LITERATURA › POESIA COMPLETA DE MIGUEL HERNANDEZ
A partir del próximo miércoles, en fascículos coleccionables ilustrados por el pintor Gustavo López Armentía, Página/12 ofrecerá a sus lectores la obra completa del extraordinario poeta español, que les cantó a la vida, el amor, la muerte y al viento incandescente del pueblo.
› Por Silvina Friera
La poesía de Miguel Hernández (1910-1942) es como un rayo que no cesa. No es un poeta “malogrado”, adjetivación que carga las tintas más en la tuberculosis –la enfermedad que le produjo la muerte, a los 31 años, en la cárcel de la Alicante– que en la dictadura de Francisco Franco. La intensidad y diversidad de su obra, desde su primer poemario Perito en lunas (1933) hasta el póstumo El hombre acecha (1981) –edición que se había terminado de imprimir en 1939 en Valencia, pero que como faltaba concluir la encuadernación, la censura franquista aprovechó para destruirla, excepto un facsimilar que sobrevivió y permitió la posterior publicación–, ha pasado la cruel prueba del tiempo para convertirse en un clásico de la lírica el lengua hispánica. La experiencia del encarcelamiento no le arrebató las palabras, como si escribir fuera la trinchera desde la cual apostar verso a verso por la vida, en medio de tanto fusilamientos y muertes. “Sigo en la sombra, lleno de luz; ¿existe el día?/ ¿Esto es mi tumba o es mi bóveda materna?/ Pasa el latido contra mi piel como una fría/ losa que germinara caliente, roja, tierna./ Es posible que no haya nacido todavía,/ o que haya muerto siempre. La sombra me gobierna./ Si esto es vivir, morir no sé yo que sería,/ ni sé lo que persigo con ansia tan eterna./ Encadenado a un traje, parece que persigo/ desnudarme, librarme de aquello que no puede/ ser yo y hace turbia y ausente la mirada./ Pero la tela negra, distante, va conmigo/ sombra con sombra, contra la sombra hasta que ruede a la desnuda vida creciente de la nada”, se lee en uno de los poemas que integran la Poesía Completa de Hernández, obra que Página/12 lanzará el próximo miércoles en fascículos coleccionables, ilustrados por el pintor y escultor Gustavo López Armentía.
De familia campesina, Hernández cursó a duras penas la escuela primaria. Aunque comenzó la secundaria en un colegio jesuita, tuvo que abandonar los estudios para repartir leche y cuidar ovejas en los campos y sierras de su Orihuela natal. Mientras cuidaba el rebaño, el joven leía –alta fue la conmoción que le generaron San Juan de la Cruz, Virgilio, Paul Verlaine– y garabateaba sus primeros versos. La paleta de sus lecturas se fue prolongando hacia los maestros del Siglo de Oro como Miguel de Cervantes, Lope de Vega, Luis de Góngora; y luego, con el “canibalismo” feroz del autodidacta que devora sin ningún orden todo lo que llega a sus manos-ojos, llegará a Rubén Darío, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y Gabriel Miró. Aunque podría haber formado parte de la maravillosa “generación del 27”, como el último joven de ese grupo, el propio poeta no se consideraba integrante de esa generación. Dámaso Alonso lo calificó como “el genial epílogo del Grupo”. En los años 30, el poeta se instaló en Madrid y se vinculó con Pablo Neruda –entonces cónsul de Chile en Madrid–, Rafael Alberti y Luis Cernuda, entre otros. El clima anticlerical de la intelectualidad madrileña y la influencia de Neruda preludian el eclipse de la fe religiosa de Hernández, quien se afiliaría al Partido Comunista Español. Durante la Guerra Civil (1936-1939) apoyó de forma activa y constante la causa republicana desde el mismo frente; participó del Congreso Internacional de Intelectuales Antifascistas de 1937 en Valencia y se incorporó al ejército republicano. Al tríptico hernandiano de las tres heridas: la vida, el amor y la muerte, habría que añadir un tópico más: el de la pena en un sentido muy amplio. Cuando terminó la guerra, el poeta intentó escapar a Portugal. Pero la “peste” de las dictaduras lo perseguía con una saña que estremece. La policía de la dictadura de Salazar lo entregó a la Guardia Civil. Estuvo encarcelado en Huelva, Sevilla y Madrid. Gracias a las persistentes gestiones de Neruda, Hernández fue liberado en septiembre de 1939. Pero el sistema de terror y delaciones logró que fuera nuevamente detenido. Juzgado y condenado a muerte, por la intercesión de José María de Cossío y otros amigos la pena fue conmutada a treinta años de cárcel.
Los 42 poemas de Perito en lunas (1933), titulado inicialmente Poliedros,andan a caballo entre neogongorismos, garcilanismos y calderonismos, una combinatoria que le da un aire vanguardista. Los poemas de este primer libro –42 octavas reales, una de las estrofas empleadas por Góngora– fueron calificados de “acertijos poéticos” a causa del extremo virtuosismo poético de Hernández, destreza que demanda un gran esfuerzo de los lectores. El rayo que no cesa (1936) es su obra más lograda para muchos críticos. La mayoría de los poemas –27 sobre un total de 30– son sonetos amorosos, como ese poema en que el yo lírico se afirma desde del dolor: “tengo estos huesos hechos a las penas/ y a las cavilaciones estas sienes:/ pena que vas, cavilación que vienes/ como el mar de la playa a las arenas”. La urgencia se impone en el campo de batalla. En su tercer libro, Viento del pueblo (1937), escribe “poesía de guerra”, como la llamaba Alberti, poemas de combate donde el yo lírico deviene un nosotros en lucha. “Si me muero, que me muera/ con la cabeza muy alta./ Muerto y veinte veces muerto,/ la boca contra la grama,/ tendré apretados los dientes/ y decidida la barba./ Cantando espero a la muerte,/ que hay ruiseñores que cantan/ encima de los fusiles/ y en medio de las batallas”. Hay un antes y un después de la cárcel, que atraviesa Cancionero y romancero de ausencias, poemas escritos entre 1938 y 1941, publicados póstumamente en Buenos Aires, en 1958. Además de la concisión lingüística y poética, en esta zona se despliegan varios de los “hits” poéticos de Hernández, sus poemas más conocidos por obra y gracia de Joan Manuel Serrat, como “Nanas de la cebolla”.
Gustavo López Armentía (Buenos Aires, 1949) leyó a Hernández en los años 70, cuando militaba en la izquierda peronista, como muchos de los que jóvenes en esa década crucial. “Me interesan las obras que tienen miradas simultáneas. Cuando leo sus poemas, también veo esa simultaneidad de historias. Estar cerca de Hernández es importante para mí. El amor, la guerra, la muerte, son temas fundamentales que también mezclo en muchas de mis obras. Me identifico con su poesía, siento que me llega de una manera especial”, revela este artista autodidacta que estudió arquitectura. “La figura de Hernández la hago desde mis dibujos. No hice una copia literal de su foto, sino que traté de hacer una recreación en donde me lo imagino muy cargado, con muchas cosas dando vuelta en su cabeza. De las fotos que conozco del poeta, dibujé la cabeza y parte del cuello. Trato de ubicar mi obra en diálogo con sus poemas. Los sentimientos que transmite en los poemas son muy oscuros por momentos, pero también hay mucha claridad respecto de sus ideas –explica López Armentía–. Si me corro un poco de Hernández, nadie tiene un color específico; tenemos ciclos y estados de ánimos que nos llevan a distintos colores. Yo no tengo una paleta estridente, tampoco uso el color de manera llamativa. Trato de que los lectores entren a través de mis dibujos y se involucren con la poesía”.
Cuando López Armentía empezó dibujar y exponer en los años 80, estaba más cerca del expresionismo. Del óleo sobre tela pasó a las técnicas mixtas, una mezcla de cuarzo con polvo de mármol. Después fue incorporando esculturas en hierro, con técnica mixta incluida, y esculturas en bronce. Algunas de sus obras más representativas son “Conocidos del mundo” –gran plato calado que en sus filigranas se inscriben referencias como puertos, con cuchillo y tenedor a los costados–, “Puente Avellaneda” –imagen que conecta con la pintura “Sin pan y sin trabajo” de Ernesto De la Cárcova, donde quien mira por la ventana sin vidrios es una mujer de espaldas al espectador que trata de consolar al hombre echado en un catre–, como también “Refugiados”, “Plaza de mayo” o “El olvido del mundo”, entre otras. “No tengo una técnica que me apasione más que otra; son momentos. Yo elijo las técnicas en función de lo que quiero hacer. Hay cosas en la que me sirve el óleo, pero cuando no me sirve, busco otros materiales como la resina, la escultura o el papel. Yo cambio el lenguaje no por el lenguaje, sino porque a lo mejor la idea que tengo requiere de una determinada superficie que me convenza –plantea–. Yo me dejo llevar por la identificación que me produce la poesía de Hernández, por cosas sencillas y no muy rebuscadas. Los grandes temas son pocos y los escritores, los pintores, los representamos de alguna manera. El hallazgo es poder hablar de esos temas de una forma especial para que el otro se sienta interpelado y diga: ‘esto no lo había sentido antes’. A lo mejor lo pensó, pero no lo había sentido de esa forma”.
No tiene un plan para las ilustraciones de los fascículos de la Poesía Completa. Prefiere dejarse llevar, semana tras semana, por el impacto que le genera volver a leer a Hernández. Hay poemas, dice, que no son tan conocidos, pero que se vinculan con el espíritu de este tiempo, como este, una de sus preferidos: “El hombre no reposa: quien reposa es su traje/ cuando, colgado, mece su soledad con viento./ Más, una vida incógnita como un vago tatuaje/ mueve bajo las ropas dejadas un aliento./ El corazón ya cesa de ser flor de oleaje./ La frente ya no rige su potro, el firmamento./ Por más que el cuerpo, ahondado por la quietud, trabaje,/ en el central reposo se cierne el movimiento./ No hay muertos. Todo vive: todo late y avanza./ Todo es un soplo extático de actividad moviente./ Piel inferior del hombre, su traje no ha expirado./ Visiblemente inmóvil, el corazón se lanza/ a conmover al mundo que recorrió la frente./ Y el universo gira como un pecho pausado”.
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