdad te insensibilizas un poco, quizá como mecanismo de protección. Pero lo curioso es que en la narrativa está demonizada esa violencia, pareciera que esa demonización es atribuible a gente malvada que está haciendo eso, como si no fuera una consecuencia de los mecanismos de poder. En la entrevista que le hizo Sean Penn al Chapo Guzmán decía que donde él nació no había muchas más opciones que dedicarse al narcotráfico. No estoy exonerando ni defendiendo al Chapo Guzmán, simplemente creo que no se puede explicar al Chapo Guzmán como una persona malvada.
–En la pared del departamento de Max Michels hay una placa con una sentencia familiar: “La medida de todo hombre consiste en la dosis de verdad que pueda soportar”. ¿Qué resonancia tiene esa frase?
–Esa frase es de (Friedrich) Nietzsche. (Fiodor) Dostoievski en Memorias del subsuelo dice que si pensáramos la consecuencia de cada paso que vamos a dar, no nos moveríamos. En sociedades como México la frase adquiere más validez. Hay un filósofo que publicamos en Sexto Piso, Morris Berman, que escribe mucho sobre la soledad en Estados Unidos. En un momento se pone a dar cifras y dice que un 30 por ciento de la sociedad norteamericana está deprimida y empastillada. Y dice que esa es la reacción sana, que estén empastillados. En ese sentido, hay que ver cuánta verdad se puede soportar para seguir adelante.
–Dando vuelta la frase se podría pensar: ¿cuántas mentiras estamos dispuestos a escuchar cotidianamente? Un moralista diría que no, que no está dispuesto a escuchar mentiras, cuando la mentira forma parte de la vida misma, ¿no?
–Das en el clavo: es una frase totalmente reversible. Es curioso lo que dices porque necesitamos también la mentira de que no nos mentimos (risas). Alguien que dice “no hay que mentir” ya sabemos que es un mentiroso.
–Estar del lado de la escritura, quizá sea posicionarse en un lugar de mayor fragilidad, si se piensa que el editor debería al menos poner en remojo inseguridades y vacilaciones para sostener los libros que quiere publicar y tratar con los escritores, ¿no?
–La figura del editor tiene mucho de psicólogo. A veces algunos escritores me dicen: “¿verdad que mi texto es genial?”; es evidente la respuesta que le tienes que dar (risas). Pese a que padezco mucho la relación con los autores porque a veces son personas complicadas con unos egos descomunales, ahora los entiendo un poquito más. No sé si toda escritura es autobiográfica o no, pero sí creo que en toda escritura honesta, si es que algo de esto existe, hay un desnudamiento que produce una sensación de fragilidad. Quizá yo era indiferente a eso como editor y ahora lo entiendo un poco más.
–¿Qué hay de Eduardo Rabasa en La suma de los ceros?
–Me identifico hasta cierto punto con la estructura mental de Max, el protagonista. No necesariamente ahora, pero sí en otras etapas de mi vida, tenía esa sensación de no sentirme en casa en mi cuerpo. Hubo una época en la que tuve una crisis personal muy fuerte, que en parte fue lo que me llevó a escribir el libro, y entre muchas cosas que hice iba a clases de yoga. Al final de la clase, la profesora, que era muy buena, decía: “formulen la intención de su práctica”. Y yo siempre decía: “quiero volver a unir mi mente y mi cuerpo”. En esa época también empecé una terapia psicoanalítica y entre los muchos temas que salieron ahí apareció la figura de mi padre, que murió en un asalto, lo asesinaron en 2001. La figura de mi padre era muy conflictiva, él era alcohólico; y la familia de mi padre es una familia muy política. Mi abuelo fue ministro de Relaciones Exteriores; vas a casa de mi abuela y hay fotos de mi abuelo con Henry Kissinger. Son machistas, son racistas, son misóginos; todo lo peor de la humanidad está condensado en mi familia paterna. Hubo un día en que me estaba quejando y la terapeuta me dijo: “está bien que lo veas y te quejes, pero no te olvides que tú también eres eso, que también eres parte de ellos. No creas que tú estás situado del otro lado”. Es una realidad muy dura, que repudio, pero tiene razón la terapeuta (risas).
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