Sábado, 13 de enero de 2007 | Hoy
LITERATURA › DIALOGO CON JOHN LE CARRE
El autor lanza un profundo alegato contra las nuevas formas de colonización.
Por Carles Geli *
Desde Barcelona
David John Moore Cornwell (Poole, Inglaterra, 1931) debió de ser un excelente espía antes de convertirse en el archifamoso autor del género bajo el pseudónimo de John Le Carré. Porque es de trato muy afable, cabeza patricia y escucha con británica atención tras sus ojos casi transparentes de azulgrisáceos que son. O sea, cualquiera se lo contaría todo.
Con unos audífonos tan imperceptibles que se antojan sofisticados aparatos de escucha, está promocionando un libro, La canción de los misioneros, su particular alegato contra la ¿nueva? colonización que sufre Africa. Las riquezas del Congo, las multinacionales y un inocente traductor mestizo, Salvo, en unas supuestas reuniones secretas de paz dibujan su nuevo escenario de espionaje.
–Salvo es un personaje que destila virginidad. Es más puro y menos dual que sus anteriores personajes de la etapa Smiley. ¿Qué ha buscado con él?
–Quería una figura cándida, que su inocencia reflejara un nivel más bajo de sofisticación política que en mis personajes anteriores. Es un héroe muy distinto de los clásicos míos. El lector se identifica bien con él. Para ello, una persona de buen corazón era fundamental. Hoy, en relación al poder, estamos obligados a seguir un proceso similar al de Salvo: ¿el Islam es bueno o malo?, ¿EE.UU. es bueno o es malo? Estamos intentando conectar con una sociedad cargada de figuras autoritarias, compleja, engañosa, y el desencanto acaba siendo un tipo de liberación.
–En sus últimas entrevistas lo retratan con rabia y enojo por la situación internacional. Salvo se mueve así. El libro parece un llamamiento a una especie de guerrilla ética individual frente al mundo.
–Es imposible escribir ahora sin una intención política. La tradición de hablar sobre acontecimientos mundiales a través de la literatura o bien ha desaparecido o ha sido relegada a escritores de thrillers. No fue así en el XIX o el XX, con novelistas como Orwell, que atacaron el sistema. Debido a que vivimos un período extraordinario de autoengaño, en el que la verdad está en un lugar y la percepción pública de la verdad en otro, intento narrar historias que establezcan un puente entre ambas. Desde el 11-S sólo se dan elementos de represión antiliberal. En Inglaterra y EE.UU. los gobiernos están robando la libertad individual. Hemos aguantado tantas malas representaciones de la verdad que nos hemos introducido en un mundo de fantasía, con informes fantásticos sobre la guerra.
–Pero ahora que ya se ha invadido Irak quizá...
–Es peor: ahora se nos pide, por parte de Blair, que olvidemos cómo se llegó y lo solucionemos. No debemos olvidar: es fundamental saber cómo nos metimos en esta guerra. Porque rompió todas las reglas: fue un acto de agresión sin precedentes y el público que lo apoyaba estaba engañado. No quiero ser un predicador, pero cuando intento sacar hilos de esta madeja y desarrollar narraciones a partir de eso quiero que sean narraciones subversivas. Quiero que el lector cierre el libro y no diga: “Habría deseado ser él”, sino “¡Dios mío, podría haber sido él!”.
–Salvo titula su informe “Yo acuso”, como el artículo de Zola.
–Sí, es un homenaje. Tengo la sensación de que cada vez hay menos intelectuales comprometidos. Nunca quise tener el status de gurú, pero en lo literario me siento muy solo... y responsable. Me siento sobreviviente de un género que ha sido colocado aparte. Es como si la burocracia literaria hubiera dictado que las cosas cotidianas son demasiado vulgares como para ser narradas. Que deberíamos buscar sólo magia, vías de escape e implicarnos lo menos posible...
–¿Estamos en un punto de no retorno amoral?
–Seguramente. Si continuamos así nos dirigimos al gran desastre global. El estilo de vida y la prosperidad occidentales son insostenibles. La batalla, así, es por los recursos naturales. Rusia ya ha descubierto que las armas del gas y el petróleo son más eficaces que las nucleares. El subtexto de la invasión de Irak está claro: el petróleo. China coloca 10.000 coches a la semana en las carreteras y no tiene petróleo. En los altos círculos geopolíticos de EE.UU. existía el enorme temor a que China tomara el petróleo iraquí antes que ellos.
–Es una razón clásica en la Historia.
–Sí. La comedia de hacerse viejo es ver cómo la película empieza de nuevo. El Congo es una metáfora perfecta de esto: en minerales, es quizá el país más rico del mundo. En términos humanos, de los más empobrecidos. Sólo tiene 45 kilómetros de carreteras asfaltadas y terror por doquier. En la novela, todo queda en manos de un cartel. La conferencia que Salvo debe espiar es para crear un Kivu democrático, pero en realidad se pacta quedarse con los minerales del Congo oriental, especialmente el coltan, vital para la electrónica.
–En esa línea, ¿es el poder de Gazprom lo que permite la supervivencia internacional de Putin?
–¡Es que no estamos en un mundo nuevo: Rusia es una entidad en sí misma! Después de los zares blancos, llegaron los rojos y ahora tenemos los grises. Debido a la guerra contra el terrorismo tenemos un pacto por el cual el imperio ruso puede hacer lo que le dé la gana en su patio trasero.
–Putin actúa como en la época dorada del espionaje. Ahí está el asesinato del espía Litvinenko...
–El caso Litvinenko es una tragicomedia: ni un solo asesinato ha dejado jamás en la historia tantas pistas... Tras la guerra de Afganistán, Rusia estaba cubierta de armas, tenían material nuclear en cada frigorífico militar. La KGB ha tenido un gran historial de conexiones con el crimen. En mi opinión, Litvinenko tenía los nombres de las personas que estaban implicadas en grandes casos de corrupción y asesinatos y la lista de un montón de imbéciles contratados por tal o cual oligarca.
–¿Puede inspirarle algo?
–No creo. Escribí La Casa Rusia tras visitar Rusia en 1988. Me equivoqué por idealista: creí que se trataba de un momento brevísimo de la historia en el que podríamos reconstruir el mundo.
–En La canción... ha puesto ocho agradecimientos. ¿Cómo selecciona y trabaja un libro?
–Lo del Congo empezó con la lectura de un texto excelente; su autora me puso en contacto con un experto en crisis internacionales. Y nos fuimos los tres para allá: entrevisté a un coronel mai-mai, fui a un club nocturno... En Bukavu vivimos dos rebeliones urbanas en cinco días. Nunca me quedo mucho tiempo en estos países: escribes mejor cuando estableces el primer contacto porque todas tus terminaciones nerviosas están a flor de piel. Mis mejores obras las escribo cuando puedo llevar ya conmigo a mis personajes, como si fueran mi compañero secreto. Ellos miran y huelen. Yo, entonces, como el protagonista de El perfume, no tengo sentido del olfato.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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