Viernes, 5 de enero de 2007 | Hoy
LITERATURA › ERNESTO SEMAN Y “LA ULTIMA CENA DE JOSE STALIN”
Su libro nació de un encuentro con el sanjuanino Leopoldo Bravo, embajador argentino clave en la relación con Moscú.
Por Silvina Friera
La ficción a veces se nutre, accidentalmente, del periodismo. Ernesto Semán cuenta que estaba enfrascado en la escritura de una novela sobre un padre y un hijo que se perdían en un viaje, cuando en 1998 le tocó cubrir la elección de gobernador en San Juan. Su encuentro con Leopoldo Bravo, ex gobernador de esa provincia y embajador en Rusia en 1953 durante el gobierno peronista, cambiaría el rumbo de esa escritura de ficción. “Me mostró una lapicera y me dijo que se la había regalado Stalin”, recuerda en la entrevista con Página/12. Quizá por instinto periodístico –la escena parecía la típica pose del fanfarrón–, Semán decidió investigar el asunto y descubrió que el líder del Partido Bloquista (quien murió el año pasado) era un personaje bastante famoso para los rusos, que había sido uno de los pocos embajadores de la historia que se había visto con Stalin y que había tenido un rol protagónico en la relación entre la Argentina y la Unión Soviética (URSS). Descartó la opción de probar con una investigación periodística, entre otras cuestiones, porque estaba cansado del periodismo, pero también porque lo que Bravo le decía resultaba terriblemente más aburrido de lo que quería que fuera y su descripción de la época era increíblemente más tediosa de lo que intuía Semán que había sido realmente. “Yo pensaba en alguien que había sido la gran figura del mundo diplomático y de la noche de Moscú, pero como Bravo tenía doscientas capas geológicas de aburrimiento y de tedio, había que excavar para encontrar lo interesante que había quedado atrás.” Y Semán, entre idas y vueltas, unió la historia del padre y del hijo y excavó en esas capas. El resultado es su primera novela, La última cena de José Stalin (Aurelia Rivera).
Más allá de la sorpresa inicial por el silencio y la falta de ruidos en Moscú –sensación que es definida como “ser parte de una película muda”–, Leopoldo Bravo, un viejo y astuto caudillo de provincia, especie de tábano para el gobierno peronista, es enviado a Moscú para instalar la primera embajada argentina en la URSS. Su sucesor, probablemente hijo natural de Bravo, tendrá el extraño “privilegio” de ser el último diplomático extranjero recibido por Stalin y el último en verlo antes de su “misteriosa” muerte. La escritora y crítica Sylvia Molloy señala en la contratapa del libro que Semán “recrea la inestabilidad de un mundo de apariencias, disimulos, intriga, un mundo sórdido donde nadie confía en nadie, donde todos tienen cuentas que arreglar con otros, donde las identidades y las afiliaciones son múltiples, la diplomacia no protege y un descuido de lengua puede condenar”. La novela, que fue finalista del Premio La Nación 2001, despliega una serie de personajes y de historias paralelas a las de Bravo –un agregado obrero que esconde a dos exiliados de la Guerra Civil Española en valijas diplomáticas para sacarlos de la URSS, un ambiguo y acomodaticio agente de la KGB, la esposa de un diplomático indonesio y dos enigmáticos hermanos judíos, entre otros– que tienen como telón de fondo el final de la Segunda Guerra Mundial, con el triunfo de la Unión Soviética como potencia vencedora del nazismo y el primer gobierno de Perón.
–¿Cuál es para usted el atractivo de esa época?
–Siempre me interesó tratar de entender cómo eran los líderes políticos que dirigían el destino de millones de personas, en una época en la que se creía que ellos influían en el destino de esas personas, desde que se levantaban a la mañana –si iban a tener trabajo, propiedad o salario–, hasta que se acostaban. Me da la impresión, si uno observa los tipos de liderazgos de Hitler, de Stalin y de Perón, que ellos encarnaban el pueblo y tenían efectivamente capacidad de efectuar operaciones y transformaciones significativas en la vida de esa gente. Además, me fascinaba imaginar cómo serían esos líderes que controlaban la vida y los deseos de millones de personas que no conocían ni iban a conocer. En cuanto a la Unión Soviética, me impresionaba cómo la vida privada aparecía completamente anulada por un proyecto público que no tenía nada que ver con la vida de la gente, y cómo debajo de las apariencias intuía que seguía habiendo vida normal.
–¿Cómo fue la experiencia de escribir su primera novela?
–Fue mucho más fácil de lo que esperaba, porque estaba muy cansado del periodismo. Me estaba escapando de esa necesidad de construir una historia a la medida de los datos y empezaba a armar una ficción a la medida de lo que imaginaba. Lo que me resultó más difícil fue que lo que leía e investigaba sobre la época no me condicionara en la escritura. Suponía, al principio, que la recreación de ciertos climas tenía que tener como background un determinado tipo de investigación. Y lo que me pasaba era lo mismo que cuando hablaba con Bravo: el derivado de lo que escribía era mucho peor de lo que quería que fuera. Y cuando dejé de hacer eso, sentí que me acercaba mucho a lo que estaba buscando. Tuve que dejar atrás una forma de escritura, la periodística, para darle más espacio a una forma de pensamiento donde lo imaginario ocupara no solamente más lugar sino que fuera lo que armara la trama.
–¿Entonces el oficio periodístico fue la excusa para llegar a la literatura?
–En realidad llegué al periodismo por casualidad. Estudiaba sociología y empecé a trabajar en Página/12 en 1993, muy entusiasmado por la cosa pública, la política y por la escritura. En ese momento no lo pensé como excusa o como un soporte para escribir. Pero cuando empecé a probar con la ficción, sentía que el periodismo me lo impedía, que no me dejaba tiempo para dedicarme a escribir. Después me di cuenta de que una de las cosas que te da el periodismo es un sentido de la disciplina que es extremadamente útil cuando lo que estás escribiendo no tiene ningún propósito, cuando no hay nadie desesperado porque vos termines; no hay cierre, no hay nada. La única forma de domesticar la escritura de ficción es con la disciplina que te da el periodismo.
–¿El peronismo es una de las tensiones más evidentes de su novela?
–Sí, me atrae mucho la teatralización del peronismo como hecho fundacional de la Argentina moderna. Mi percepción fue cambiando con el tiempo. Vengo de una familia extremadamente antiperonista, que sentía un profundo desprecio hacia los símbolos de la narrativa peronista, más que hacia las consecuencias concretas de la política peronista. Mi familia podía suscribir una a una muchas de las medidas que puso en marcha el peronismo, y sin embargo construyó su identidad política en oposición a los símbolos que caracterizaban esas políticas. Yo y buena parte de mi generación fuimos tributarios de esta tensión y de esa complejidad sobre el peronismo que hizo que para nosotros ese “gorilismo iniciático” se fuera diluyendo, en la medida en que el peronismo se fue convirtiendo en un partido plurivalente que puede representar cualquier cosa. Además, lo que viene pasando en la Argentina desde 2003 con el peronismo, a los que venimos de la clase media nos viene como anillo al dedo porque nos permite confirmar que teníamos razón respecto de esa ambigüedad o de esa contradicción en la constitución de la identidad del antiperonismo de izquierda.
–¿Pero qué es el peronismo hoy o qué es lo que encarna Kirchner de ese peronismo plurivalente?
–Puede ser que Kirchner esté encarnando alguna de las dimensiones de ese peronismo plurivalente, pero es mucho más posperonista de lo que Kirchner admitiría públicamente, porque de todos modos el peronismo, como identidad, sigue siendo convocante y es muy difícil para quienes están en la tarea de construir consensos amplios ponerse por fuera de esa identidad, aunque esos consensos sean precarios o poco seguros en el corto plazo. Los políticos peronistas están pensando mucho más en una Argentina posperonista que en una peronista.
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