Vie 22.12.2006
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LITERATURA › ANTONIO SKARMETA, SU FORMACION EN BUENOS AIRES, LOS CAMINOS DEL EXILIO Y LA AVENTURA DE ESCRIBIR

“Para una novela, lo mejor es zarpar y ver qué pasa”

“Mi vida en la Argentina fue un tiempo glorioso, para mí fue un desgarro brutal tener que volver a Chile”, dice el escritor, que afrontó un derrotero de exilios que dejó marcas en su obra, en títulos como No pasó nada, La boda del poeta, Ardiente paciencia o Reina la tranquilidad en el país. “Cuando escribo una novela, siento una alegría mayor: dejo que las imágenes se precipiten sin tratar de encontrarle una lógica especial”, cuenta.

› Por Silvina Friera

Cuando habla, dice naturalmente algunas palabras que escuchó a fines de la década del ’40. La “barra” del barrio, la “patota” o “peliagudo” podrían convencer al desprevenido oyente del hotel de Recoleta –donde se aloja– que el escritor Antonio Skármeta nació en la Argentina. Pero pronto el uso del “tú” y un acento inconfundiblemente chileno morigeran esa agresividad canchera que lo haría asimilarse con un porteño más. “Me formé en esta ciudad entre 1949 y 1951, fui alumno de una escuela pública, la Casto Munita de Belgrano, y recuerdo ese tiempo como el más feliz de mi vida”, confiesa a Página/12. “Como era la etapa en la que pasé de la niñez a la adolescencia, mi sensibilidad estaba plenamente abierta y oía todas las campanas. Mi alma se colectivizó en el rito de la patota del barrio, con los chicos que me juntaba en la esquina a jugar a la bolita. A los 10 años trabajé como repartidor en una frutería y tenía mi propio dinero para comprarme libros. Era una época en la que llegaban muchos jóvenes de las provincias; conocí a varios de Santiago del Estero que venían a trabajar. Tenía muchos amigos, mayores que yo, que vivían en una pensión de la calle Mendoza, donde tocaban zambas, chacareras, vidalitas. Aprendí mucho oyéndolos.” El autor de Ardiente paciencia llegó al país para participar de la mesa redonda Los caminos de la memoria: cine y exilio, en el marco de la muestra Literaturas del exilio, que se puede ver hasta el 11 de febrero en el Centro Cultural Recoleta.

Skármeta se explaya, a gusto, sobre su experiencia en la Argentina. “Tuve maestros geniales en la escuela primaria que, cuando detectaron que a mí me gustaba la poesía, me dieron a leer poemas que tenía que aprender de memoria para las festividades públicas, como el Día de la Bandera. Yo aparecía en el estrado con mi delantal blanco, con la escarapela argentina, y recitaba versos de Neruda, Rubén Darío o del Martín Fierro. Fue un tiempo glorioso. Para mí fue un desgarro brutal tener que volver a Chile.”

–¿Por qué vinieron sus padres a la Argentina?

–No podían subsistir económicamente en Chile y pensaron que en Buenos Aires les iba a ir mucho mejor. Y afortunadamente, diría, no les fue bien acá. Porque esa pobreza que vivimos fue la escuela de mi vida. Si no hubiera vivido esos años en Buenos Aires, no habría podido hacer la literatura que realmente terminé haciendo.

–¿Cómo vivió el exilio después del golpe de Pinochet?

–En primer lugar me desgajó de una historia natural de crecimiento con mi gente, de esa mutua interrelación entre el escritor y su pueblo. Me sacó abruptamente de una historia espiritual que se venía gestando desde mi nacimiento y me puso en un afuera completo; por lo tanto el trabajo del exilio implicó casi reconstituir esa unidad perdida, ya sea a través de una mirada nostálgica y creativa sobre el pasado que nos unió como pueblo-escritor; ya sea a través de confrontar las situaciones dramáticas que produjo esta alternativa o ya sea imaginando y deseando un futuro distinto, y que este idilio ininterrumpido celebrara por fin sus nupcias. Mi exilio fue tiempo de padecimiento y de crecimiento. Padecimiento, en el sentido de que es extremadamente doloroso saber que lo que origina el exilio es una brutalidad mayor, insoportable para cualquier persona sensible, más en el caso de un artista. Si tú estás exiliado, te puedes abrir a la cultura local y crecer dentro de ella, entregarle tu corazón, tu inteligencia y por lo tanto nutrirte de otras culturas y otras realidades locales que fortalecen tu imaginación, y después, probablemente, tu acción política. Y la otra opción, que siguieron compañeros más desesperados, fue la de encerrarse en ghettos nostálgicos, considerando que el exilio era un tiempo de espera y no de creación, más que nada de espera política para los que tenían militancia.

–¿Y usted se nutrió de la cultura alemana?

–Sí, me abrí completamente porque entendí que trabajando con la cultura local y con la gente que fraternalmente se nos acercaba, estaba de alguna manera actuando políticamente. Para convencer al otro de que le tienda una mano a mi gente, que está oprimida o sufriendo, tengo que saber con quién hablo y para eso necesito conocer su sentido del humor, sus lecturas; tengo que acercarme a sus clásicos, haber leído a Schiller, a Goethe o a sus filósofos, como a Heidegger. Tengo una visión bastante balanceada del exilio: fue un tiempo de padecimiento y de crecimiento, que contribuyó a mi literatura, a mi vida y al servicio político de mi país.

–¿En qué sentido la experiencia del exilio alimentó su literatura?

–He tematizado el exilio en varias de mis obras, fundamentalmente en No pasó nada, en la que opté por contar el exilio desde una perspectiva desideologizada, puesto que los exiliados llevaban consignas emocionales muy fuertes e ideas muy rígidas del bien y del mal; eran portadores de una derrota, de un fracaso. Opté por narrar desde la voz de un joven de 15 años que tiene que ser fiel a los dos códigos: al código de los padres, es decir la fidelidad por la derrota y la recuperación por el paraíso perdido, pero al mismo tiempo tiene que rendirse y cumplir con el código que le propone la calle y la otra cultura. La ironía, una mirada más ingenua y más fresca me permitieron transmitir la emoción del exilio. Mi novela favorita es La boda del poeta, que me llevó a irme muy atrás en la historia europea, al exilio de mis abuelos, que eran emigrantes dálmatas que llegaron a Chile. Buscando las raíces, me apropié del pasado europeo, desde una perspectiva latinoamericana, con un lenguaje bastardo, irónico; un lenguaje que ha pasado por la literatura latinoamericana para meterse en una situación que les “pertenecía” a los europeos; era como robarle las uvas al zorro.

Skármeta se fue de Chile a Alemania el 12 de octubre de 1973. “Es una fecha imposible de olvidar porque fue como hacer el viaje de Colón, pero al revés”, ironiza el autor de Ardiente paciencia. “Consegui un trabajo que consistía en escribir un guión de cine y el director proponía que fuera sobre lo que estaba pasando en Latinoamérica”, cuenta el escritor. El director es el alemán Peter Lilienthal, para quien en 1972 ya había escrito un guión sobre los conflictos que estaban originando en Chile los cambios políticos. Ese primer guión devino en el film La Victoria, donde se narra la vida de una dactilógrafa provinciana, solitaria, que llega a Santiago y, al encontrar la ciudad convulsionada, se interesa más por ser alfabetizadora que por llevar adelante una vida burocrática. Esta primera experiencia cinematográfica sería el comienzo de una duradera atracción por el cine que condujo a Skármeta a escribir varios guiones, y que motivó a otros directores a realizar adaptaciones fílmicas de sus cuentos o novelas. Por pedido de Lilienthal, Skármeta se trasladó a la Argentina, entre 1973 y 1974, donde escribió su segundo guión, Reina la tranquilidad en el país. “El problema era dónde filmar una película acerca de la brutal represión de la ultraderecha en América latina a sus pueblos. Si tú mirabas el mapa de América latina en 1973, no había dónde hacerla”, explica el escritor. “Entonces con el director decidimos irnos a Portugal, porque en ese país había triunfado una revolución libertaria, y nosotros necesitábamos un ejército democrático que actuara como ejército represor. ¿Dónde lo íbamos a conseguir en América latina? Imposible; pero en Portugal logramos que los regimientos de una ciudad portuguesa que se llama Setúbal, que queda como a 200 kilómetros de Lisboa, actuaran como soldados represores. Hablar del cine del exilio y de cómo se hace, es hablar de proezas de prestidigitador.”

–¿Pero qué es más difícil en el exilio: escribir literatura o hacer cine?

–Hacer literatura no cuesta absolutamente nada, quizá lo más difícil es que te publiquen una historia que concierne a un grupo determinado que quizá lo que menos quiere es leer porque está luchando por su sobrevivencia, o que debiera concernirles a quienes quedaron en el país y que a su vez están demasiado ocupados para evitar la muerte como para estar leyendo. El tema es peliagudo: ¿quién es el lector de la literatura del exilio?

–¿Y quiénes eran sus lectores?

–Me leía el público europeo. Tenía ya escrita una novela y un volumen de cuentos, que habían sido traducidos a unos doce o quince idiomas, y desperté el interés de directores de cine que adaptaron algunos de estos cuentos. Así que rápidamente pude establecerme con mis temas, con mis obsesiones, con mis preocupaciones y sentimientos en el ambiente cultural europeo, que fue donde tuve a mis primeros lectores, porque mis libros no circularon en Chile prácticamente durante todo el tiempo de la dictadura.

–¿Qué diferencias habría entre escribir una novela y un guión?

–Cuando estoy escribiendo una novela, siento una alegría mayor, porque uno busca la novela que quiere escribir, es una creación mucho más libre. Dejo que las imágenes se precipiten sin tratar de encontrarle una lógica especial. En una primera versión de la novela intento evitar que el intelecto o la inteligencia coarte mis sentimientos, mis emociones, mi imaginación. En una segunda versión ya aplico la técnica literaria, ordeno esos materiales de manera que resulten interesantes, entretenidos, y ojalá emocionantes para el lector. En el guión de cine, y tengo experiencia porque hice muchas películas en Europa, es mejor tener un panorama total: cuando das un paso, tenés que saber adónde vas a dar el siguiente.

–Todo lo contrario de una novela, ¿no?

–Sí. En el guión de cine todo apunta hacia el final, hay que ir enredando las historias, y en cada paso vas pisando terreno minado, vas agitando una historia paralela, menor o que concierne a un personaje secundario. El guión es como un plan de ataque; en cambio para la novela, es mejor no tener plan de navegación, echarte a zarpar y ver qué pasa.

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